ULTIMAS PÁGINAS: EL RESUMEN DE UNA CONCEPCIÓN SOBRE CÓMO NOS CIVILIZAMOS
Resaltados del Blogger
Las clases que se encuentran perpetuamente bajo la amenaza del
hambre o que viven reducidas a la miseria y a la necesidad no pueden
comportarse de modo civilizado; para crear y poner en funcionamiento un
super-yo estable era preciso, y sigue siéndolo, un nivel de vida relativamente
elevado y un grado razonable de seguridad
Aunque a primera vista parece muy complicado el mecanismo de las
interrelaciones dentro de las cuales se desarrolla la civilización del
comportamiento en Occidente, el esquema elemental de estas conexiones es
muy simple: todo lo que hasta ahora hemos mencionado como fenómenos
aislados, esto es, la paulatina elevación del nivel de vida de capas más
amplias de la población, la creciente dependencia funcional de las clases
altas o la estabilidad de los monopolios centrales, son manifestaciones
parciales y consecuencias de una división funcional creciente que unas
veces es más rápida y otras más lenta. Paralelamente a esta división
funcional aumentó y sigue aumentando la productividad del trabajo; una
mayor productividad del trabajo es requisito de la elevación del nivel de vida
de capas de la población cada vez más amplias; con la especialización crece
también la dependencia funcional de las respectivas clases altas; y
únicamente con un grado muy elevado de división funcional es posible
constituir monopolios fiscales y políticos estables dotados de
administraciones monopolistas muy especializadas, esto es, constituir
Estados en el sentido occidental de la palabra, con lo que la vida del
individuo adquiere poco a poco mayor «seguridad». Pero la creciente
división de funciones también hace incurrir en dependencia a una cantidad
cada vez mayor de personas dentro de ámbitos humanos más extensos;
requiere y fomenta una reserva más intensa por parte del individuo, una
regulación más estricta de su comportamiento y de sus emociones; exige
una contención mayor de los impulsos y, a partir de cierto momento, una
autocoacción permanente. Se trata aquí, por así decirlo, del precio que
hemos de pagar por el aumento de la seguridad y por todo lo que ésta nos
aporta.
A CONTINUACIÓN EL TEXTO COMPLETO DE LAS ÚLTIMAS PÁGINAS
... Periodos de este tipo, periodos de transición, ofrecen una ocasión
especial para la reflexión: las antiguas pautas son parcialmente inadecuadas
y todavía no existen pautas sólidas nuevas. Los hombres se sienten
inseguros a la hora de orientar su comportamiento. La propia situación
social hace que el «comportamiento» sea un problema agudo. En estas fases
—y quizá solamente en estas fases— los hombres ponen en cuestión gran
parte del comportamiento de generaciones anteriores que éstas consideraban
absolutamente natural.
Los hijos inician su reflexión en el punto en que los
padres la abandonaron; comienzan a preguntar por las razones allí donde los
padres no veían razón alguna para preguntar: ¿por qué hay que
«comportarse» de una forma determinada aquí y de otra allí? ¿Por qué está
permitido esto y prohibido aquello? ¿Qué sentido tiene este precepto de
buenos modales y aquel otro moral? Las convenciones que venían
transmitiéndose de antiguo de generación en generación, sin comprobación
alguna, se convierten en problemas. Y gracias a la movilidad social, gracias
al trato más frecuente con personas de otras convicciones, aprendemos hoy
a considerar las cosas con mayor distanciamiento: ¿por qué el esquema de
comportamiento alemán es distinto del inglés? ¿Por qué el inglés es distinto
del norteamericano? ¿Por qué la estructura de comportamiento de todos
estos países es distinta a la del Oriente o a la de los pueblos primitivos?
Las investigaciones precedentes tratan de dar algún tipo de respuesta a
estas preguntas. En realidad solamente se ocupan de problemas que «se
encuentran en el ambiente». Pretenden aclarar estas preguntas en la medida
de las fuerzas del autor y abrir un camino que, con la colaboración de otros,
pueda hacerlas avanzar en el fuego cruzado de los debates. Por lo que hemos
visto, l
os esquemas de comportamiento de nuestra sociedad, que se inculcan
al individuo a través de la modelación desde pequeño como una especie de
segunda naturaleza y se mantienen vivos en él por medio de un control
social poderoso y muy estrictamente organizado, no pueden entenderse en
virtud de fines humanos generales y ahistóricos, sino como resultado de un
proceso histórico, derivado del sentido general de la historia occidental, de
las formas específicas de relación que se producen en tal proceso, y de la
fuerza de las interdependencias que en él se transforman y se constituyen.
Al igual que el conjunto de la orientación de nuestro comportamiento y del
entramado general de nuestras funciones espirituales, estos esquemas son
polifacéticos: en su constitución y en su reproducción participan los
impulsos emocionales tanto como las funciones racionales, instintivas y
relacionadas con el yo.
Hace tiempo que se ha convertido en costumbre
explicar la regulación a que está sometido el comportamiento de los
individuos en nuestra sociedad como algo racional, algo
fundamentado en la reflexión racional. El resultado
de nuestras investigaciones indica que esto no es correcto.
Hemos comprobado (158) que la racionalización, así como la
configuración racional y la justificación de los tabúes sociales, sólo son un
aspecto de un cambio que abarca el conjunto de la organización espiritual,
tanto los aspectos impulsivos como los del yo y los del super-yo. También se
ha demostrado que el motor de este cambio de la autoorientación psíquica
son las fuerzas de interdependencia en una orientación determinada, las
transformaciones de las formas racionales y del conjunto de la red social.
Esta racionalización es coincidente con una diferenciación considerable de
las cadenas funcionales y de la transformación correspondiente en la
organización de la violencia física. El presupuesto de la racionalización es
un aumento del nivel de vida y de la seguridad, una mayor protección frente
a la supeditación o aniquilación físicas y frente a la irrupción de los miedos
incontrolables que caracterizan más clara y frecuentemente la existencia del
individuo en sociedades con monopolios menos estables de violencia y con
una menor división de funciones.
En la actualidad estamos tan
acostumbrados a la existencia de estos monopolios de violencia, así como a
la mayor calculabilidad del ejercicio de la violencia, que apenas somos
conscientes de la importancia que tienen para la estructura de nuestro
comportamiento y de nuestro espíritu. Apenas somos conscientes de la
rapidez con que se vendría abajo y se destruiría lo que llamamos nuestra
«razón», así como esa orientación previsora, desapasionada y diferenciada
de nuestro comportamiento, si se transformara el equilibrio de temores
dentro de nosotros y en torno a nosotros, si los miedos que cumplen una
función en nuestra vida aumentaran o disminuyeran notablemente de pronto
o, como sucede en muchas sociedades más simples, ocurrieran ambas cosas
al mismo tiempo, es decir, aumentar y disminuir simultáneamente. (L)
Una vez que hemos establecido estas correspondencias abrimos el
camino para considerar el problema del comportamiento y de su regulación
a través de los mandatos y prohibiciones vigentes en la sociedad. El
equilibrio de temores, como el conjunto de la economía del placer, es
diferente en cada organización humana, en cada clase y en cada fase
histórica. Para comprender la regulación del comportamiento que una
sociedad prescribe e inculca a sus miembros, no es suficiente conocer los
objetivos racionales que se aducen para justificar los mandatos y las
prohibiciones, sino que es preciso retrotraernos mentalmente a los
fundamentos del miedo que moviliza a los miembros de esta sociedad y,
sobre todo, a los guardianes de las prohibiciones, obligándolos a regular su
comportamiento. En consecuencia, se consigue una comprensión mayor
para las transformaciones del comportamiento en el sentido de una
civilización cuando se es consciente de en qué medida dependen estas
transformaciones de los cambios en la estructura y la organización de los
miedos sociales. Más arriba hemos bosquejado la orientación que toma esta
transformación:(159)
disminuye el temor, los miedos inmediatos que sienten
unos individuos frente a otros; en cambio, aumentan comparativamente los
miedos mediados o interiorizados. Y tanto los unos como los otros se hacen
más permanentes. Las oleadas de miedo y de temor ya no ascienden de
forma tan marcada para volver a descender quizá pronunciadamente, sino
que, con oscilaciones pequeñas en comparación con las fases anteriores,
suelen mantenerse a una altura media.
Y como hemos demostrado cuando
éste es el caso, el comportamiento toma un carácter «civilizado» con
muchos escalones y grados. Aquí, como en cualquier parte, la estructura de
los miedos no es más que la respuesta psíquica a las coacciones que los
hombres ejercen sobre los demás dentro de la interdependencia social. Los
miedos constituyen una de las vías de unión —y de las más importantes— a
través de las cuales fluye la estructura de la sociedad sobre las funciones
psíquicas individuales.
El motor de esa transformación civilizatoria del
comportamiento, como el de los miedos, está constituido por una
modificación completa de las coacciones sociales que operan sobre el
individuo, por un cambio específico de toda la red relacional y, sobre todo,
un cambio de la organización de la violencia.
Con harta frecuencia han creído y creen los seres humanos que los
mandatos y prohibiciones que regulan su comportamiento recíproco, al
igual que los miedos correspondientes, son algo sobrehumano. A medida
que se profundiza en las conexiones históricas en cuyo curso se han
constituido y transformado las prescripciones y los miedos, va
imponiéndose al observador una idea que es de gran importancia para la
comprensión de nuestra acción, así como de nosotros mismos; va
imponiéndose la idea de que los miedos que movilizan a los hombres son
creación de los hombres. Sin duda que la posibilidad de sentir miedo, al
igual que la posibilidad de sentir alegría, son un rasgo invariable de la
naturaleza humana.
Pero la intensidad, el tipo y la estructura de los miedos
que laten o arden en el individuo jamás dependen de su naturaleza y, por lo
menos en las sociedades diferenciadas, tampoco dependen jamás de la
naturaleza en la que vive, sino que, en último término, aparecen
determinados siempre por la historia y la estructura real de sus relaciones
con otros humanos, por la estructura de su sociedad y se transforman con
ésta.
Nos encontramos aquí, de hecho, con una de las claves imprescindibles
de todos aquellos problemas que nos planteaban la regulación del
comportamiento y los códigos sociales de los mandatos y de los tabúes. No
se consigue que el adolescente regule su comportamiento si no es por el
miedo que le inculcan los demás. Sin el mecanismo de estos miedos
inculcados por los adultos, la cría humana jamás se convertirá en un ser
maduro que merezca el nombre de ser humano, y su humanidad será tan
incompleta que su vida no le producirá suficientes alegrías y placeres. Los
miedos que los adultos suscitan en los niños pequeños consciente o
inconscientemente enraizan en éstos y, en parte, se reproducen de modo más
o menos automático. A través de los miedos se modela el alma
impresionable del niño, de forma que, al crecer, aprende a comportarse de
acuerdo con las pautas correspondientes, tanto si esto se consigue aplicando
los castigos corporales directos, como mediante la renuncia o las
restricciones de alimento y de placer. Los miedos de origen humano, los
internos y los externos, tienen también a raya a los adultos. Todos los
miedos son suscitados directa o indirectamente en el alma del hombre por
otros hombres; tanto los sentimientos de pudor como el miedo a la guerra,
el temor de Dios, los sentimientos de culpabilidad, el miedo a la pena o a la
pérdida del prestigio social, el temor del hombre a sí mismo y el miedo a ser
víctima de las propias pasiones. Su intensidad, su forma y la función que
cumplen en la organización espiritual del individuo dependen de la
estructura de su sociedad y del destino que éste tenga en ella.
Ninguna sociedad puede subsistir sin canalizar los impulsos y las
emociones individuales, sin una regulación muy concreta del
comportamiento individual. Ninguna de estas regulaciones es posible sin
que los seres humanos ejerzan coacciones recíprocas y cada una de estas
coacciones se transforma en miedo de uno u otro tipo en el espíritu del
hombre coaccionado. No hay que hacerse ilusiones, la producción y
reproducción continua de los miedos humanos por medio de los hombres es
algo inevitable e inexcusable siempre que los hombres traten de convivir de
una u otra forma, siempre que sus anhelos y sus acciones se interrelacionen,
ya sea en el trabajo, en la convivencia o en el amor. Pero tampoco debemos
creer o imaginarnos que los mandatos y los miedos que hoy dan su carácter
al comportamiento de los hombres tengan como «objetivo», en lo esencial,
estas necesidades elementales de la convivencia humana, y que, en nuestro
mundo, se limitan a las coacciones y a los miedos imprescindibles para un
equilibrio de los anhelos de muchos y para el mantenimiento de la
convivencia social. Nuestros códigos de comportamiento son tan
contradictorios y tan llenos de desproporciones como las formas de nuestra
convivencia y la estructura de nuestra sociedad. Las coacciones a las que
hoy está sometido el individuo, así como los miedos correspondientes, están
determinados, en su carácter, en su intensidad y en su estructura, por las
coacciones específicas de interdependencia de nuestro edificio social de las
que hablábamos más arriba: por las diferencias de nivel y las poderosas
tensiones que las caracterizan.
Conocemos los movimientos y los peligros en los que vivimos, y más
arriba hemos hablado de las coacciones de interdependencia que
determinan su orientación. Las coacciones, tensiones e interdependencias
de este tipo son las que suscitan los miedos en la vida de los individuos en
mayor medida que la coacción simple de la colaboración social. Las
tensiones entre los Estados que luchan entre sí por conseguir la supremacía
sobre zonas de dominación cada vez más amplias dentro del mecanismo de
competencia se manifiestan en renuncias y restricciones muy concretas por
parte del ciudadano; implican una mayor presión laboral y una inseguridad
profunda para el individuo. Y todo ello, las renuncias, la intranquilidad, la
mayor carga laboral, suscitan miedo, tanto miedo como la amenaza directa a
la vida. Y lo mismo sucede con las tensiones dentro de las diversas unidades
políticas de dominación.
Las luchas imprevisibles de competencia libre
entre los hombres de la misma clase social, por un lado, y las tensiones
entre las distintas clases y grupos, por otro, dan lugar a una situación de
intranquilidad continua para los individuos, así como prohibiciones y
limitaciones determinadas, todo lo cual suscita unos miedos específicos:
miedo al despido, miedo a la posibilidad de estar a merced de los poderosos,
miedo a padecer hambre y miseria, como sucede con las clases más bajas;
miedo a la decadencia, a la disminución de la propiedad y de la autonomía,
a la pérdida del elevado prestigio y de la alta posición, todo lo cual tiene una
gran importancia para las clases medias y altas de la sociedad. Precisamente
los miedos de este tipo, los miedos a la pérdida de lo diferenciador, del
prestigio heredado o heredable, como se ha demostrado más arriba, (160
sugiero leer con atención. N del Blogger) (L) son los que han tenido hasta hoy una importancia decisiva en la configuración
del código dominante de comportamiento. También se ha comprobado que
estos miedos son los más propensos a la interiorización.
Son estos miedos, y
no el miedo a la miseria, al hambre o al riesgo físico inmediato, los que
echan raíces en los pertenecientes a estas clases, en consonancia con el tipo
de educación que tuvieron, bajo la forma de miedos interiorizados que los
condicionan automáticamente bajo la presión de un fuerte super-yo, y con
independencia de todo control por parte de los demás. La preocupación
permanente del padre y de la madre sobre si su hijo asimilará o no las
pautas de comportamiento de la clase propia o de una superior, sobre si
podrá mantener o aumentar el prestigio de la familia, sobre si podrá
sostenerse en las luchas de exclusión de la propia clase, suscita unos miedos
que rodean al niño desde pequeño, especialmente en las clases medias con
voluntad de ascenso en grado mayor que en las clases altas. Los miedos de
este tipo tienen una importancia decisiva en la regulación a que se somete al
niño desde pequeño y en las prohibiciones que se le imponen. Estos miedos,
que quizá sólo parcialmente sean conscientes en los padres y en gran parte
actúan de modo automático, se transmiten al niño a través de los gestos al
igual que de las palabras; contribuyen decisivamente a la constitución de ese
círculo de miedos internos que limitan el comportamiento y la sensibilidad
del adolescente, y que lo obligan a aceptar una determinada pauta de
sentimientos de vergüenza y de desagrado, una determinada forma de hablar
y unos modales específicos, tanto si lo quiere como si no lo quiere; incluso
las prescripciones que se imponen a la vida sexual y los miedos automáticos
que suscitan no nacen hoy sólo de la necesidad elemental de regular y
equilibrar las necesidades de muchas personas que conviven, sino que tienen
su origen, en parte muy considerable, en la elevada presión de tensiones en
que viven las clases altas y, especialmente, las medias de nuestras
sociedades. Estos miedos se encuentran en estrecha correspondencia con el
miedo a la pérdida de las oportunidades de la propiedad y del prestigio
elevado, a la degradación social, a la disminución de las oportunidades en la
dura lucha de competencias que influyen de modo decisivo en el niño a
través del comportamiento de los padres y de los educadores. Incluso
cuando, en ciertas ocasiones, las coacciones y los miedos inculcados por los
padres acaban consiguiendo precisamente lo que trataban de evitar, esto es,
cuando el adolescente resulta ser incapaz de triunfar en las luchas de
competencia debido a los miedos automáticos que le han inculcado
ciegamente, cuando no consigue aumentar o mantener su prestigio social
elevado, incluso en estos casos los gestos, las prohibiciones y los miedos
paternos proyectados en los niños transfieren siempre tensiones de carácter
social. El carácter hereditario del monopolio y del prestigio social se
manifiesta directamente en la actitud de los padres en relación con sus hijos
y el niño experimenta los riesgos que amenazan a este carácter y a este
prestigio, así como el conjunto de tensiones propio del entramado humano
en que vive, antes de saber nada de todo ello.
Esta conexión entre los miedos externos, condicionados directamente
por la posición social de los padres, y los miedos internos, los miedos
automáticos del adolescente, es un fenómeno de un alcance mucho mayor
que el que hemos expuesto aquí. No hay duda de que se conseguirá una
comprensión mayor de la organización espiritual del individuo, así como del
cambio histórico en los caracteres de las sucesivas generaciones, cuando
estemos en una posición mejor que la actual para observar y reflexionar
sobre la sucesión de las generaciones. Pero algo está ya claro: la
profundidad que alcanzan en el espíritu del individuo los diferentes niveles,
las relaciones y tensiones de la propia época.
No es posible esperar de personas que viven en medio de estas
tensiones y que oscilan inocentemente de culpa en culpa, que se comporten
de un modo que —como parece creerse hoy tan a menudo— suponga el
punto culminante de la civilización.
Se trata de un mecanismo complejo de
coacciones de interdependencia que, a lo largo de muchos siglos, produce
una transformación paulatina del comportamiento hasta alcanzar nuestra
pauta actual. Estas coacciones son las que operan en el sentido de seguir
modificando los comportamientos para trascender a nuestra pauta
civilizatoria. Nuestro entramado social no es definitivo y mucho menos un
punto culminante de una civilización, como tampoco lo es nuestra forma de
comportamiento, nuestro nivel de coacciones, mandatos y miedos.
Se da además el peligro permanente de guerra. Las guerras no son
solamente, por decirlo una vez más con otras palabras, lo contrario de la
paz. Como hemos demostrada más arriba, las guerras entre pequeñas
sociedades pertenecen a los instrumentos, hasta ahora imprescindibles en el
curso de la historia, de la pacificación de las grandes sociedades. Por
supuesto, la sensibilidad del edificio social, así como el riesgo y los
trastornos que implican los conflictos bélicos para todos los participantes,
crecen a medida que se hace más intensa la división funcional y mayor la
dependencia recíproca de los rivales.
En consecuencia, en nuestra época
sentimos una inclinación creciente a realizar las luchas interestatales de
exclusión con medios de violencia distintos, menos peligrosos. Pero es
suficientemente claro el hecho de que, en nuestro tiempo, al igual que antes,
las coacciones de interdependencia desembocan en estos enfrentamientos,
en la constitución de monopolios de violencia sobre zonas cada vez más
amplias del planeta con lo que, a pesar de todos los sobresaltos y luchas,
contribuyen a su pacificación. Y, como hemos dicho, tras las tensiones que
se dan en distintas partes de la Tierra, y en buena parte sepultadas en ellas,
se perfilan las tensiones del escalón siguiente en el proceso. Pueden verse ya
los primeros trazos de un sistema planetario de tensiones compuesto por
ligas de Estados, por unidades superestatales del tipo más diverso, como
preludio de las luchas de exclusión y de supremacía sobre toda la Tierra,
presupuesto para la constitución de un monopolio planetario de la violencia, un instituto político central y de pacificación.
Lo mismo sucede con las luchas económicas. Como vimos, la
competencia económica libre no es lo contrario de un orden monopolista.
En todo caso, esta competencia trasciende sus propios límites y se convierte
en su contrario. Vista también en esta perspectiva, nuestra época no es, ni
mucho menos, un punto final o culminante por cuanto que en ella se
producen procesos parciales como en los periodos de transición de
estructura similar. También en este aspecto nuestra época está llena de
tensiones sin resolver, de procesos de interdependencia sin decidir, cuya
duración apenas es previsible y cuyo proceso particular no es predecible,
puesto que sólo su dirección está decidida: la tendencia a la limitación y
superación de la competencia libre o, lo que es lo mismo, de la propiedad
monopolista sin organizar, la transformación de las relaciones humanas con
la que el poder sobre las oportunidades deja de ser tarea hereditaria y
privada de una clase alta para convertirse en una función social y
públicamente controlable. Y también en este aspecto se anuncian en la
actualidad las tensiones del próximo escalón, las tensiones entre los
funcionarios altos y los medios de la administración monopolista, entre la
«burocracia» de un lado y el resto de la sociedad del otro.
Únicamente cuando se hayan solucionado y superado estas tensiones
interestatales e intraestatales podremos decir con mayor razón de nosotros
mismos que somos civilizados.
Únicamente entonces puede hacerse desaparecer del código de comportamiento que se inculca al individuo como super-yo todo aquello cuya función no solamente es destacar su
superioridad personal, sino su superioridad hereditaria; puede hacerse desaparecer las coacciones que determinan en su comportamiento la necesidad de distinguirse de los otros individuos, no por sus realizaciones
personales, sino por las posibilidades de propiedad y de prestigio que lo diferencian de los grupos inferiores. (L) Únicamente entonces podrá limitarse la
regulación de las relaciones interhumanas exclusivamente a aquellos
mandatos y prescripciones necesarios para conservar la elevada
diferenciación de las funciones sociales, así como el alto nivel de vida y la
gran productividad del trabajo que tienen como presupuesto una división
creciente de las funciones, y limitar, asimismo, las autocoacciones a
aquellas restricciones que son necesarias para que los hombres puedan
convivir, trabajar y gozar sin trastornos y sin temores.
Solamente una vez
que se hayan dulcificado las tensiones entre los seres humanos, las contradicciones que se dan en la estructura de las interrelaciones humanas
dulcificarán las tensiones y contradicciones en el interior de los hombres.
Solamente entonces podremos asegurar que, en vez de ser una excepción, es
una regla el hecho de que el ser humano encuentra ese equilibrio de su
espíritu que solemos definir, con grandes palabras, como «felicidad» y
«libertad»; un equilibrio duradero o, más bien, la congruencia entre su
quehacer social, entre las exigencias de su existencia social de un lado, y sus
inclinaciones y necesidades personales del otro.
Únicamente cuando la
estructura de las interrelaciones humanas tenga este carácter, cuando la colaboración entre los hombres, fundamento de la existencia de cada
individuo, funcione de tal modo que todos los que trabajan en la larga cadena de tareas comunes puedan alcanzar aquel equilibrio, los hombres
podrán decir de sí mismos con razón que son civilizados. Mientras no llegue ese momento se encuentran en el proceso civilizatorio, obligados a seguir diciendo: «La civilización no se ha terminado. Constituye un proceso».
-sin fecha-
Este es un libro Fascinante, escrito en 1936,
y que tras el paso por los campos de concentración de su autor, vería la fama en 1977-1979, siendo traducido al español, FCE, en 1987 editado y reimpreso varias veces
Prefacio a la tercera edición en español
(1) La vida y obra de Elias puede dividirse en dos periodos históricos y biográficos que responden a
la tardía recepción de su obra:
1) el que transcurre “antes de su redescubrimiento” hasta aproximadamente la primera mitad de los años sesenta; en esta época, además de El proceso de la civilización y La sociedad cortesana, Elias escribe algunos artículos como el titulado “Problemas de compromiso y distanciamiento”;
2) el periodo posterior al redescubrimiento cuando, estimulado por la nueva atención a su obra, Elias escribe sobre una diversidad de temáticas como Deporte y ocio en el proceso de la civilización (con E. Dunning, 1966), La soledad de los moribundos (1982) y Teoría del símbolo (1985). Para una información ampliada sobre la vida y obra de Elias, consúltese Gustavo Leyva, Héctor Vera y Gina Zabludovsky (coords.), Norbert Elias, legado y perspectivas, Puebla, México, Lupus Inquisitor, y de Gina Zabludovsky, Norbert Elias y los problemas actuales de la sociología, FCE, México, 2007.