viernes, septiembre 09, 2005

Subjetividad y Objetividad en la Historia (Acercamiento a la)


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Si lo usas: por favor: CITA LA FUENTE dado que es un documento copyright  Creative Commons ejemplo: Parra, O. (ESCRIBE tu fecha actual). Subjetividad y Objetividad en la Historia (Acercamiento a la)  Recuperado de http://oparrahistoria.blogspot.com/2005/09/subjetividad-y-objetividad-en-la.html
Fue escrito como ensayo académico en el marco de mis estudios de Maestría de Historia.
Publicado impreso originalmente en  Libro Revista #HazPlural2  con la corrección de estilo de @LaPavaNavia
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ACERCAMIENTO A LA SUBJETIVIDAD Y LA OBJETIVIDAD EN LA HISTORIA

 “Procedimientos estrictamente científicos, en los que cada afirmación va acompañada de pruebas, referencias y citas”[1].


“La historia es siempre historia contemporánea disfrazada”. (B. Croce)


a.      Introducción

 

Intentar escribir un texto sobre la objetividad y la subjetividad en la historia es una tarea compleja: compleja en espacio, pues abarca demasiados ángulos; y en tiempo, pues podríamos remontarnos a las críticas que se hicieron entre ellos los ‘padres’ de la historia occidental respecto de la historia que buscaba poner como preeminencia absoluta “lo objetivo” (que era el reto que le ponía Ranke a los historiadores).

Podríamos traerlas al presente, como lo intentamos acá, sin olvidar los debates de los años cincuenta, sesenta y setenta que hubo sobre la historia[2]  y sobre la Nueva historia, en la que se alentaba la quimera, la perspectiva particular (¿subjetiva?).

Y es que establecer una relación entre el objeto a conocer y el sujeto que pretende conocerlo no solo implica todo un debate epistemológico sobre la relación entre el uno y el otro, sobre las complejidades del objeto en sí que se pretenda estudiar, sus formas y sus contenidos, sino también sobre las formas externas e internas del sujeto que pretende conocer el objeto. También es importante todo lo que existe alrededor: el espacio, el tiempo, los mecanismos que se dan entre el sujeto y el objeto, ese espacio, ese vacío, pues generalmente –y afortunadamente– no son el uno (sujeto) y el otro (objeto) unidos en uno solo, sino distanciados, separados. Se ha dicho, incluso, que el principio de la comprensión histórica es una apreciación de la otredad del pasado.

 

 

b.      Objetividad, subjetividad e ideología

 

Voy a comenzar este aparte a partir de las reflexiones que me generó la lectura de Eagleton (1998), precisamente porque hace aportes en torno al sujeto y lo intrínseco del sujeto y en torno a ese espacio (espacio-temporalidad, para los historiadores) en que se construye la lectura entre el sujeto y el objeto. Y no es extraño que inicie por acá, pues la ideología no podría más que estar centrada en el sujeto y viceversa (si bien difícilmente se podría reducir al espacio de la subjetividad).

La ideología tiene una relación con el poder: la legitimación del poder de un grupo o del de la clase social dominante (pág. 24[3]) o, como retoma de Thompson (1980), “estudiar las formas en que el significado (o la significación) sirve para sustentar las relaciones de dominio”.

Entonces, en este punto surge algo interesante. Primero, que las fuentes de los historiadores son situaciones que se dan dentro de un juego de poderes (diferente sería la lectura si Bolívar hubiera perdido a que si hubiera ganado). Segundo, que luego son leídas a partir de descripciones mediadas por ese juego de poderes (el caso de Stalin borrando a Trotsky de las fotos de la revolución bolchevique). Tercero, que el historiador, el sujeto, en diversas ocasiones lee ese objeto que ya posee dos juegos de poder a partir de su propio juego de poder (una cosa es en los años setenta haber sido parte de la renovación crítica de la historia colombiana y otra haber seguido dentro del esquema de la historia tradicional, con las implicaciones político-sociales que ello conlleva).

Eagleton, en ese camino, nos plantea que las ideas están ligadas a las formas de poder, bien sea del poder existente o de los antipoderes, pero se ligan. Sobre esa base, cualquier idea de un historiador –y en general, de cualquier académico o intelectual– está mediada por ese juego de poderes y contrapoderes de los cuales, aparentemente, no se puede escapar. Esto, pues, para no llegar todavía a la complejidad de Foucault (1977), que propone que el poder está esparcido en cada de una de nuestras acciones e inacciones.

Aquí, entonces, salta el siguiente interrogante: si la historia y el historiador cumplen un papel en la legitimación del poder, ¿de qué objetividad o de qué subjetividad podríamos hablar en semejante escenario cínico?  La historia promociona creencias (la historia llegó a su fin). Naturaliza y universaliza tales creencias (es normal que haya llegado a su fin). Denigra de las ideas que pueden desafiar el poder, las excluye (los que no creen que haya llegado a su fin son dinosaurios; por tanto, deben ser excluidos). Oscurece la realidad (no hay más alternativa que el neoliberalismo; no, no hay más). Es decir, la historia contribuye a la mistificación del poder. Si la historia en general ha sido, en gran parte, hasta los inicios del siglo XX, y después ha sido una historia política, valdría la pena pararnos en la diferencia que establece Eagleton (pág. 31)  entre política e ideología, pues ello nos ayudaría a entender la historia política como el objeto de estudio que ha sido.

Pues bien, él nos dice que mientras la política son “los procesos del poder por los que las órdenes sociales se sostienen o desafían”, la ideología “denota las formas en que se aprehenden estos procesos del poder en el ámbito de la significación”. (Ojo: en el ámbito de la significación). Y los historiadores somos, muchas veces, quienes le ponemos esa significación, la carga valorativa y, por ende, la subjetividad. Máxime si pensamos –y puedo estar adelantando una definición macro de ideología– que es con la ideología que tiene el historiador en su presente (pues es necesario anotar que su sistema ideológico puede cambiar, y a lo mejor treinta años después puede seguir teniendo el mismo nombre y apellido  pero es “otro historiador”) la que va dar significación a esos hechos políticos que pretende leer. El reto del historiador es saber de si lo que pretende es leerlos para interpretarlos o simplemente leerlos para reflejarlos, o leerlos y transcribirlos lo más literalmente posible, o peor: leerlos (tal vez desde la verdad histórica) para amañarlos y volverlos propaganda o contrapropaganda de un régimen cualquiera.

¿En cuál de las opciones es mayor la posible carga de subjetividad? Podría decirse que cuanto más trate el historiador de interpretarlo, más subjetividad hay. Pero también podría ser desde el momento mismo en que él escoge los hechos que piensa estudiar. Por ejemplo, ¿porque no hemos estudiado cómo fue la campaña de Morillo en nuestra historia? ¿Por qué estudiamos lo que hicieron sus rivales y no lo que hizo “el pacificador”? Aquí surge un interrogante que me persigue, aunque sé que se me podrá decir que tal postura pretende devolvernos al positivismo alemán de Ranke o al francés de Langlois y Seignobos: ¿quién diablos le pidió a los historiadores que explicaran, que interpretaran? ¿Es esa realmente nuestra tarea? ¿O nuestra tarea es construir relatos históricos de manera más verídica posibles y dejarles a otros las interpretaciones? ¿Acaso no podemos ser ciencia si no interpretamos? ¿O, incluso como lo reclaman algunos obtusos (¿marxista-estalinistas?), si no ‘predecimos’? ¿Acaso el embrollo en que estamos metidos, las críticas que nos merecemos, no tienen que ver precisamente con que los historiadores nos hemos salido de los confines (fácticos) que teníamos como ciencia?

Y digo esto porque el hecho de explicar implica asumir una posición, y el asumir una posición lleva implícita la subjetividad.  Las ciencias se construyen con hechos, lo demás no es episteme, qué pena pero es doxa. Para Althusser (1976), la ciencia o teoría es un tipo de trabajo específico que tiene sus propios protocolos y procedimientos, que están separados de la ideología por lo que él llama un “corte epistemológico”. Afirma que las teorías sociales, al igual que las matemáticas, se verifican por métodos que son puramente internos. Las proposiciones teóricas son verdaderas o falsas al margen de quien las suscribe, por unas razones históricas dadas e independientemente de las que están en su origen. Un claro regreso a la concepción del racionalismo de la Ilustración. Lo cierto es que difícilmente la ciencia se puede reducir a la ideología. Frente a esto, Eagleton (pág. 171) nos dice que los intereses son constitutivos de nuestro conocimiento y no (como creía la Ilustración) obstáculos en su camino.

Por su parte, Hobsbawm nos acepta que en la historia que él ha escrito se notan su edad, sus antecedentes, sus creencias, las experiencias en su vida. Eso quiere decir que las visiones generacionales existen; la perspectiva con que se contempla el pasado puede ir cambiando a medida que la vida avanza (¿o se estanca?). Y más adelante el autor deja todo más claro: “Los historiadores no se colocan ni pueden colocarse fuera de su tema como observadores y analistas objetivos sub specie aeternitatis. Todos nos vemos sumidos en los supuestos de nuestro tiempo y nuestro lugar” (Hobsbawm, 1998. Págs. 8, 230, 275). Le Goff plantea que “cada época se fabrica mentalmente su representación del pasado histórico” (1995. Pág. 29) o al menos de la parte de la historia que le interesa. Es lo que podríamos llamar “el presentismo”, una especie de influencia deformadora del presente sobre la lectura del pasado.

Ricoeur es incluso más puntual: “La historia quiere ser objetiva y no puede serlo. Quiere hacer revivir y solo puede reconstruir. Quiere convertir a las cosas en contemporáneas, pero al mismo tiempo tiene que restituir la distancia y la profundidad de la lejanía histórica” (Ricoeur, 1961. Pág. 226). Claro que en otro texto había planteado que la objetividad que se puede esperar de la historia es la de “la rectificación del ordenamiento oficial y pragmático de su pasado operado por las sociedades tradicionales”, y lo asemeja a la rectificación de “las apariencias en la percepción y en las cosmologías” (1955. Págs. 24-25). Veyne (1971) decía que “la historia es simplemente un relato verídico”, o más fuerte aún: “La historia no es una ciencia y no tiene mucho que esperar de las ciencias; la historia no explica y no tiene método; mejor aún, la historia de la que tanto se habla desde hace dos siglos no existe”.

Así las cosas, nos toca bajar la cabeza (¿será?); y, con Pomian, recordar que esta pelea en torno a la objetividad la perdimos hace más de un siglo, pues cuando nació la historia de la historia, lo hizo parada en la crítica a esa supuesta objetividad, a los hechos dados de una vez por todas; lo hizo mostrando que éramos ilusos (Pomian, 1975. Pág. 236). Es decir, a duras penas un ‘observador marciano’ podría intentar escapar a la carga subjetiva; pero en realidad ni él podría, pues es un sujeto, un sujeto marciano, y como tal también la posee.

 

 

c.       Lo inconsciente en la historia y en los historiadores

 

Para Habermas, las instituciones sociales dominantes son algo afín a las pautas de conductas neuróticas: encierran la vida humana en un rígido conjunto de normas compulsivas y con ello bloquean el camino de la autorreflexión crítica. Nos volvemos dependientes de poderes, sujetos a límites culturales que parecen naturales. Los instintos (¿o acciones de conocer?), así coartados, se reprimen, como lo dice Freud, o se subliman en cosmovisiones, sistemas de valores compensatorios de esa autorrepresión, analizando las disidencias potenciales hacia formas ilusorias (para ilusos). Para él, el autoengaño es solo un disfraz que una persona asume.

Lo que sucede más bien es que lo que se revela tiene lugar en términos de lo que se oculta y viceversa (Eagleton, págs. 172, 174); como plantea Lacan: la etapa del espejo como formadora de la función del yo. El niño se identifica con el reflejo imaginario, el sujeto humano va más allá de su verdadero estado de difusión o descentramiento y encuentra una imagen consoladoramente coherente de sí mismo reflejada en “el espejo” de un discurso ideológico dominante. Según Althusser, no se establece una distinción real entre sujeto y objeto: sujeto y objeto se deslizan incesantemente entre sí en un circuito cerrado. Desde ese punto de vista, Althusser nos dirá que la ideología puede resumirse como “una representación de las relaciones imaginarias de los individuos con sus condiciones reales de existencia. […] Los hombres expresan realmente no la relación entre ellos y sus condiciones de existencia, sino la manera en que viven la relación entre ellos y sus condiciones de existencia: esto presupone tanto una relación real como una relación ‘imaginaria’, ‘vivida’. […] En la ideología, la relación real está investida inevitablemente en la relación imaginaria” (Althusser, 1969. Págs. 223-224).

Ya en el siglo XIX, Marx, Engels y otros perciben bien que los humanos se engañan a sí mismos en relación con el significado de sus propios actos; y reconocen que sobre la conducta de una persona, los individuos externos pueden proporcionar una explicación más convincente de lo que se puede decir de sí mismo. Luego vino la concepción del inconsciente freudiano, en el que un conjunto de apariencia –estructurales, si se quiere– incluye la falsedad en su verdad. Posteriormente –en una síntesis en la que seguramente estamos dejando otros pensadores por el camino– llegó la noción sobre el consciente y el inconsciente frente al sujeto “historiador”: para Althusser, las relaciones con la realidad social son principalmente inconscientes, pero si nuestra experiencia consciente es difícil generalmente, nuestra vida inconsciente es aún peor. En ese sentido, es de imaginarse, por ejemplo, los dilemas subconscientes o inconscientes que tuvo un homosexual como Foucault a la hora de escribir su texto sobre la sexualidad; y así como él, bendecidos aquellos que al menos saben qué tienen en su subconsciente y desgraciados quienes –nosotros, la inmensa mayoría– no tenemos la más mínima idea de cuáles son nuestras motivaciones más profundas, peor aun cuando se agrega que “suele considerarse que el mecanismo de racionalización está en la raíz del autoengaño” (Jon Elster, Fingarette).

Cabe resaltar que el autoengaño es aquella condición en la que uno tiene deseos que niega o desmiente, o de los cuales simplemente no es consciente” (Eagleton, pág. 81). ¿Cuánto de ello se refleja en nuestra obra? Y lo más complejo: ¿cómo tratar de evitarlo? En 1985, Norman O. Brown publicó Life against death. The psicoanalytical meaning of history y en la introducción acuña esta frase que resume este punto: “La humanidad no tiene ninguna idea de lo que desea verdaderamente. En eso Freud tenía razón: nuestros verdaderos deseos son inconscientes”.

 

 

d.      Fuentes

 

Paul Veyne (1971) escribió que la historia tenía que ser “una lucha contra la óptica impuesta por las fuentes”. Y sí, hay un problema grave en las fuentes. Supuestamente, ellas escriben “la verdad”; el problema es que tres fuentes pueden tener tres “verdades” o incluso más sobre el mismo hecho. Por ejemplo: Guantánamo es un centro de torturas, Guantánamo es un centro de detención cinco estrellas, Guantánamo es una combinación de lo uno con lo otro. Un historiador que trate de entender a Guantánamo dentro de cien años encontrará esta y otras versiones. ¿Y cuál es la verdadera? Si no nos ponemos de acuerdo ahora –por las posiciones encontradas que tenemos–, cómo lo hará un historiador dentro de cien años, que tal vez recogerá todas las versiones, hará un ejercicio de abstracción y buscará el los pedazos de verdades y mentiras que le den “la verdad”.

En la obra de Volsohinov (1973), la ideología es la lucha de intereses sociales antagónicos a nivel de los signos. ¿Y los signos, qué son los signos? Son, por ejemplo, los textos que luego se convierten en nuestras fuentes históricas, ¿o me equivoco? Los signos son las huellas del poder social en las estructuras léxicas, de forma que puedan servir para oscurecer el actor concreto de un acontecimiento social, de una manera conveniente para los intereses ideológicos dominantes (la controvertida posición que se le da a José María Carbonell en las gestas de la independencia). Esto, pues, para no mencionar solo las oportunidades del habla en las conversaciones, sino en algo íntimamente relacionado con las fuentes: “las posibilidades expresivas perennes”. Richard Tuck, en el capítulo 9 de la recopilación denominada Formas de hacer historia, escribe el texto “Historia del pensamiento político”, en el que dice que la filosofía política solo puede leerse sobre un telón de fondo de práctica lingüística, pues las sociedades y los textos que de ellas emanan están mediados por los estereotipos, por los lenguajes, por los paradigmas[4]

En ese mismo libro, Burke expone que las tendencias culturales y sociales no pueden analizarse de la misma manera que los acontecimientos políticos, que requieren una presentación más estructural. Y plantea un dilema: si explicamos las diferencias de comportamientos sociales en diversos periodos mediante discrepancias en las actitudes conscientes o las convenciones sociales, corremos el riesgo de caer en la superficialidad; por otro lado, si los historiadores explicamos las diferencias de comportamiento a través de la diversidad de la estructura profunda del carácter social, corremos el riesgo de negar la libertad y la flexibilidad de los agentes individuales en el pasado.

Ante su dilema, Burke respondió con el concepto de hábito cultural, de Pierre Bordieu, que a diferencia de la regla, ofrece una combinación de presiones con libertades (Burke, 1993. Págs. 34-36). Le Goff (1995. Pág. 11) nos dice que en el siglo XX se criticó la noción de hecho histórico, “que no es un objeto dado, puesto que resulta de la construcción de lo histórico”; es decir, el hecho histórico, como dice L. Febvre (1933), es “no dado, sino creado por el historiador –¿y cuantas veces?–, inventado y fabricado mediante hipótesis y conjeturas”.

Le Goff agregó, además, que para finales del siglo XX se criticaba la noción de documento, “que no es un material bruto, objetivo e inocente, sino que expresa el poder de la sociedad del pasado sobre la memoria y el futuro: el documento es monumento”, apoyándose en Foucault y su arqueología del saber. Aceptaba, entonces, que lo histórico no es algo independiente de los procesos de conocimiento humano, sino que de él forman parte todas sus implicaciones: es el resultado de esos procesos.

Lo histórico no es un mineral o un vegetal, un objeto independiente, sino el resultado (¿subjetivo?) de los procesos de conocimiento. De hecho, ¿el tiempo, la temporalización, acaso no es un invento humano, un requerimiento creado por nuestras sociedades? Es valioso reconocer que, en el siglo pasado, la crítica a la noción del hecho histórico nos llevó al desarrollo de la historia política, y luego la de la historia económica y social, a la historia cultural, a la historia de las representaciones, que asumió diversas formas[5]. Lo que los norteamericanos llaman cultura política es la historia de las ideologías (de la forma en que se concebían las sociedades a sí mismas), la historia de las mentalidades (la de las estructuras mentales comunes en cierto espacio y tiempo), y una que es vital al recobrar extratextualidades o extradocumentos pues recoge la imagen, lo literario, lo artístico[6]: la historia de los imaginarios o de lo imaginario, y en ese camino la de los rituales subyacentes: la historia de lo simbólico (¿la historia psicoanalítica?). Ello fue un salto cualitativo en la forma de leer las relaciones entre lo material y lo espiritual, los análisis del “poder” multiforme y no solo político… En fin. Se le hizo caso a Febvre (1949) cuando pidió “por medio de todo cuanto el ingenio del historiador le permita usar para fabricar su miel, a falta de las flores habitualmente usadas”. De tal manera que años después Paul Veyne dijo que los historiadores “tomaron gradualmente conciencia de que todo era digno de historia”; es decir, el gran aporte del siglo XX fue haber revaluado las fuentes[7]. ¿O fue el gran embrollo?

No. Fue un salto, un salto que a muchos dejó en el aire, y aún no aterrizan. Por ejemplo, asistimos a una discusión inacabada en torno a las causas primeras, la complejidad del motor de la historia. En ese camino aparecen las masas y lo que es más ininteligible: la historia poco documentada de los individuos que han conformado esas masas (¿qué sabemos de los soldados que combatieron al lado de Bolívar?); es decir, el pasado de un tipo de personas que generalmente es irrecuperable, pues son personas que no se han podido expresar y su testimonios tampoco se han recopilado en documentos.

Las masas, esas sumas de individualidades desconocidas, marcan su impronta en la historia: ¿qué los llevo a insurreccionarse por la falta de pan en la Francia revolucionaria? Pero muchas veces ni siquiera dándoles voz a los sin voz somos capaces de mejorar las fuentes: qué decir de los problemas de memoria o, peor incluso, de las memorias selectivas, del silencio selectivo, como, por ejemplo, el de múltiples comunidades en el mundo que optan por ‘enterrar’ los conflictos del pasado como forma de recuperar su normalidad –caso que seguramente hemos visto, vemos y veremos en Colombia–.

Ello nos sirve para poder establecer el contraste entre la historia común (que le interesa al común) y la historia académica (la que le interesa a la academia). Así, el esfuerzo de contrastes entre memorias es titánico. Otro problema al cual se refiere Hobsbawm (pág. 238) son los consensos históricos, “la pauta general de las ideas que tenemos sobre nuestro tiempo, pauta que se impone a nuestra observación” y que en nuestra contemporaneidad, para el caso de una historia global, nos la impone la cadena norteamericana CNN. ¿O no? Y si Le Goff (1995. Pág. 23) nos decía que los hechos históricos resultan de un “montaje y que establecerlo exige un trabajo tanto histórico como técnico”, ¿qué decir de esta época que nos ha tocado, en la que inclusive algunos filmes muestran cómo se podría inventar una noticia a través de la manipulación de una cadena como la mencionada? ¿Acaso lo de las armas nucleares de Hussein no fue eso, un montaje, un montaje desmontado, pero al fin y al cabo un montaje? Esto pues para no adentrarnos en la discusión sobre cómo las imágenes quedan en la memoria consolidando imaginarios sociales y así mediatizan una de las bases de la historia.

 

 

e.       La verdad


La verdad es una legitimidad social; es decir, cuando todos decimos que algo es falso (la Luna es cuadrada), empezamos a legitimar una verdad (la Luna tiene la forma de... una naranja). Por ejemplo, la película The Matrix nos dice que todo es un invento, que las máquinas han creado un mundo de ideas. Si como sostiene Althusser (1969. Pág. 234), la ideología “expresa un deseo, una esperanza o una nostalgia, más que la descripción de la realidad”, ¿eso no quiere decir que algunos relatos históricos son simples manifestaciones ideológicas y, por ende, absolutamente subjetivas?

En la esfera de la ideología, la verdad universal y la verdad particular concreta se deslizan la una en la otra incesantemente, sorteando la mediación del análisis racional (Eagleton, pág. 42); es decir, están mediadas. El análisis racional pasa por mediaciones de carácter ideológico. El historiador pertenece a una clase social; es imposible que no. Que se rebele contra ella (bien sea un proletario que quiere ser burgués, bien un burgués que quiera ser proletario o un pequeño burgués que quiera ser lo uno o lo otro), es otra cosa. De todos modos es valiosa la definición de Poulantzas: la ideología, las ideas, expresan el modo en que una clase social vive en relación con la experiencia vivida por otras clases (Poulantzas, 1973).

Es imposible olvidar que la historia también es una práctica social (Certeau, 1975); las concepciones emergen a partir del antagonismo, y si es a partir del antagonismo, es a partir del subjetivismo. Si las clases subordinadas se incorporan a la cosmovisión de sus gobernantes, de tal manera que “la ideología congela la historia en una segunda naturaleza, presentándola como algo espontáneo, inevitable e inalterable. Es esencialmente una reificación de la vida social. [...] La naturalización tiene su vínculo obvio con la universalización, pues lo que se considera universal suele considerarse natural, pero de hecho ambos mecanismos no son sinónimos” (Eagleton, pág. 88).  

Qué implicaciones tiene lo anterior para leer con objetividad procesos sociales, digámoslo abiertamente, procesos de lucha de clases, si los mismos están mediados por dicha subordinación, prácticamente invisible, en ese instante histórico y menos visibles aún en el presente. ¿O nos atrevemos a decir que son más visibles ahora porque hemos tomado distancia del hecho histórico? Es posible que sean más visibles, pero lo son bajo nuestra mirada actual, lo son desde nuestra subjetividad, lo son desde nuestra carga interpretativa: desde la tribuna es muy fácil gritarle al torero o al futbolista qué debe hacer (¿y en este patético caso qué debió haber hecho? Las famosas “opciones contrafácticas”), pero son ellos quienes tienen al contrincante en frente, y el hecho es lo que hacen o hicieron y no lo que hubiéramos querido que hicieran.

Según eso, una cosa es que interpretemos lo posible, y otra, lo que es o lo que fue. Incluso, esta carga se va a notar más en los famosos juicios de la historia (“¡lo juzgara la historia!”, dicen, precisamente, supuestamente los más ideológicos: los políticos), en los que  con los lentes del presente se juzga el pasado, olvidando que con los lentes del futuro se juzgará el presente. Claro, juicios mediados por unos mediadores mediatizados: los historiadores profesionales, que muchas veces caen en la tentación de abusar del saber lo que sucedió después.

Si se retoma el concepto expresado por Marx en La ideología alemana –que se puede sintetizar en que una ideología obtiene legitimidad utilizando el recurso de ‘universalizarse’ o ‘eternizarse’–, estamos diciendo que una determinada situación permea los hechos que luego consideramos históricos o historiables, todos ellos; incluso, hace que solo sea historiable lo que haga parte de ese marco, del cual no escapa ni siquiera la microhistoria y tampoco lo haría la propuesta del hindú Ranajit Guha, de destacar el papel de las nuevas clases en ese new radicalism que enfatiza la People’s history, donde se exploran las alternativas subalternas que se enfrentan a la elitist historiography”; ni tampoco lo haría la black history, cuyo ejemplo más difundido es el texto de Vincent Harding There is a river: the black struggle for freedom in America, que se publicó en 1981 como un enfrentamiento y una denuncia a las distorsiones de la tradicional historia dominante, construida a partir de una imagen únicamente blanca de los americanos blancos (Tosh, 2000).

“Al igual que la universalización, la desnaturalización, forma parte del impulso deshistorizante de la ideología, de su negación tácita de que las ideas y creencias son específicas de una época, lugar y grupo social particular. Como reconocen Marx y Engels en La ideología alemana, concebir las formas de conciencia como algo autónomo, mágicamente absueltas de determinantes sociales, equivale a desvincularse de la historia y a convertirlas en un fenómeno natural” (Eagleton, pág. 88). Si aceptamos esta definición, estamos diciendo que existe una importancia definitiva en el hecho de contextualizar, poner en contexto las fuentes. Pero surge una dualidad curiosa: ¿acaso no ponemos el contexto a partir de las ideas y creencias específicas de la época, el lugar y el grupo social al que pertenecemos? Es decir, ¿cómo podemos nosotros mismos escapar a nuestra propia pre-contextualiación, que de una manera u otra nos carga con matices subjetivos a la hora de intentar contextualizar un hecho histórico?

Con mis estudiantes he tratado muchas veces de poner en contexto a partir del esquema de la burbuja del tiempo. En otras palabras: he intentado que traten de entender que su temporalidad no es la temporalidad de aquellos a quienes se estudia. Otros profesores utilizan el símil de que “el pasado es otro país donde las cosas se hacen de manera diferente” (Hobsbawm, 1998. Pág. 203). Es un ejercicio muy complejo, para que los patrones culturales, morales, estéticos –inmersos, como ya lo dijimos, en nuestro subconsciente– no moldeen esa burbuja. (“Los mejores intérpretes de ese país seguiremos siendo forasteros”, anota Hobsbawm). Como ha comentado Raymond Williams, esta fantasía objetivista presupone que las condiciones vitales reales “pueden ser conocidas independientemente del lenguaje y de los registros históricos”. No es –observa Wiliams– como si existiese “primero la vida social material y a continuación, a cierta distancia temporal o espacial, la conciencia y “sus productos”. La conciencia y sus productos son siempre parte, aunque de manera variable, del proceso social material” (Wiliams), como agrega Eagleton, “pues aunque [Marx y Engels] afirmen en vena empirista no tener otras preconcepciones que la de partir de los ‘hombres reales’, está bastante claro que lo que para ellos es real no está en modo alguno libre de supuestos teóricos”. Entonces, también en este sentido, “el proceso vital real está ligado con la conciencia: la de los propios analistas” (Eagleton, pág. 108). Así Hobsbawm (1998. Pág. 236) nos dice que incluso el pasado documentado cambia a la luz de la historia subsiguiente, es decir, a la luz de las interpretaciones que se le hacen en su futuro inmediato. Incluso nos habla de la “climatología histórica” (pág. 238) (¿cuanto más cercano, más caliente?, ¿cuanto más lejano, más frío?). Pero eso son: interpretaciones. El pasado no cambia, lo que cambia es la interpretación que se hace de él; el problema surge cuando nos preguntamos qué tanto es el pasado la interpretación del historiador.

El alemán Reinhart Koselleck desarrolla su tesis de la experiencia como mediadora del método histórico. Él propone la historia notación (aufschreiben), que está construida a partir de la experiencia original, en la que basta ser un curioso para registrar la historia acumulativa (fortschreiben), a través de anotaciones. En la experiencia distanciada por una o dos generaciones, la crítica ulterior separa a los buenos observadores de los simples panfletarios: por un lado tenemos una historia que desarrolla los datos, los textos son desconfiables pero es necesario conferirles sentido, y por el otro lado está la historia reescritura (umschreiben), la experiencia de los procesos de larga duración que permiten esa reescritura y situar los acontecimientos. Es ahí donde aparece la personalidad del historiador y, si se quiere, su enfoque subjetivo (Ruiz-Domènec, 2000. Págs. 220-221).

Vale la pena tener en cuenta que el “idealismo”, con el significado efectivo de deshistorizar o suponer una esencia humana invariable(E, 111)[8],  en el conflicto entre la episteme y la política, “la realidad no es tal, sino que deviene y para que llegue a ser es necesaria la participación del pensamiento” (Lukács, 1922. Pág. 204). Un periodista en la Colombia del siglo XIX
–digamos que el periodista más objetivo que existía en esa época– describió la realidad, la realidad sobre la cual posteriormente el historiador del siglo
XXI pretende hacer una lectura. Pero resulta que la lectura de aquella realidad, desde el punto de vista de Lukács, es una construcción, y en esa medida, lo que es más complejo, es una destrucción: por ejemplo, ‘destruye’ aquellas cosas que no considera relevantes describir y que pasados dos siglos tal vez fueran lo que era necesario describir. A esto se le ha llamado falsa conciencia; es decir, el intervalo, el vacío, la disyunción entre las cosas que creemos conocer y las cosas como son, y este camino llevado al extremo nos diría que prácticamente nunca sabremos qué es la realidad.

“La verdad, según la perspectiva historicista de Lukács, es siempre relativa a una situación histórica particular, nunca una cuestión metafísica más allá de la historia” (Eagleton, pág. 130). Por otro lado, “la verdad significa para Manhein aquellas ideas que se adecuan a un momento particular del desarrollo histórico” (Manhein, 1954. Pág. 87). Estas definiciones pueden ser válidas –tal vez, hasta muy válidas– para el significado de verdad. Pero, primero, hacen un énfasis en el relativismo de la verdad (se relativiza, pues siempre está atada a la historia) y, segundo, reafirman aún más su carácter subjetivo[9]

Una cosa es rechazar la posición (le critica Eagleton a Althusser) “historicista” (¿adjetivo peyorativo?) según la cual la teoría no es más que una expresión de condiciones históricas
–una posición que tiende a suprimir la especificidad de los procedimientos teóricos–, y otra cosa es afirmar que la teoría es totalmente independiente de la historia o (ojo) afirmar que se autovalida totalmente. En ese sentido, es diferente afirmar que las circunstancias históricas condicionan cabalmente nuestro conocimiento, a creer que la validez de nuestras pretensiones de verdad es simplemente reducible a nuestros intereses históricos, como en el fondo lo asume Nietzsche.

 

f.       Una propuesta

 

Necesitamos ser lo más objetivos posibles a la hora de escoger los materiales. Para Hobsbawm, la verdad “es la distinción fundamental […], absolutamente central, entre los hechos comprobados y la ficción, entre afirmaciones históricas basadas en hechos y sometidas a ellos y las que no reúnen estas condiciones” (Hobsbawm, 1998. Pág. 8). El autor  deja en claro que la distinción no llega hasta decir que “los hechos existen solo en función de conceptos previos y de problemas formulados en términos de los mismos” y que incluso “el pasado que estudiamos no es más que una construcción de nuestra mente”. Desde ese punto de vista –permítaseme decirlo–, la historia sería un cuento, en la cual el cuentero dice lo que a bien tenga en gana. En términos menos procaces, estaríamos confundiendo history con story, historia con relato.

Y comparto en parte la visión de Hobsbawn: una cosa es que nuestra subjetividad incida en la escogencia (porque, de hecho, existe tanto la suppresio veri como la suggestio falsi) de los hechos[10], de los datos (y que a partir de ello se construyan diversos relatos históricos) y otra cosa es que “los hechos, hechos son y punto” y lo que es “falso demostrable es demostrable falso”, lo que se llama la supremacía de las pruebas. En 2008 el presidente de Colombia era el señor Álvaro Uribe Vélez y punto. Este señor en sus inicios parlamentarios fue catalogado como liberal de izquierda y punto. Son hechos. En ese camino, Gertrude Himmelfarb condena el estatus de los hechos en la interpretación de la historia, los acusa de relativismo epistemológico, de ser una historia con una identidad sectaria y plantea que esta historia es una necesidad política. Entre tanto, Arthur Marwick cuestiona si el “Postmodernism is really a throwback to outdated nineteenth-century notions of methaphysics[11] (o en español: ¿el Posmodernismo es realmente un regreso a las nociones metafísicas del siglo XX?).  

Aceptémoslo, es imposible, descartar la subjetividad a la hora de interpretar, pero que al menos haya objetividad factual. Le Goff acepta que existen unos procesos de manipulación (de los hechos y de los documentos) que se manifiestan en la constitución del saber histórico, pero que asimismo hay continuos “desenmascaramientos” y “denuncia de las mistificaciones y falsificaciones”, y agrega que si bien la memoria es un lugar de poder, donde se pueden dar manipulaciones conscientes o inconscientes, donde se puede obedecer a intereses intelectuales o colectivos, de todos modos “la historia, como todas las ciencias, tiene como norma la verdad” (1995. Págs. 12, 34-35).

La verdad se construye tratando de escuchar la mayor cantidad de lados posibles de una situación (grave cuando no tenemos la expresión de un lado; por ejemplo, de las clases dominadas, o lo que generalmente sucede: ¿dónde está la voz de los derrotados?).

Para entender la historia del conflicto armado colombiano, necesitamos y necesitaremos oír por lo menos tres lados: el de las partes, el de las contrapartes del conflicto y uno esencial: el de las víctimas. Y otro: el de quienes lucharon porque no hubiera conflicto, el de aquellos que trataban de estar por fuera de esos tres lados. Es decir, hay que ser lo más riguroso posible en la comparación de fuentes, e incluso el historiador debe involucrarse en la potenciación y, si es el caso, en la creación misma de fuentes que le permitan esta comparación. Y así se me considere rankeniano, “los hechos son sagrados, los juicios son libres”.



·         Althusser, L. 1970. La revolución teórica de Marx, siglo XX. México.
·         Norman Bethune. 1975. Elementos de autocrítica. Medellín.
·         Burke, P. y otros. 1993. Formas de hacer historia. Alianza Universidad, Madrid.
·         Certeau, M. De La escritura de la historia, Universidad Iberoamericana, Mexico, 1993
·         Eagleton, T. 1997. Ideología, una introducción. Barcelona, Paidós.
·         Febvre. L. 1993. Combates por la historia. Barcelona, Planeta-Agostini.
·         Foucault, M. 1990. Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. México, Siglo Veintiuno.
·         Hobsbawm, E. 1997. Sobre la historia. Barcelona, Crítica (Grijalbo Mondadori) (1998).
·         Le Goff, J. 1995. Pensar la historia. Barcelona, Paidós (1977).
·         Lukacs. 1969. Historia y consciencia de clase: estudios de dialéctica marxista. México, Grijalbo.
·         Manheim, K. 1973. Ideología y utopía: introducción a la sociología del conocimiento. Madrid, Aguilar.
·         Brown, N. 1985. Life against death. The psychoanalytical meaning of history (195). Middletown, Wesleyan University Press. (Citado por Ruiz-Domènec).
·         Pomian, K. 1975. «L´histoire de la science et l´histoire de l´histoire», en annales, Economies Sociétés, Civilisations, XXX. Págs. 5, 935-52. (Citado por Le Goff).
·         Poulantzaz, N. 1979. Poder político y clases sociales en el Estado capitalista. México, Siglo Veintiuno.
·         Ricoeur, P. «Histoire de la philosophie et historicité», en R. Aron (Comp.) L´histoire et ses interprétations. Entrentiens autour d´Arnold Toynbee. Paris-La Haya, Mouton. Págs. 214-227 (C. por Le Goff). Historia y verdad. 1990. Barcelona, Encuentros.
·         Ruiz-Domènec J.E. 2000. Rostros de la historia, veintiún historiadores para el siglo XXI. Atalaya, Barcelona (España).
·         Thompson, J.B. 1984. Studies in the theory of ideology. Cambridge. (Citado por Eagleton). Tosh, J. (edited by). 2000. Historians on history: an anthology. Pearson education Limited, Essex-England.
·         Veyne, P. 1972. Cómo se escribe la historia. Madrid, Ed. Fragua. Comment on écrit l´histoire. Essai d´épistémologie. 1997. Paris, Seuil. (C. por Le Goff).
·         Voloshinov, V.N. 1992. El marxismo y la filosofía del lenguaje: los principales problemas del método sociológico en la ciencia del lenguaje. Madrid, Alianza.
·         Wiliams, R. 1997. Marxismo y literatura. Barcelona, Península Pies. 







[1] Monod y G. Fagniez. “Avant-propos” (286). En Revue Historique. 1.1 1876 p. 4 G.,
[2] Passmore. 1958. The objectivity of history, tomo XXXII; Blake, C. 1959. “Can History be objective?”. En P. Gardiner (comp) Theories of history, Glencoe, III, Free-Press; Leff, G., History and social teory, Londres, Merlin, 1969; La légende des camisards: une sensibilité au passé. París. Gallimard, 1977. (Citador por Le Goff). 


[3] Si bien las normas APA con las que fue escrito este texto no establecen la necesidad de colocar el número de la página, dado que el texto va dirigido a un público muy amplio, la muy juiciosa correctora sugirió agregárselo para así ubicar al lector.
[4] Recoge los planteamientos o el teorema (político) de Keneth Arrow, el cual probaba la inexistencia de un método de procedimiento neutral para integrar los valores individuales en un conjunto de principios sociales que no infringieran algunos supuestos absolutamente obvios y fundamentales que se plantearían probablemente casi todos los ciudadanos. Así surge una pregunta: ¿los valores (políticos) tienen carácter social o son tradicionales? El autor también abordaba la necesidad de entender el porqué un agente histórico hizo algo, y con frecuencia no había un método claro y único para determinar lo que quería como prueba contundente, fuera de la característica de que los planteamientos de un autor son diferentes, a veces sustancialmente, en los textos publicados en diferentes momentos de su vida. Tuck Richard. 1993. “Historia del pensamiento político. Capítulo 9 en Burke, págs. 241-253 
[5] Al comienzo de los años ochenta (y de los noventa) cuando, especialmente, se profundiza en el debate sobre los estudios de textos o estudios textuales y se empiezan a relativizar, se considera que progresivamente hace irrupción el Postmodernismo en la historia. De igual manera llegan las distancias con el marxismo, que cada vez fueron más grandes. Para solo hablar de Francia, se consolidaron un Raymond Aron situando el azar en el centro del estudio histórico; un Michel Foucault, al lado de Veyne, recuperando la herencia de Nietzsche, dando vida a un ambicioso proyecto sobre las relaciones del cuerpo y la sociedad; y Georges Duby, quien apostó por el imaginario de la sociedad y por la dimensión narrativa de los textos; pero tampoco se puede olvidar a Le Roy Ladurie, con su aproximación a la antropología; o Philipe Ariès, compañero de Duby, en La historia de la vida privada.
[6] Hayden V. White, a propósito de la pregunta sobre dónde se debe ubicar la historia, ya que ni es un texto, ni es una “narrativa maestra”, dice que “el texto ha de entenderse como una simbolización de tres marcos concéntricos que operan en horizontes semánticas diferenciados: 1. la historia política, 2. el contexto social relevante, 3. la historia de los modos de producción y la sucesión y destino de las diversas formaciones, desde la prehistoria a todo lo que tiene reservado para nosotros la historia futura por lejana que esta sea”. En Ruiz-Domènec, 2000, pág. 131 
[7] Cristopher Hill, en Marxism and history, 1948, escribía a propósito de esto: “During the century which has passed since the publications of The Communist Manifesto, the influence of marxism has been more obvious in history than in any other branch of knowledge. We can list six main ways in which the ideas of Marx and Engels have, directly or indirectly, transformed the study of history over the last hundred years. (1) Of all development during this period, the recognition of the crucial importance of economic history has been the most striking. (2) Second only in significance to this great changes has been the growing recognition of the role of economic classes in historical development. (3) Historians during the last century have also come to recognize the social origins of human thinking, of ideology. (4) Together with this has gone a new relativism in the approach of historians. The great nineteenth-century historians approaches history with moral standards which they believed to be absolute, although they were in fact the product of nineteenth-century capitalism. Most modern historians recognize that moral standards change as society changes. (5) During the past century there has been a revolution in the sources from which history is written. Where previously these sources were primarily
literary-chronicles, memoirs, letters, diaries, newspapers-they are now primarily documentary: public records, parish registers, charters, inscriptions, etc., and even archaeological-actual old tools, machines, buildings and fields. (6) Finally, because Marx established the ultimate priority of economics facts, to which all political and cultural activities of man can in the last resort be related, it is to Marx that we must look back for the modern sense of the unity of the history. En Hill Christopher, Marxism and history, Modern Quarterly 3 (1948), págs. 55-58; en Tosh, J. 2000 

[8] Nota al margen: pienso que sí existe una esencia humana invariable, estoy prácticamente seguro de ello, de que los seres humanos solo hemos cambiado en nuestra relación (¿técnica y tecnológica?) con el entorno, pero que esa esencia humana existe, está ahí y está asociada a los sentimientos. Ahora bien, ello tiene grandes y graves implicaciones para la comprensión de la historia. El siglo XXI es el siglo del reconocimiento de que los seres humanos no solo actuamos bajo premisas de la inteligencia racional-cerebral, sino que actuamos bajo otra premisa, tal vez más fuerte que la primera: la de la inteligencia emocional-corazón (si queremos, podemos quitar el poético término “corazón”, pero igual queda esa inteligencia). Si lo reconocemos, entonces asistiremos a una situación en transición: hemos llegado a un punto donde sabemos que si escarbamos y escarbamos, vamos a encontrar causas últimas de origen económico. Sí, pero también tendríamos que reconocer que muchas de las decisiones, de las actuaciones que sacuden a los protagonistas de la historia, (aun a ese complejo termino denominado masa) están ligadas a procesos de esa inteligencia (así se critique) emocional. Así entonces, volveremos al inicio de la nota con la siguiente pregunta: ¿Qué tanto ha influido esa esencia emocional en las decisiones que se han tomado a lo largo de la historia?

[9] “El marxismo es tan solo la forma de conciencia histórica adecuada al momento presente, y se debilitara por completo cuando su momento, a su vez, se haya superado” (Eagleton, 157). 
[10] Hobsbawm aborda el caso de Price, critica su frase “el objetivo del análisis histórico es la recuperación, de la realidad vivida de la gente en su pasado”, y cuestiona cuál realidad, qué parte de ella, la de quién, la de quiénes, es la que escoge el historiador. He allí el sesgo (Hobsbawm, 1998: 200-201). 

[11]Two approaches to historical study: the metaphysical (including “postmodernism”) and the historical”, en Journal of Contemporary history 30 (1995). En Tosh, J. 2000: 299-305. Publicado por Orlando Parra G. 

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