viernes, abril 06, 2012

Así mataban los soldados de Hitler


Un libro recoge inéditas escuchas secretas a los prisioneros alemanes Revelan una sorprendente brutalidad gratuita Barcelona 6 ABR 2012 - 00:19 CET379

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Imagen de la ejecución de rehenes por la Wehrmacht / AP
“Me lo cargaba todo: autobuses en las calles, trenes de civiles. Teníamos órdenes de machacar las ciudades. Yo disparaba contra todos y cada uno de los ciclistas”. Así se despachaba el suboficial Fischer, piloto derribado de un caza Messerschmitt 109 en mayo de 1942 en una conversación con un colega en un centro de internamiento de prisioneros británico sin saber que estaba siendo oído por sus captores. “Hicimos algo muy bonito con el Heinkel 112”, explicaba otro aviador a un camarada en las mismas circunstancias y en tono jocoso. “Le instalamos un cañón delante. Luego volábamos sobre las calles a baja altura y cuando nos cruzábamos con coches encendíamos las luces y ellos se pensaban que tenían delante otro coche. Y entonces hacíamos fuego con el cañón”. “Reventamos un transporte de niños”, comenta creyéndose en la intimidad el marinero Solm, tripulante de un submarino. “Un transporte infantil… para nosotros fue todo un placer”. “En Italia, a cada lugar al que llegábamos, el teniente escogía al azar 20 hombres”, narra el cabo Sommer del regimiento blindado de granaderos número 29. “Todos para el mercado, se acercaba uno con tres ametralladoras –rrr…¡rum!- y todos tiesos. Así es como se hacía”. Sommer y su interlocutor, Bender, del comando de intervención número 20 de la Marina (una unidad especial de nadadores de combate con fama de duros), ríen a gusto…
Son algunos de los muchos testimonios terribles recogidos por los aliados en el marco de un programa de escuchas secretas sin precedentes que arrojó un material escalofriante sobre la forma de luchar y sobre todo de matar del Ejército alemán en la II Guerra Mundial. Ese conjunto de documentación inédito en buena parte ha sido diseccionado y estudiado ahora por dos investigadores alemanes, Sönke Neitzel, catedrático de historia moderna, y Harald Welter, psicólogo, ambos miembros del instituto de ciencias culturales de Essen, que han recogido su trabajo en el libro Soldaten (2011), recién publicado en España bajo el título Soldados del Tercer Reich, testimonios de lucha, muerte y crimen (Crítica, 2012).
Reventamos un transporte infantil, para nosotros fue un placer
Durante la II Guerra Mundial, Gran Bretaña y EE UU retuvieron a cerca de un millón de prisioneros alemanes (en las filas de la Wehrmacht combatieron 17 millones de soldados). De ellos varios millares fueron llevados a campos especiales preparados al efecto y sometidos a pormenorizadas escuchas. Cabe imaginar que a algunos de los oyentes les habrá costado mantener la frialdad profesional cuando oían por ejemplo explicar cómo el sargento primero berlinés Müller, tirador de precisión, se cargaba sistemáticamente en Francia a las mujeres que se acercaban con ramos de flores a los soldados liberadores aliados.
El Centro de Interrogación Detallada de los Servicios Combinados (CSDIC) británico levantó 16.960 actas de lo escuchado a escondidas a los soldados alemanes que suman cerca de 50.000 páginas, mientras que los estadounidenses también extrajeron mucho material de 3.298 prisioneros cuidadosamente seleccionados de la Wehrmacht y las Waffen-SS y recluidos en Fort Hunt, Virginia. La diversidad de los espiados es completa, con todos los currículos militares imaginables, desde soldados ordinarios, de tropa corriente, hasta generales. Los miembros de las unidades de combate y particularmente de los submarinos y de la Luftwaffe están especialmente representados.
Los prisioneros hablaban con total libertad entre ellos sin tener ni idea de que estaban siendo escuchados. Para animarlos, se introducía entre los cautivos a agentes, exiliados y prisioneros dispuestos a colaborar. Pero los mejores resultados se consiguieron colocando juntos a prisioneros de rangos similares y de la misma arma. Se pirraban los tíos por contarse unos a otros sus experiencias, sus vivencias de combate y los detalles técnicos de sus útiles de guerra, ya fueran aeroplanos, tanques, submarinos o morteros.
Neitzel se topó con los expedientes en el Archivo Nacional británico
Con las escuchas, los aliados pudieron formarse una idea muy exacta del estado, la moral y la táctica de todos los ámbitos del Ejército alemán así como de detalles técnicos de su armamento. Lo que no imaginaban los servicios secretos es que más de medio siglo después, los historiadores y psicólogos iban a encontrar un filón dorado –o más bien gris pánzer- en esa documentación. Neitzel se topó con los antiguos expedientes en el Archivo Nacional británico. “Había actas y más actas”, dice en el prólogo de su libro. “Quedé absorbido por la lectura de las conversaciones y me sentí transportado de inmediato al mundo interior de la guerra”. Lo que más le sorprendió, dice, “fue la franqueza con la que hablaban de luchar, matar y morir”.
Autores como Joanna Bourke (An intimate history of killing, 1999) o Samuel Hynes (The soldier’s tale, 1997) ya nos habían mostrado qué fácil y hasta placentero puede ser matar para el soldado. Y Wolfram Wette había revelado la culpabilidad homicida y criminal del Ejército regular alemán destripando el mito de una Wehrmacht limpia en contraposición a unas SS que se habrían encargado de las tareas sucias y de perpetrar los asesinatos en la II Guerra mundial (La Wehrmacht, Crítica, 2006). Pero Neitzel y Welter van más allá en su forma de exponer y analizar el impulso violento de los soldados del III Reich.
Probablemente lo más perturbador de las escuchas es constatar que para matar no hacía falta estar especialmente adoctrinado ideológicamente ni brutalizado por la experiencia bélica. En los testimonios se oye a los militares explayarse sobre acciones terriblemente violentas de una gratuidad absoluta, llevadas a cabo en situaciones en las que no estaban sometidos a ningún estrés y cuando no llevaban suficiente tiempo luchando como para haberse librado de la capa de civilización que supuestamente impide cometer actos así. Son ya extremadamente violentos de entrada, sin necesidad de ninguna introducción en la barbarie. Tipos que ni siquiera son especialmente nazis. Es como para perder la fe en el ser humano. “El acto de matar a otros y la violencia extrema pertenecen a la vida cotidiana del narrador y de sus interlocutores”, señala Welter. “No son nada extraordinario y hablan sobre ello durante horas al igual que hablan de aviones, bombas, ciudades, paisajes y mujeres”.
El libro aprovecha el material para diseccionar el ejército alemán
“Para mí, lanzar bombas se ha convertido en una necesidad”, dice un teniente de la Luftwaffe en una de las escuchas. “Emociona de lo lindo, es un sentimiento fantástico. Es tan bonito como cargarse a alguien a tiros”. En otra conversación, un aviador comparte el placer de cazar soldados solitarios desde su aparato “y también gente común”, que “corría como loca en zigzag”. El piloto llevaba solo cuatro días de campaña de Polonia y ya sentía gusto al matar por el simple hecho de hacerlo, con indiferencia de a quién alcanzaba. “Violencia autotélica”, la denominan Neitzel y Welter, matar por matar. Experimentar la sensación de ejercer ese último poder total, y sin castigo. “Esa clase de violencia no requiere de causa ni motivo”.
“Macho, ¡no sabes lo que me llegué a reír”, dice otro aviador que hacía saltar casas por los aires. Y otro: “Abatimos cuatro aviones de pasajeros”. “¿Íban armados?”. “Nones”. El teniente Hans Hartigs, del escuadrón de cazas 26, sobre un vuelo en el sur de Inglaterra: “Nos cargamos a mujeres y niños de cochecitos”. “Los dejamos a todos tiesos, secos. Hombres, mujeres, niños, los sacamos de la cama a todos”, cuenta el cabo paracaidista Büsing de sus acciones en Francia tras la invasión de los aliados. A veces se esgrimen motivos de una irrelevancia atroz: “A un francés le pegué un tiro por detrás. Iba en bicicleta”. “¿Te quería capturar?”. “Ni por asomo. Era que yo quería la bicicleta”.
Es un universal de la guerra el no necesitar motivos para matar
Soldados del Tercer Reich aprovecha el material de las escuchas para realizar una disección extraordinaria del Ejército alemán –desde el sistema de condecoraciones al trato a los prisioneros, la violencia sexual o las Waffen-SS, sin olvidar la participación de las unidades militares regulares en el genocidio judío o la diferencia de moral entre las diferentes armas-. La fe en Hitler –al que los soldados caracterizan con rasgos similares a los de una estrella del pop actual (!), la falta en general de conciencia entre las tropas de que se estuviera llevando a cabo una guerra racial como machacaba la propaganda, la importancia en cambio del grupo y la camaradería, el respeto que se daba a conceptos como el valor, la dureza y la disciplina y ¡al trabajo bien hecho!, o el juicio que se hace en las conversaciones de mandos como Rommel (“valiente, intrépido” pero “sin escrúpulos”), son algunas de las materias que examinan los autores.
Neitzel y Welter, que aportan ejemplos de militares de otras contiendas y sostienen que es un universal de la guerra que el soldado no necesita motivos para matar (“los motivos son indiferentes”, “mata porque es su función”), citan en el capítulo final el elocuente testimonio de un soldado alemán Willy Peter Reese, que cayó en la II Guerra Mundial. “El hecho de que fuéramos soldados bastaba para justificar los crímenes y las depravaciones y bastaba como base de una existencia en el infierno”.

domingo, febrero 12, 2012

NUNCA OLVIDAR: “Yo conocí la maldad”

en http://www.semana.com/nacion/conoci-maldad/171934-3.aspx

“Yo conocí la maldad”

TESTIMONIOSEMANA publica el testimonio de un excombatiente que cuenta la increíble crueldad con la que Héctor Buitrago y sus hijos, Martín Llanos y Caballo, armaron uno de los más grandes grupos paramilitares del país. Los reclutas eran obligados a 'picotear' cuerpos y los mataban en los entrenamientos.
Sábado 11 Febrero 2012
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Yo nací en Puerto Gaitán, Meta, en 1985. Crecí haciendo trabajo en el campo. Me encanta el ganado. La ciudad casi no me gusta. Cuando tenía 7 entré a la escuela y a los 9 me salí. Nunca le pude coger el ritmo. Cuando tenía como 15 años me volví vaquero. Hasta ese momento nunca había visto la violencia.
Comencé a verla cuando me fui para las armas y conocí la maldad. Yo tenía 16 años. Nunca había anhelado eso. Pero uno mira a otro con un arma y dice: "Mire cómo se gana la plata de suave y mire cómo me toca trabajar a mí". A lo último decidí y me fui, creyendo que el trabajo era más suave, una vida buena, y solamente a limpiar fusil por ahí. Pero cuando comenzó el entrenamiento las cosas eran muy diferentes a lo que me imaginaba.

En el curso mío éramos 220, entre ellos 15 mujeres. Mucha gente lloraba porque los habían traído de la noche a la mañana. Del Casanare llevaron como 150, la mayoría a la fuerza. Después de ese curso fue cuando comenzó a crecer la organización en el Meta, porque cuando yo llegué, ahí solamente había 180 hombres de los Buitrago. Los Buitrago eran el papá, don Héctor, y los dos hijos, Martín (Llanos) y Caballo. Ya a los dos o tres años pudieron llegar a tener unos 5.000 hombres. Yo lo digo porque cuando llegué a ser comandante de contraguerrilla, nos reunían a 100 o 200 comandantes y segundos al mando y una contraguerrilla es de 40 hombres. Pero así como iba entrando gente, iba muriendo.

Entrenamiento 
En el entrenamiento lo que más me llamó la atención era que mataban a los del curso. Duró un mes. Fue en El Tropezón, por el lado de San Martín. A uno le bolean mucho plomo. Si uno no corría lo mataban. A dos peladitos se les durmió la mosca y los mataron. Uno tenía 17 años y el otro 25. Teníamos que correr en zigzag en una pista de obstáculos y nos tiroteaban.

Eso fue a los cuatro días de empezar la instrucción. Fue aterrador. Lo único que sabía yo era que no volvía a la casa. Uno cuando va a entrar es ciego, no recibe consejo de nadie, y cuando ya está allá piensa diferente pero ya no se puede salir.

En el entrenamiento en total murieron como 15. A una china la mataron en un río. Era una pelada que tenía un rendimiento muy bueno, y decente. Los comandantes querían acostarse con ella y ella le dijo al comandante alias 800 que ella no venía a acostarse con uno y otro. Él le dijo: "Ahí veremos". Ella se paró y se fue. Al otro día nos tocaba 'pasopista' (pista con obstáculos). Cuando ella iba pasando la manila de equilibrio sobre el río, se cayó. El comandante la mandó a matar porque no pasó el ejercicio.

A otros los mataban porque no servían. Gente que llegaba con un pie jodido y no podía boliar equipo, por ejemplo. A esa gente la arrumaban en un rancho para que cocinara, diciéndoles que les iban a dar la retirada y era mentira; los iban sacando y los iban matando. Había un señor de 40 años que tenía una pierna enferma. Y un día lo llamaron, que iban a matar una vaca. Y la vaca era él.

En otros cursos, cuando empezó a crecer la organización, uno miraba un día que se llevaban a un grupito de diez muchachitos todos flaquitos dizque para un entrenamiento y no volvían tres o cuatro.

A muchos los picoteaban para no abrir un hueco grande. Yo nunca piqué a nadie. El que más pálido esté a ese le toca. El primero que picaron en mi curso les tocó a las mujeres. Les tocaba picar brazo por brazo. Unas se tiraron a desmayar. Pero ahí no era si querían o no. A todas les toca o si no se mueren. El mismo instructor militar enseñaba eso. Ahí mismo donde se mataba a uno les decía "quítele un brazo", "quítele una pata", se la quitaban con macheta, iban despegando los huesos y los botaban al río y otros los enterraban. El brazo lo partían en dos partes

En el momento le corre a uno como un escalofrío por el cuerpo, pero la vaina es que no lo vayan a mandar a uno porque lo más duro es que a uno le toque hacerlo. Porque si uno ve que lo hacen otros, listo. La primera vez estábamos todos ahí viendo a cuatro peladas chicoteando. Todos en silencio, porque nadie puede decir nada. Algunos ni miraban porque les daba impresión. Pero lo increíble es el principio, porque después se va volviendo como muy común. Ya uno lo toma como si estuviera despresando una vaca. Lo único que uno piensa después es que no lo maten a uno.

En algunos cursos también les tocó probar carne humana. En el mío no. Yo la probé ya después por curiosidad. Un comandante que trabajaba con nosotros dijo: traigan un pedazo de carne para que prueben. Al muchacho lo habían matado porque se le había insubordinado a un comandante. Yo comí y me supo normal. Eso se frita. Después de eso no volví a ver eso.

Eso a veces se volvía una recocha muy extraña. También, por recocha, comenzaban a tomar sangre. Simplemente cortaban a la gente y los chorros de sangre salían y ponían la mano y se la tomaban.

'La loquera'Por todas esas muertes, empezó un boleo muy berraco. A la gente como que se les metía el demonio y comenzaban a hacer locuras. Se tiraban contra los árboles a matarse y cuando despertaban, preguntaban "¿qué fue lo que pasó?", no se acordaban de nada. Como almas que quedaron de esos cuerpos, que los botan y quedan esos espíritus rondando. Y eso era lo que se les metía a las personas. Me aterré mucho porque pensé que eso solo existía en la televisión cuando uno mira fantasías, pero allá lo ve uno con los propios ojos.

La última vez que yo miré eso fue en el Casanare, que les pasó a tres viejas. Fue en 2004, les comenzó como a las seis de la tarde hasta las 12 de la noche y tocó amarrarlas y echarlas a una quebrada de agua fría. Allá se les quitaba la loquera. Primero se desmayaban, y cuando se levantaban, era como un espanto y uno corría detrás hasta que otra vez caían, y cuando volvían en sí preguntaban qué les había pasado. Soltaban carcajadas como un hombre. Me tocó durar una semana completa cuidando ocho mujeres. Nunca se mató ninguna pero sí se estropearon mucho.

Ya después eso era común. Cuando a alguien le daba decían: "Vayan, amárrenlo, y cuando se le quite la loquera lo sueltan y listo".

Niños 
Allá se hablaba muy poco. No se podía conversar porque era disociar. Solo uno preguntaba por qué se habían venido. Un compañero de 14 años me contó que se había venido porque le gustaban las armas. Otros tenían problemas con la ley o no tenían trabajo y buscaron las armas para conseguir plata para la familia. Y había muchos que unos reclutadores los traían engañados o a las malas. A esos reclutadores les pagaban 200.000 pesos por cada chino que traían. Les decían que iban a trabajar en una finca o los convencían fácil porque aguantaban hambre en la calle. Había unos niños que vendían dulces en el centro de Bogotá y los habían traído. Cuando llegaban allá se daban cuenta. Se sentaban a llorar. Después de ser uno libre estar bajo mando de personas, eso es muy duro.

El menor que me tocó fue de 13 años. Un chino sobresaliente, porque el pelado pequeño es más guerrero que el viejo, es más listo para matar a cualquiera, más práctico para pelear, aunque de pronto le falta habilidad porque es una persona que no ha visto nada en el mundo. Aunque había reclutados, la mayoría de menores que yo conocí allá gozaba la guerra.

La coca 
Cuando terminamos el entrenamiento ya jura bandera uno y lo echan a las contraguerrillas. Me tocó hacer cosas buenas y malas. En mi vida cambiaron hartas cosas, la mentalidad le cambia mucho. Estuve en un régimen en que lo que decía tenía que hacerlo. Hoy alguien le alza la voz o lo va a mangonear, uno no se va a dejar, porque la mentalidad de uno ya pasó como a otro límite.

El comandante le reportaba a los patrones, a don Héctor y a Caballo, el otro hijo de él. Porque Martín mandaba en el Casanare y Caballo mandaba en el Meta con el papá.

La consigna es pelear, limpiar zona, poner la gente civil del lado de nosotros, y que no hubiera infiltrados de la guerrilla en las zonas que estuviéramos. Pero tras el ideal iba la coca, y eso lo cuidamos por eso. "Por una Colombia libre" (eslogan de las autodefensas), pero tras el ideal iba la coca.

Estábamos en Mapiripán, Meta, en la Cooperativa. De ahí pa'lante nos tocaba la pelea con la guerrilla. Uno va cuidando eso para la base, la compra de la misma organización y allá la pasan para procesarla y la sacan. Uno pelea contra la guerrilla, pero siempre cuida la zona cocalera. No nos tocaba sacar cargamentos. La contraguerrilla es la que pelea por defender la zona. Uno se daba cuenta lo que sacaban al pueblo. Llegaban unos camiones de plátano y llevaban cinco bultos de plata y hay chinos que escoltan eso mientras compran la coca.

El mando 
Cuando tenía ya 17 años, y llevaba siete meses en la organización, me dieron un mando sobre una escuadra (eran diez). Me tocó recibir gente de 40 años y lo miraban a uno como una empanada. Al principio sí tuve mis precios por esa vaina. Porque uno tan joven y mandar a gente más vieja que uno. Usted cuando es comandante piensa cómo es la pelea, pues se traumatiza un poco mientras le coge el tiro, pero de resto es mandar, fulano traiga el agua, traiga la comida. Uno de comandante no trabaja, solamente espere que lleve el tinto. Un viejo trayéndole comida a uno. Hay viejos que estuvieron en la cárcel, pues eso es maluco, porque un culicagado mandando.

Físicamente no se entrenaba. Se engordaba. Pero en el momento de los operativos quedaba otra vez flaco, porque aguanta mucha hambre.

La guerra 
Pelear, pelear, que me haya tocado meter la cara, eso fue como en abril de 2002: las del Anzuelo, que fueron peleas duras, esa vez nos mataron tres chinos, como siete heridos, y guerrilla no hubo nada. La pelea quieta duró todo un día, el uno allá y el otro acá, bomba tras bomba, cilindros, granadas de fragmentación que le tira a uno la guerrilla. Íbamos haciendo operativos cuando nos atropellamos con ellos y duramos como cuatro días peleando. El Anzuelo es de la Cooperativa para abajo. Después nos mataron como cuatro más, y en adelante solo gente herida porque nos retiramos. Nos veíamos muy acosados porque por allá había mucha guerrilla. Cuando se pelea todo un mediodía la pólvora lo seca a uno todo.

Ese sitio era importante porque de ahí pa'bajo había harta coca; es por coger los terrenos y los sitios donde está la droga, porque de ahí es de donde sale la plata, se peleaba era por eso, y por sacar la guerrilla que por ahí estaba muy acumulada.

En los cuatro años que estuve en las armas de este tamaño tuve como cuatro combates, contando estos dos, duros pero duros, porque peleas cortas fueron como unas diez. Esos eran los combates contra la guerrilla, que fueron hasta el 2003 como hasta junio.

Después empezaron los combates contra los Centauros (el Bloque Centauros, de Miguel Arroyave, con el que las Autodefensas del Casanare libraron una cruenta guerra). Les decían Urabeños porque eran de Urabá.

Esa pelea se desató, hasta donde habla la gente, fue por poder: el otro le pidió las tierras a don Héctor, y por coca. Ese Arroyave tuvo vínculos con John 40, el guerrillero (del frente 43 de las Farc, del Guaviare). Martín tuvo como cuatro reuniones con el man y el man no le quiso ceder; eso fue en el 2003 y no pudieron arreglar y se declararon la guerra. Murió tanta gente y no se hizo nada.

El último combate fue como en 2005, en julio. Fueron 18 meses de la guerra más dura. Una guerra entre paramilitares y narcos increíble. No mata uno guerrilla así como paramilitares. Imagínese, el primer combate que tuve éramos diez manes contra una contraguerrilla de 30 de Urabeños y les matamos 25 manes.

Yo creo que tuvieron que morir 500 manes. Esa vez de esa pelea murieron 100 hombres de ellos, porque después llegó la aviación del Ejército, y a nosotros no nos dieron plomo. De pronto fue una equivocación, porque Arroyave había comprado el Ejército. La aviación solo los miró a ellos y les pegó a ellos. Esa fue de las primeras peleas, en 2003, en San Martín. Las últimas peleas fueron en Casanare. ?

Colaboración 
En la mayoría de los pueblos se trabajaba con el Ejército: los que yo conocí en Casanare, en Tauramena, Monterrey; y en el Meta, en Puerto López, con la Policía, y en Mapiripán. En esos pueblos se trabajaba con la ley. La zona de Monterrey y Tauramena el Ejército no, porque nunca peleamos con la guerrilla allí. Cuando fue la pelea con el Urabá el Ejército no metió mano. Siempre estaba aparte y lo mismo la Policía. Uno andar en un pueblo cualquier 15, 20, 30 paracos, eso se mira a leguas. Cada uno en su sitio. Ellos entraban en las peleas. Como tres veces en Mapiripán entraron a apoyarnos allá, y nosotros también los ayudamos a ellos porque la guerrilla los tenía llevados de la berraca.

Como siempre tiene uno la frecuencia uno del otro, y hablan por radio. Uno retira un tantico la tropa, para que los soldados no la miren y ellos entran. Uno echaba para atrás y ellos entraban.

No más 
Yo hablé con don Héctor, yo le dije que no quería trabajar más, que me dejara hacer mi vida, que cuando no pudiera con la civil me volvía para las armas. La última vez que miré a ese señor fue en 2005. La Policía casi me mata en esa época. Nosotros nos abrimos tres. Como a las 2:30 de la tarde, oímos una camioneta. Duramos la santa noche metidos en el caño. Al otro día igual. Y nos volvimos a meter a un caño abajo. Salimos al Casanare. Santo remedio, yo no vuelvo a coger un arma. Que me maten ellos; yo no trabajo más.