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lunes, abril 06, 2020

LA BATALLA POR LA MEMORIA (3) Homenaje a Revista Arcadia... la que había




Las urnas con los restos de las ciento una víctimas de la masacre de Bojayá, antes de la ceremonia en la que fueron entregados a sus familiares en noviembre de 2019. Foto: Raúl Arboleda | AFP. Las urnas con los restos de las ciento una víctimas de la masacre de Bojayá, antes de la ceremonia en la que fueron entregados a sus familiares en noviembre de 2019. Foto: Raúl Arboleda | AFP.



La memoria desde la periferia

Antes del Centro Nacional de Memoria Histórica, de la Ley de Víctimas y del acuerdo de paz, decenas de organizaciones sociales luchaban contra el olvido y construían memoria desde sus comunidades. Hoy mantienen viva su labor y siguen reclamando la atención del país. Recuerdo de un viaje a Bojayá y de una conversación con la líder de memoria Máxima Asprilla.

2020/02/25

POR SANTIAGO VALENZUELA*

Máxima Asprilla camina por las calles silenciosas de Bellavista y llega con su turbante intacto a la orilla de uno de los afluentes del río Atrato. Van a ser las ocho de la mañana. Es mejor salir a esa hora, dice, porque allí, en el norte del Chocó, la humedad es insoportable al mediodía. Se sube a la panga y toma rumbo a Bojayá. El ruido del motor la deja sola con sus pensamientos. Ese día, 17 de noviembre de 2019, piensa que será distinto a otros domingos, que “si Dios la escucha”, será el comienzo de una nueva época para los municipios de la zona que han padecido lo peor de la guerra, que aquí parece retornar siempre, reciclarse, una y otra vez.
Ese día, en el casco urbano de Bojayá, había mucha “gente del interior”, dice Asprilla: “Gente que dice que nos viene a entregar ‘restos’, pero para nosotros no son eso; son cuerpos que necesitan una sepultura digna”. Después de diecisiete años de insistencia, de buscar respuestas en frases evasivas de hombres camuflados, de tocar las puertas de las instituciones del Estado y pasar por entramados burocráticos, por fin se hizo realidad eso mínimo que pedían desde hacía años: el derecho a despedir a sus muertos. Por primera vez después de la masacre de 2002, Bojayá tendría su mausoleo.
Asprilla lo vio de frente, incluso fue testigo de todo el proceso de traslado desde finales de octubre, cuando el Comité de Víctimas de Bojayá –junto con la Fiscalía, la Unidad de Víctimas, Medicina Legal y el Centro Nacional de Memoria Histórica– anunció la identificación de decenas de cuerpos.
Tenía ochenta cofres frente a sus ojos. “Acá les decimos cajones, y hay familias enteras que estaban en bolsas rojas, guardadas donde no se debe, de la manera como no es correcta”. De esos cofres, cuarenta y cinco estaban pintados de blanco, eran niños que fallecieron en ese episodio. En total, noventa y ocho murieron en la masacre del bloque José María Córdoba de las Farc, que en ese entonces se enfrentó al bloque Élmer Cárdenas de las AUC.
Esa escena, la del mausoleo, existió y quedó en la historia gracias al trabajo de líderes como Máxima Asprilla, que en los cincuenta y tres años que tiene ha luchado por un objetivo que a muchas personas de su región les ha costado la vida: vivir en paz. Pero ese día en el mausoleo la sensación que tuvo no fue exactamente de justicia: “Todavía falta que entreguen a muchos familiares. Yo todavía me siento ahogada. Mire, Stevenson Palacios, por ejemplo, era la botija de oro de la familia porque fue el único hijo de la tía de mi mamá. Ella solo tuvo a ese hijo varón y, siendo muy joven, la violencia se lo arrebató. No le hemos podido dar un entierro digno, sigue desaparecido”.
La vida de la madre de Stevenson, como explica Asprilla, se acabó con esa desaparición. “No tuvo más tranquilidad desde que se murió su hijo. Se quedó caminando, sí, pero muerta en vida. Después se enfermó, se la llevaron a Medellín y descubrieron que tenía cáncer. En cuatro meses se murió”.
Por esos casos que siguen sin resolverse, por esas personas que han muerto esperando la verdad, Máxima Asprilla sigue buscando respuestas, sin esperar que la solución venga del Estado. “Es que mire, el mausoleo está al sol y al agua, así se vence la pintura y se va deteriorando la estructura. Nos toca a nosotras cuidarlo porque qué más”.

“Hacer memoria no es solo escribir informes”

Con la llegada de Darío Acevedo a la dirección del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), la memoria del conflicto en Colombia ha caído, para los más optimistas, en una suerte de zona gris por cuenta del nuevo sesgo ideológico del Centro. Sin embargo, historias como la de Asprilla demuestran que, pese al desinterés estatal, o a su negligencia, han existido y existirán liderazgos sociales en las regiones que luchen contra el olvido.
Las masacres fracturan a las comunidades, las desplazan, las silencian. En 2002, cuando el único camino parecía el despojo, Asprilla se reunió con otras mujeres para exigir el derecho de permanecer en su territorio. La ayuda, como dice ella, no vino del Estado. “A nosotras siempre nos toca es encomendarnos a Dios para todo. Acá no hay justicia ni fuentes de empleo, la salud es muy mala, dependemos de Dios y de nosotras mismas para cuidar a nuestras familias. Así es como hemos resistido todo este tiempo. Nos ha tocado ir a Bogotá, pedir que nos escuchen, y bueno, algo se ha logrado”.
Aunque en nada es excusable la falta de responsabilidad de un Estado que históricamente no ha atendido a las comunidades más violentadas y necesitadas, ellas se han dedicado a reconstruir el tejido social desde el territorio, y por eso será difícil que una sola dirección del CNMH eclipse lo que han logrado las organizaciones civiles en las regiones en conflicto. Basta hablar con Mónica Álvarez, coordinadora de la Red Colombiana de Lugares de Memoria, para dimensionar la capacidad de organización que han tenido las mujeres y los hombres en estos lugares del país. Esta red, por ejemplo, nació en 2015, pero reúne el trabajo de diferentes organizaciones en Nariño, Valle del Cauca, Chocó, Bolívar, Cesar, Sucre, Santander, Caquetá, Amazonas, Putumayo, Meta, Bogotá, Antioquia y Cundinamarca.
Los lugares de memoria en Colombia, como dice la Red en su presentación, “nacen antes de la Comisión de la Verdad y de la Ley de Víctimas”. En espacios como la Casa de la Memoria en Dabeiba, el Museo Itinerante de la Memoria y la Identidad de los Montes de María, y el Centro Integral de Formación y Fortalecimiento Espiritual y Cultural Wiwa de la Sierra Nevada de Santa Marta, por solo mencionar algunos, se han llevado a cabo procesos paralelos contra el olvido.
Hoy, la Red reúne treinta y cinco lugares de memoria, todos construidos por la sociedad civil, y solo algunos –el Museo Casa de la Memoria en Medellín y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá– han sido gestionados con el Gobierno. “La mayoría de los lugares de memoria en Colombia fueron creados por comunidades en honor a sus familiares y a sus territorios –dice Mónica Álvarez–. El Museo Itinerante de la Memoria y la Identidad de los Montes de María o el Centro de Reconciliación en San Carlos, Antioquia, son apenas dos de muchos ejemplos de construcción de memoria y de lucha contra esa violencia histórica. Nos han querido hacer creer que la única forma de contar la memoria es la escritura en largos informes, dejando de lado todos los lenguajes culturales artísticos y ancestrales que nosotros queremos mostrar y preservar”.
Esos casos de resistencia no solo están en regiones lejanas a las grandes ciudades. En Bogotá, Cali y Medellín, las familias que han sido desplazadas en las últimas décadas han buscado y encontrado espacios de representación política gestionados por mujeres y hombres que conocen los territorios en conflicto.
Anyela Guanga es una de las líderes más conocidas en Tumaco, y tras su desplazamiento en 2008 ha buscado un espacio en Bogotá. Después de transitar por varias ciudades llegó a coordinar, hace unos meses, la Mesa Autónoma Afro de Víctimas de Bogotá. En la capital, donde viven cerca de trescientas sesenta mil víctimas del conflicto, estos liderazgos han sido trascendentales para generar cambios en la institucionalidad. “Mire –dice Guanga–, en Tumaco a mí me ha tocado ver cómo quedan comunidades confinadas por territorios que se disputan entre más de diez grupos armados al margen de la ley. En la ciudad, con nuestra familia fragmentada, nos ha tocado luchar por nuestros derechos y por la memoria, y eso ya se lo disputan grupos políticos”.
En ambos territorios, Guanga ha seguido las enseñanzas de su abuela. Cuando le mostró cómo se sembraba el chirarán o el mango, le decía que las etapas de la vida eran similares: “Primero toca aprender de la tierra, de las semillas; ver las condiciones del ambiente, la lluvia y el sol. Después, esperar a que florezcan con paciencia. Todo ha sido así”.
En su analogía está presente la vida, aunque construir, como sembrar, dice, “es difícil cuando no hay condiciones. En Colombia no ha existido una política pública diferencial para construir memoria. Cuando llegué a Bogotá, tampoco tenía cómo organizarme. Pero todo es un proceso. Primero teníamos que sobrevivir, por eso empecé vendiendo Bonice y luego, cocadas. Conocí a mujeres y hombres, comenzamos a organizarnos para ayudarnos entre nosotros y, claro, para construir memoria”.
En el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, que ha tomado distancia de las políticas actuales del CNMH, Guanga comenzó con talleres de memoria con base en los saberes gastronómicos y coordinó, incluso, el de Sabores y Saberes, que para ella fue “una forma de resistir conectándonos a nuestras raíces culturales en el territorio”.

Plataformas de paz

Se ha pensado que las iniciativas no oficiales de memoria surgen como una respuesta a la emergencia y al asedio de la violencia. Sin embargo, estas surgen también en el marco de una transformación política, y tras una decisión de recuperar no solo los territorios, sino también el pasado. En el conflicto, la reivindicación surge cuando las víctimas se hacen cargo de aquellas reparaciones que el Estado ha negado y de las exigencias de no repetición, que son necesarias en el menor tiempo posible.
En las últimas décadas, las organizaciones de víctimas se han estructurado y han sido esenciales para la construcción de acuerdos de paz como el que se firmó con la guerrilla de las Farc en 2016. La famosa frase “Que nos los devuelvan vivos, porque vivos se los llevaron” es de la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (Asfaddes), que nació en 1982 después de la desaparición de trece estudiantes de universidades públicas. Esta asociación, compuesta en su mayoría por mujeres, hizo la primera marcha de los claveles blancos en Colombia e impulsó la creación de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, que se creó con los acuerdos de paz con las Farc.
En esa trayectoria también es clave el trabajo del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice). En la década de los noventa, cuando el conflicto en Colombia se había degradado en diferentes niveles, países como Chile y Argentina avanzaron en el trabajo por la memoria con un compromiso estricto por la verdad de la época de las dictaduras. La influencia de otros países y la relación entre el Estado y los grupos paramilitares les dieron vida a diferentes movimientos, y quizás el más grande de ellos fue Movice, que ha crecido desde 2000 y hoy reúne a más de doscientas organizaciones de víctimas, con una incidencia en quince departamentos.
Un antecedente del trabajo de Movice es el Proyecto Colombia Nunca Más, que surgió en 1995 en respuesta a la impunidad en el marco del conflicto armado. La mayoría de organizaciones que hoy integran el Movice han trabajado en el Proyecto Colombia Nunca Más. De hecho fueron diecisiete organizaciones las que lo crearon.
Sin embargo, el proyecto sufrió varias dificultades, como la persecución de líderes, casos de exilio y el allanamiento a la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz –donde funcionaba el proyecto– el 13 de mayo de 1998. En todo este trabajo también estuvo presente la Corporación Reiniciar, esencial en la lucha por las víctimas de la Unión Patriótica (UP), y la Comisión Nacional de Víctimas.
Más adelante, durante la primera presidencia de Álvaro Uribe, se consolidaron varios movimientos por los derechos humanos. En mayo de 2004 se reunieron cerca de 230 organizaciones con mil delegados en el primer Encuentro Nacional de Víctimas de Crímenes de Lesa Humanidad y Violaciones de Derechos Humanos. Desde entonces, cerca de ochocientos delegados empezaron a recopilar diferentes casos de violaciones de derechos humanos en ciudades como Medellín, Cali, Popayán, Barrancabermeja, Bucaramanga y Bogotá. Y esa articulación entre organizaciones comenzó a verse en las calles. Un ejemplo es la marcha de las flores de octubre de 2009, cuando cerca de mil familiares de víctimas del genocidio de la up salieron a marchar por el derecho a la verdad y la reparación.
La lista de organizaciones sobrepasa los alcances de un artículo periodístico. Sin embargo, es importante señalar que en la década del 2000 se crearon varias asociaciones y plataformas que hoy son necesarias para la construcción de paz en Colombia. Entre ellas está la Asociación Colombiana de Familiares Miembros de la Fuerza Pública Retenidos y Liberados por Grupos Guerrilleros (Asfamipaz), que en sus primeros once años de trabajo intercedió para lograr la liberación de 359 soldados y policías secuestrados por las guerrillas.
También es necesario mencionar a la Fundación País Libre, que nació en 1992 para denunciar los secuestros de las guerillas de las Farc y el eln. Cuando inició, registró cerca de dos mil secuestros, una cifra que se redujo a menos de doscientos en 2016. En 2017, la Fundación cerró sus puertas por la disminución notable de víctimas por la firma de los acuerdos de paz.

La memoria sigue viva

En la subregión de Montes de María, presente en la consciencia colectiva por la masacre de El Salado, en la que hace veinte años los paramilitares asesinaron a más de setenta personas, existen procesos de memoria que han sobrevivido pese a las contradicciones del Estado. El cine club itinerante La Rosa Púrpura, por ejemplo, nació en 2002, cuando las amenazas, asesinatos y extorsiones de los grupos paramilitares hicieron que los espacios públicos de Carmen de Bolívar quedaran vacíos.
Con un telón, un proyector y tres amplificadores, la líder Soraya Bayuelo comenzó a devolverles la vida a los espacios públicos que los violentos les estaban arrebatando. Con la proyección de películas en lugares asociados al terror, como plazas, parques o calles, el tejido social comenzó a recuperarse. Las personas empezaron a salir, sacando sus sillas a las calles para ver películas con el cielo nocturno detrás.
En el oriente antioqueño pasó algo similar. La organización de mujeres Promotoras de Vida y Salud Mental (Provisame) identificó que la guerra había dejado unas fracturas emocionales que un informe no podría sanar. Estudió estrategias para elaborar el duelo y una de las primeras actividades que hizo fue reunir a las comunidades para hacer lo que el grupo llamó “un gran abrazo colectivo”. La palabra, como lo ha enseñado la organización en el oriente antioqueño, no puede estar desligada del afecto si se busca la sanación y la no repetición.
En los treinta y dos departamentos se han creado estrategias de memoria viva, y en un lugar distante de Bojayá, en la Sierra Nevada de Santa Marta, los indígenas kankuamos incluso bailan para no olvidar. Lo hacen recordando los episodios del conflicto armado que han vivido.
Máxima Asprilla hace algo similar, pero con su voz. Resuena en la selva con otras mujeres que cantan los alabaos no solo en actos fúnebres; también cuando la violencia vuelve a quebrar la vida cotidiana. Así, me explicaba Máxima, es que se construye memoria: “Cantando, sin querer la venganza. Cuando se siente ese deseo de venganza, usted quiere cantar, y lo hace, pero no se puede desahogar”.
*Valenzuela es periodista y antropólogo. Ha trabajado en medios como El Espectador y ¡Pacifista!. Escribió el libro Ayudando a los chilangos. Solidaridad, políticas, redes y subjetividad en Turbo (Antioquia) (Editorial U. del Rosario, 2019).

LA BATALLA POR LA MEMORIA (2) Homenaje a Revista Arcadia... la que había




'Antígonas: tribunal de mujeres' fue un tribunal imaginario, performativo, en el que participaron tres de las madres de Soacha, dos sobrevivientes del genocidio de la Unión Patriótica y una dirigente estudiantil víctima de montajes judiciales. Bogotá, junio  de 2016. 'Antígonas: tribunal de mujeres' fue un tribunal imaginario, performativo, en el que participaron tres de las madres de Soacha, dos sobrevivientes del genocidio de la Unión Patriótica y una dirigente estudiantil víctima de montajes judiciales. Bogotá, junio de 2016.


Memoria pública y olvido: un ensayo del experto Andreas Huyssen

Uno de los teóricos más importantes del mundo en asuntos de memoria nos cuenta cómo se han ido transformando los estudios en ese campo, y cómo eso puede ser útil en nuestro contexto. Huyssen se presentará en Fragmentos el 27 de febrero.

2020/02/25

POR ANDREAS HUYSSEN*

Hace más de veinte años, cuando el tropo del Holocausto y sus imágenes familiares viajaron hacia otros contextos políticos, se despertó en mí la curiosidad sobre cómo esas conectividades transnacionales funcionan en contextos nacionales e internacionales.
La mayoría de proyectos nacionales de memoria están ligados organizacionalmente a debates transnacionales en museología, concursos públicos de diseño de monumentos, activismo de derechos humanos y mnemotécnica. Es entendible, sin embargo, que los museos y los espacios de memoria se aproximen principalmente a memorias locales y nacionales de violencia política traumática. Esto es cierto no solo en lugares de tortura y asesinato, como los campos de concentración alemanes o el esma en Buenos Aires, sino también en el Museo de Memoria y Derechos Humanos de Chile, el espacio artístico contramonumental Fragmentos en Colombia o en el Museo del 9/11 de Nueva York.
Tengo la sensación de que los aspectos transnacionales de las políticas de memoria pueden estar articulados con más fuerza en la literatura y las artes visuales, pues estas tienen un horizonte imaginativo y un poder político comparativo más amplio que las instituciones e investigaciones locales. Las artes y las humanidades pueden aportar significativamente a una cultura de memoria transnacional, cuyo objetivo principal sería el de entrenar la imaginación en cómo vivir en un mundo cada vez más interconectado, y cómo negociar pasados y presentes divergentes en una creciente era planetaria. Todas las sociedades dependen de las memorias del pasado histórico para su identidad, incluso cuando las negociaciones con respecto al pasado continúan siendo un campo de lucha y conflicto.
En el ejercicio de analizar las nuevas tendencias de los discursos dentro de las culturas de la memoria, podemos explorar primero qué elementos pueden no ser ya centrales o pueden haber sido sujetos a una crítica legítima. Puedo identificar tres: primero, la vieja batalla entre la historia y la memoria como algo que se supone irreconciliable es algo del pasado. Teóricamente, la mayoría de investigadores de la memoria asumen una relación recíproca, más que una relación mutuamente excluyente, entre la historia y la memoria. Por supuesto que a la crítica a la memoria, como algo que no es confiable, que es por lo general autoindulgente, meramente subjetiva y manipulable, se le debe dar un lugar en los estudios de memoria, y el análisis de testimonios presenciales ha desarrollado herramientas para tener esto en cuenta.
Un segundo concepto que ha dejado de ser predominante es la noción del carácter único del Holocausto, que impedía cualquier tipo de comparación con otros casos de genocidio o de limpieza étnica. Este argumento tenía sentido cuando el Holocausto no había sido públicamente reconocido como la gran ruptura en la civilización que en efecto fue. Este ya no es el caso. La afirmación de que el Holocausto es algo único ha sido instrumentalizada, bien sea con propósitos políticos o como una última defensa estética de una teoría modernista, ahora insostenible, de irrepresentabilidad. Las comparaciones mundiales de la escala y la intensidad de una violencia apoyada por el Estado se han vuelto claves en ética, legislaciones de derechos humanos y en el debate público. El Holocausto mantiene un lugar muy importante en estos esquemas comparativos, pero las pretensiones de unicidad siempre llevarán a una jerarquización profundamente problemática del sufrimiento. La victimización no puede convertirse jamás en un juego de suma cero.
Tercero, el campo de estudio se ha alejado de su marcado énfasis en el trauma, como se había formulado en el contexto posestructuralista, principalmente en relación con las teorías de irrepresentabilidad y de la muerte del sujeto en el potente trabajo de Dori Laub, Shoshana Felman y Cathy Caruth. Este trabajo ha sido valioso en discusiones legales y psicoanalíticas sobre presencia y testimonio, pero negar que el evento traumático es accesible también condujo a serios bloqueos del conocimiento histórico.
Por ser cada vez más populares, los discursos de trauma corrían el riesgo, además, de alimentar una creciente cultura de victimología. A medida que el trauma se volvió ubicuo, empezó a perder su poder en la vida real. Es innegable que los estudios de trauma han sensibilizado nuestra cultura a estructuras traumáticas y eventos más allá del genocidio, la guerra y la violencia de Estado. Sin embargo, la lenta violencia del día a día generada por la pobreza, la migración y el cambio climático puede ofrecer un campo de análisis expandido en el cual enfocarse. De cualquier manera, para que los estudios de trauma permanezcan viables, necesitan incorporar una dimensión de pensamiento sobre futuros alternativos, que ha estado ausente en los estudios de memoria en el pasado.
Hoy se pueden identificar unos movimientos sociales incipientes que se enfocan en las políticas de la memoria en nuestro presente. Los nuevos desarrollos incluyen el campo completo del estudio de adn, utilizado para identificar a los hijos de los desaparecidos que fueron robados durante la guerra sucia en Argentina, y el uso de las tecnologías digitales para crear archivos de la memoria de las desapariciones (Chile) o de detención (el Gulag soviético). Ambos son un intento por tener una mejor comprensión de la estructura e historia de la victimización, y basan sus descubrimientos en el mayor número posible de casos individuales.
Segundo, los temas de género, que son claves por ejemplo en el activismo de memoria en Argentina o Turquía (las Madres de Plaza de Mayo en Buenos Aires o las Madres de los Sábados en Estambul), han reactivado las protestas y se han convertido en foco de investigación transnacional (Women Mobilizing Memory, una exploración transnacional de la intersección entre feminismo, historia y memoria, desarrollada por académicos, artistas e intelectuales de Nueva York, Estambul y Santiago de Chile, publicada en 2019 por Columbia University Press).
A gran escala, el movimiento #Metoo se ha convertido en una fuerza explosiva, enfocada en memorias a corto y largo plazo de violación y de acoso sexual. No es sorprendente que haya generado un efecto rebote, que de hecho demuestra su poder de generar una disrupción en el statu quo de las relaciones hombre-mujer, especialmente en la esfera laboral, de empleo y compensación. A pesar de que no haya una escala para distinguir la violación de un matoneo verbal agresivo, o simplemente “comportamiento inapropiado”, hace visibles las estructuras mismas de una victimización de mujeres y niños comúnmente invisible y que tiene múltiples facetas. Los teóricos de la memoria tendrán mucho que contribuir en este debate.
Tercero, está aquella otra memoria que pesa sobre nosotros y que pide nuevo trabajo e intervención política: la memoria de los populismos fascistas y racistas de entreguerras, en relación con su resurgimiento actual en varios países. En un momento en que la supremacía blanca asoma su espantoso rostro en Estados Unidos, el movimiento Black Lives Matter nos recuerda después de más de cincuenta años de la lucha por los derechos civiles que, como escribió Faulkner alguna vez, “el pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado”. Los historiadores y teóricos de la memoria tendrán que insistir en cómo el pasado y el presente están íntimamente ligados en una compleja red de relaciones que elude las definiciones fáciles y las ecuaciones simples de pasado y presente, y evitar caer en el facilismo de borrar las diferencias entre el fascismo de entreguerras y la política de derecha de la actualidad. Modificando lo que Adorno dijo acerca del nacionalismo, yo sostendría que el fascismo es obsoleto y es, a la vez, actual: sus formas hoy son diferentes de aquellas del periodo de entreguerras, pero conservan el autoritarismo, las afirmaciones de pureza étnica y racial, la creencia en el gran líder y la forma de pensar fundamentalmente antidemocrática.
Este nuevo enfoque sobre lo que hoy algunos llaman eufemísticamente la “derecha alternativa” pone en el mapa de los estudios de memoria un giro reciente de las víctimas hacia los perpetradores. A la luz de los eventos de actualidad en Filipinas o en India, el documental de Joshua Oppenheimer de 2012, The Act of Killing, sobre los asesinatos masivos en Indonesia en los sesenta, súbitamente parece una anticipación ominosa de lo que vendrá.
El foco sobre los perpetradores también trae una tercera figura: aquella del beneficiario de la violencia estatal o racial. El beneficiario, por supuesto, no tiene solo un interés histórico. Dadas las desigualdades mundiales y la perpetuamente creciente brecha de riqueza en todas partes, el beneficiario requiere de atención en un momento en que la lenta violencia de la privación económica y del despojo envuelve a cada vez más poblaciones en el planeta.
Cuarto, hoy hay un reconocimiento más marcado en los estudios de memoria de que la historia del colonialismo europeo en África, Asia y América Latina constituye un serio vacío dentro del campo. Investigaciones recientes han labrado camino en aquel “continente oscuro” de los estudios de la memoria, que podrían seguir avanzando significativamente y arrojar luz respecto a las formas actuales de migración y los intentos políticos para limitarla radicalmente.
En mi opinión, otras dos cuestiones merecen aún mayor atención. Por más que la memoria histórica sea esencial para una esfera pública abierta y organizada democráticamente, la validación exclusivamente positiva de la memoria debe ser cuestionada, así como una multiplicidad de formas de olvido deben ser reconocidas, pues no todas son negativas. Hay muchos casos (el populismo neonazi es solo el más reciente) que revelan la desventaja de la memoria: la memoria en función de la reacción política (Estados Unidos hoy, Rusia, Europa, Turquía, India, etc.), la memoria como una forma de incitar a la violencia (Bosnia y Kosovo), la falsa memoria como un campo de juego para las noticias falsas (los trolls rusos, los medios de derecha en Estados Unidos). Tenemos que cuidarnos del peligro de privilegiar el pasado sobre el futuro. Si bien los estudios de memoria surgieron en 1980 y 1990 como un efecto de la pérdida de las utopías futuristas del siglo xx, esto no debe convertirse en una justificación para no volver a pensar en el futuro hoy; y no solo el futuro de los estudios de memoria, sino en el futuro de los objetivos, aún pertinentes, de aquellas ideas utópicas tempranas: justicia, igualdad, libertad.
Un punto final tiene que ver con el impacto de los medios digitales en las estructuras de la memoria social, la narrativa y la identidad, un asunto desarrollado poderosamente en varios libros de Roberto Simanowski, como Data Love y Facebook Society, y por Richard Seymour en The Twittering Machine. Durante un tiempo, pareció como si los pasados presentes hubieran reemplazado lo que Reinhart Koselleck llamó alguna vez “pasados futuros”, que caracterizaron una fase temprana de la modernidad, desde finales del siglo xviii. El movimiento que se dio en el siglo xx –de una sensibilidad de progreso, dirigida hacia el futuro, que estuvo vigente hasta 1968, a una orientación hacia el pasado que persiste desde entonces– es verdaderamente notable y profundo. Hoy, sin embargo, debemos preguntarnos si quizás los pasados futuros y los pasados presentes han sido reemplazados por presentes presentes, manejados por algoritmos invisibles e imposibles de conocer; el eterno presente de unos medios siempre agitados y de una cultura de consumo que no conoce el pasado ni imagina el futuro. Por otra parte, los medios digitales también han transformado nuestras nociones de archivo y nos han facilitado la movilidad ­–buena y mala– a través de las culturas.
    En una era de resurgimiento transnacional de la derecha, sin embargo, la cuestión sigue siendo si la memoria alcanzada algorítmicamente es de hecho memoria u olvido, o tal vez las dos cosas al mismo tiempo. En otras palabras, tenemos que preguntarnos cómo las tecnologías digitales y las redes sociales afectan la capacidad misma de los seres humanos de vivir en marcos de tiempo expandidos, en lugar de vivir, sencillamente, en nuestro presente cada vez más amplio o en un eterno aquí y ahora. A medida que los límites entre pasado y presente se empiezan a difuminar, el destino de la memoria en sí misma está en juego.
    Ayudarnos a entender cómo el funcionamiento mismo de la memoria está siendo transformado puede ser la tarea más urgente de los estudios de memoria hoy. No albergo ninguna ilusión sobre el poder del arte para cambiar el mundo, pero sí creo que las artes visuales y literarias son las mejor equipadas para articular dichas cuestiones con la urgencia y sutileza necesarias.
    *Huyssen, filósofo y catedrático alemán, ha investigado la construcción de memoria en el arte contemporáneo desde la necesidad de asumir la violencia del pasado. Dictará una conferencia el jueves 27 de febrero a las seis de la tarde en Fragmentos, Espacio de Arte y Memoria, en Bogotá. Fue invitado por Fragmentos y el Goethe-Institut para el ciclo de conversatorios “El trauma y el monumento fugitivo”.

    LA BATALLA POR LA MEMORIA (1) Homenaje a Revista Arcadia... la que había





    De izquierda a derecha:  el general Luis Fernando Navarro; el general Eduardo Enrique Zapateiro, comandante del Ejército; y Darío Acevedo, director del cnmh, en el acto de inauguración del Museo de la Memoria en Bogotá, el pasado 5 de febrero De izquierda a derecha: el general Luis Fernando Navarro; el general Eduardo Enrique Zapateiro, comandante del Ejército; y Darío Acevedo, director del cnmh, en el acto de inauguración del Museo de la Memoria en Bogotá, el pasado 5 de febrero


    El Centro Nacional de Memoria Histórica está en crisis (y el Museo de Memoria también)

    Esta historia explica por qué, mientras sea su director, Darío Acevedo buscará enaltecer el relato histórico de los militares, así eso implique fracturar trece años de trabajo con organizaciones de víctimas de todo el país. Mientras tanto, el Centro se hunde en una crisis inédita y la construcción del Museo de Memoria es totalmente incierta.

    2020/02/25

    POR DIEGO ALARCÓN*

    El 5 de febrero de 2020, en el terreno baldío de la calle 26 con carrera 30 en Bogotá, el director del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), Rubén Darío Acevedo, abrió la ceremonia de instalación oficial de la primera piedra del Museo de la Memoria de Colombia, el lugar destinado a visibilizar la magnitud del conflicto armado en el país. Casi cuatro años antes, sin embargo, hubo otra ceremonia, ya olvidada, que varias víctimas reclamaron ese 5 de febrero: el 9 de abril de 2016, los mamos wiwas de la Sierra Nevada y de otras comunidades indígenas víctimas de la guerra, como los uitotos, habían puesto ya una primera piedra.
    Los símbolos que acompañaron cada uno de esos actos, y el hecho de que haya un reclamo por la legitimidad del primero, son evidencia de la batalla por la memoria que hoy se lucha en Colombia. ¿Cómo puede relatarse la historia de nuestra guerra, sin que una sola de las partes quiera apropiarse de esa potestad? ¿Cómo puede esa historia incluir la memoria de todas las víctimas del conflicto armado? Y ante esa diversidad de memorias, ¿cómo pueden garantizarse el rigor académico, la justicia y la verdad?
    Cada primera piedra contó con una ceremonia organizada por el CNMH. En 2016, los mamos wiwas subieron al cerro de Monserrate, en Bogotá, para pedirle a su dios Serankua que el proyecto del Museo de la Memoria fuera bien recibido por la tierra. Luego, de vuelta en la ciudad, un líder indígena pasó una piedra por el fuego, antes de dejarla en el suelo como un símbolo de “cimiento espiritual”.
    La primera piedra de 2020, en cambio, fue una placa con una inscripción que decía “Museo de Memoria de Colombia” encima del nombre del presidente Iván Duque, de la directora de Prosperidad Social, Susana Correa Botero, y del propio Acevedo. Al final, aparecían las palabras “Mesa Nacional y colectivos de víctimas participantes”.
    Al evento asistieron representantes de las víctimas de Bojayá, pero también el senador del Centro Democrático José Obdulio Gaviria, reconocido negacionista del conflicto armado; así como los generales Luis Fernando Navarro, comandante general de las Fuerzas Militares, y Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército, que estuvieron sentados en las dos primeras filas de un auditorio improvisado para la celebración: una carpa con capacidad para unas trescientas personas.
    Afuera de la carpa, detrás de las vallas que la policía puso para cercar el lote, unas setenta personas participaron de un plantón que organizó el Movimiento Nacional de Víctimas de Estado (Movice). Habían sido invitadas, pero prefirieron mantenerse al margen. Sus gritos de rechazo alcanzaron a colarse entre los silencios retóricos de Acevedo, encargado del discurso inaugural. En sus palabras, el director volvió a una idea que ha repetido durante el año que lleva al frente del CNMH: “El museo, en tanto entidad estatal, debe ser estricto en el cumplimiento del mandato legal de no producir ni tender a construir una verdad oficial del conflicto armado, ejercicio propio de dictaduras”.
    La frase es una reedición de lo que dijo el 2 de febrero de 2019 en una entrevista con El Colombiano: “El conflicto armado no puede convertirse en verdad oficial”. Para entonces, Acevedo no había sido nombrado, pero el camino para su posesión parecía despejado después de fuertes controversias en torno a otros candidatos que el Gobierno había considerado para la dirección del CNMH. Uno de ellos había sido el periodista Mario Pacheco, que había llegado a sugerir que el Centro estaba infiltrado por las Farc y que debía “corregir su tendencia a culpar al Estado y a las Fuerzas Militares”; el otro fue Vicente Torrijos, un profesor de la Universidad del Rosario que había sido contratista de las Fuerzas Militares y alcanzó a ser nombrado antes de que se descubriera que había incluido en su hoja de vida un falso doctorado y la Universidad del Rosario lo despidiera.
    Darío Acevedo asumió la dirección del CNMH el 21 de febrero de 2019. Con él llegó al mando de una institución académica reconocida en el mundo por la calidad de sus investigaciones un historiador y profesor de la Universidad Nacional de Medellín, pero también un colaborador de lo que fue el Centro Primero Colombia, fundado por José Obdulio Gaviria, que en columnas de opinión y numerosos tuits no ha ocultado su convicción de que el CNMH estaba en manos de la guerrilla, la Colombia Humana y “el mamertismo”.
    Algunos manifestantes durante el acto de inauguración del Museo de la Memoria, el 5 de febrero en Bogotá
    Un año después, su trabajo al frente del Centro ha sido ampliamente cuestionado y ha llevado a la institución a un estancamiento en términos de investigación y a una crisis inédita tanto interna como externa. La insatisfacción en el equipo crece con cada decisión de Acevedo, mientras que los indicadores de desempeño han llegado a una baja histórica. Expertos en áreas clave –entre ellos, el exdirector del Museo, Rafael Tamayo, y la politóloga y exasesora María Emma Wills– han salido a criticar al CNMH. Además, algunas organizaciones de víctimas se han distanciado de una institución que invirtió años en ganarse su confianza y construir junto con ellas un relato histórico. En el plano internacional, la Coalición Internacional de Sitios de Conciencia, siguiendo las preocupaciones de la Red de Sitios de Memoria Latinoamericanos y Caribeños, expulsó en febrero al CNMH de su red, la más importante del mundo en asuntos de memoria y conflicto. Y a todo esto se suma el reciente nombramiento de Fabio Bernal Carvajal, cercano a las Fuerzas Militares, como director del Museo de Memoria, cuyo futuro está en vilo.
    Ante los cuestionamientos, Acevedo, quien no respondió a varias solicitudes de entrevista para este artículo, solo ha dicho que se trata de una campaña de desprestigio, desinformación y persecución contra él y contra las voces que dice representar. Pero los hechos dejan claras al menos tres cosas: que él encarna los reclamos de los últimos trece años de las Fuerzas Armadas por tener una mayor incidencia en el CNMH; que por eso ha buscado imponer los intereses de ese sector sobre otros; y que su labor está erosionando el prestigio, la credibilidad y la utilidad del Centro.

    “La verdad es incómoda siempre”

    Para entender lo que está pasando en el CNMH bajo la dirección de Acevedo es necesario volver al pasado de la institución, cuyos padre y madre son el Grupo de Memoria Histórica y la Ley de Víctimas (Ley 1448 de 2011).
    El Grupo de Memoria nació en 2007, durante el segundo gobierno de Álvaro Uribe, como parte de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), una dependencia adscrita al Gobierno que fue creada para acompañar a las víctimas durante el proceso de justicia y paz con los grupos paramilitares. La labor misional del Grupo consistía en esclarecer la verdad y dejar memoria sobre lo ocurrido, y en esa medida, en indagar no solo por los hechos sino también por sus responsables. Al año siguiente, el Grupo comenzó a publicar investigaciones: libros que servirían de insumos para la construcción de un “gran informe general sobre el origen y evolución de los grupos armados ilegales en Colombia”.
    Quien usaba esas palabras es Gonzalo Sánchez, antecesor de Acevedo en el CNMH y ya entonces un reconocido académico de la escuela de los violentólogos. De 2007 a 2011, Sánchez fue el líder del Grupo de Memoria Histórica. “Eduardo Pizarro presidía la CNRR, abrieron la convocatoria para dirigir el Grupo y fui escogido. Solo puse dos condiciones: autonomía para construir el equipo y autonomía frente al Gobierno. Pizarro las aceptó y defendió ante la Comisión”, dice.
    Ese equipo que Sánchez conformó se transformó luego en su círculo más cercano de asesores, cuando en 2011 el grupo se convirtió en el CNMH. Entre ellos estaban académicos y analistas con hojas de vida destacadas como Martha Nubia Bello, Andrés Suárez, María Emma Wills y Luis Carlos Sánchez; así mismo participaron el exguerrillero y analista político León Valencia, el cofundador de Dejusticia Rodrigo Uprimny, el politólogo Iván Orozco y Patricia Linares, hoy presidenta de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
    Las investigaciones que publicó el Grupo causaron impacto en un país cuyo Gobierno entonces se rehusaba a reconocer el conflicto armado interno, y en medio de una agenda de seguridad nacional cimentada en la teoría del enemigo interno y el discurso de la amenaza terrorista de las guerrillas. Informes como el de la masacre de Trujillo –al menos doscientos cuarenta y cinco muertos entre 1986 y 1984 en actos perpetrados por narcotraficantes, paramilitares y miembros de la fuerza pública–; El Salado, Montes de María, Bolívar –sesenta y seis muertos en 2000 en actos perpetrados por paramilitares–; y La Rochela, Santander –doce muertos en 1989 en actos perpetrados por narcotraficantes, paramilitares y miembros de la fuerza pública– sembraron dudas en la opinión pública sobre el rol del Estado en los hechos victimizantes. En cierto sector político y militar afín al uribismo comenzó a circular la idea de que los investigadores del Grupo de Memoria eran algo así como la avanzada intelectual de la guerrilla. “La verdad es incómoda siempre”, dice hoy Gonzalo Sánchez.
    En junio de 2011, el Gobierno de Juan Manuel Santos tramitó en el Congreso la Ley de Víctimas, que contemplaba la creación del CNMH con la función de documentar testimonios de las víctimas del conflicto armado interno y con el mandato de construir un museo para su reparación simbólica. La aceptación del conflicto implicaba reconocer que en Colombia había razones legítimas para la existencia de las guerrillas, lo que matriculó así la confrontación armada en el derecho internacional humanitario. Esa ley fue la primera piedra de los recientes procesos de paz con las Farc y el ELN.
    El propio Santos le pidió a Sánchez dirigir el CNMH. En términos prácticos, esto llevó a que el Centro absorbiera al Grupo; en términos simbólicos, el Centro acogió la defensa de las víctimas y conservó su misión de recoger testimonios y reconstruir los hechos de la guerra en Colombia desde una mirada historiográfica. Para los enemigos del Grupo, sin embargo, el CNMH se convertía ahora en la continuación de la avanzada no armada de la insurgencia. Sánchez y su equipo, decían, preferían denunciar en sus informes los crímenes de los paramilitares y miembros de la fuerza pública que los de los guerrilleros.
    José Obdulio Gaviria y Darío Acevedo, citado en noviembre a un debate de control político en el Congreso por su postura “negacionista” del conflicto.
    Andrés Suárez, excoordinador del Observatorio de Memoria y Conflicto del CNMH, dice hoy que “la producción de informes admite una discusión, pero no en los términos radicales que los opositores plantean”. Según él, el Grupo de Memoria era responsable de investigar y escuchar a las víctimas del paramilitarismo, y por eso empezó por las masacres que perpetró. Los testimonios de los paramilitares desmovilizados, dice Suárez, producían por ese entonces mucha información para el esclarecimiento de sus acciones. “Nosotros hicimos una apuesta ética por intentar contar el conflicto tal y como había ocurrido, con todos sus responsables, (pero) en un contexto de guerra total contra las guerrillas, como fue el Gobierno Uribe, simplemente no existían las condiciones para oír a sus víctimas. Aun así, publicamos el de Bojayá, por ejemplo, en el que el perpetrador principal fue la guerrilla. Quiero dejar claro que, a pesar de las dificultades, en todos los informes incluimos las responsabilidades de todos ”.
    A pesar del recelo hacia el CNMH, en 2012 un grupo de oficiales de la Escuela Superior de Guerra de las Fuerzas Armadas se acercó para formarse en termas de memoria histórica. María Emma Wills, que asesoró a Sánchez durante esos años, cuenta que ese acercamiento se dio en medio de las negociaciones entre el Gobierno Santos y las Farc. “Los militares reconocieron un saber metodológico e investigativo que podría fortalecer su trabajo en memoria histórica”. De ese encuentro y de conversaciones posteriores surgió el convenio interadministrativo n.° 022 de 2013, con que el Centro se comprometió a dictar unos cursos en la Escuela Superior de Guerra. Ese mismo año, en el seno de las Fuerzas Armadas se creó el Comando Estratégico de Transición para definir las líneas claves para un eventual escenario de posacuerdo y justicia transicional. Una de las direcciones de ese comando se llamaba, justamente, Memoria Histórica y Contexto.

    ¡Basta ya!

    El 24 de julio de 2013 vino la ruptura. Andrés Suárez la describe así: “(Ahí) arrancó la verdadera batalla por la memoria”. Ese día, el CNMH lanzó ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, el gran informe que Gonzalo Sánchez y su equipo llevaban preparando desde los tiempos del Grupo de Memoria con que buscaban explicar las razones, relatar los horrores y desentrañar las responsabilidades del conflicto colombiano desde 1985. El propio Juan Manuel Santos presidió la ceremonia en la Plaza de Armas de la Casa de Nariño, y sostuvo que “el Estado debe investigar y sancionar estas conductas (la connivencia de los organismos del Estado con grupos armados ilegales y la omisión de la fuerza pública) para cumplir con los derechos a la verdad y la justicia de las víctimas. Hay que empezar por reconocer los errores del pasado si queremos construir un país más justo y en paz”.
    Los grupos de críticos del CNMH, especialmente algunos sectores de las Fuerzas Armadas, recibieron el informe como un golpe. La Asociación Colombiana de Oficiales en Retiro (Acore) le pidió al presidente que mandara a recogerlo de todos los lugares a los que había sido enviado.
    ¡Basta ya! documentaba las acciones y señalaba a los responsables de la violencia en el conflicto –guerrilleros, paramilitares y agentes del Estado– y contenía descripciones explícitas de sus métodos e intenciones. Según el informe, miembros de la fuerza pública habían sido responsables de 2.399 casos de asesinatos selectivos (10 % del total reportado) y habían participado en 158 masacres (8 % del total). Las Fuerzas Armadas lo consideraron una afrenta. Como defensoras legítimas y legales de un Estado bajo amenaza no podían ser señaladas de atrocidades ni puestas en el mismo renglón de los otros grupos. Su relato, su verdad, se basaba en dos pilares: el heroísmo que representa responder a la violencia ilegal y la victimización de sus integrantes en medio de las acciones bélicas.
    “Después del ¡Basta ya! salían chispas cada vez que íbamos a la Escuela Superior de Guerra –cuenta Wills, que este año publicará un artículo sobre la relación CNMH-fuerza pública entre 2012 y 2019 en un libro que editan los prestigiosos académicos Cynthia Milton y Michael Lazzara–. Las sesiones de los cursos se convirtieron en un espacio constante de reclamo, sin malas palabras pero hostil, de los oficiales hacia nosotros. Sentían que los habíamos traicionado”.
    El 27 de diciembre de 2013, los reclamos se hicieron formales. Ese día, un oficio con la firma del viceministro de Defensa, Jorge Enrique Bedoya, llegó a la sede del CNMH en La Merced, en Bogotá. Pedía una rectificación, pues el informe no reconocía a las víctimas de la fuerza pública y, además, las ponía en el mismo nivel de los grupos ilegales, lo cual no era “admisible”.
    Tras meses de tensión, la relación con los militares volvió a la normalidad gracias a la Embajada de Suiza, que le ayudó al CNMH a organizar dos seminarios internacionales –en agosto de 2014 y mayo de 2015– para recoger experiencias de militares de otros países de la región en escenarios de transición política. “Lo hicimos convencidos de que la vocación del cnmh debía ser democrática (...). Era indispensable escuchar a los militares aunque no se pudiera ceder a todas sus pretensiones –cuenta Gonzalo Sánchez–. Las charlas tuvieron diferentes enfoques. Los mensajes de las líneas más duras tendían a advertir a los militares para que no les fuera a pasar lo mismo que en Perú o Argentina. Según ellos, era imperdonable que los militares de Colombia permitieran ser descritos en la historia como perpetradores, como en el Cono Sur”.
    Poco antes del segundo seminario, en abril de 2015, se anunció la construcción del Parque Museo de las Fuerzas Militares. El proyecto de más de diez hectáreas se alzaría cerca del parque Jaime Duque, a las afueras de Bogotá. El general Luis Gómez, director designado del proyecto, dijo que el lugar “se convertirá en el centro de memoria histórica por excelencia de nuestro país”. (ARCADIA le pidió al Ejército información sobre el estado del proyecto, pero al cierre de esta edición no hubo respuesta. Sin embargo, una fuente que conoce el proceso nos contó que la licitación para la construcción fue declarada desierta a finales de 2019.)
    Un mes después del último seminario, los suizos propiciaron un nuevo encuentro entre el CNMH y los militares, esta vez fuera de Colombia. La escena parecía parte de un miniproceso de negociación. Se reunieron entre el 27 y el 29 de junio en Ginebra y acordaron una hoja de ruta: una línea de memoria que le permitiera al Centro darles visibilidad a las víctimas pertenecientes a la fuerza pública; otra para compartir saberes y fuentes; otra más para que los militares y policías estuvieran representados en la elaboración del guion del Museo de la Memoria contemplado en la Ley de Víctimas; y una última para darles continuidad a los conversatorios que servían para fomentar el debate sobre el conflicto armado.
    Siguiendo la hoja de ruta, en 2016 el Centro publicó el libro Esa mina llevaba mi nombre con diez crónicas sobre miembros de la fuerza pública víctimas de minas antipersonal.
    Antes de la publicación, sin embargo, los oficiales le hicieron saber al Centro que el libro afectaba el “honor militar”. Se referían a un apartado que contaba que un cabo casi se va a los golpes con un coronel que lo acusaba de aprovecharse de su condición médica para hacer lo que quería, así como a un testimonio que la autora había recogido para contar la historia de un soldado profesional víctima en el Meta: “Recuerdo clarito, clarito ese día. Yo estaba en el batallón y un coronel me dijo: ‘Si se dejó herir, pues muérase’. ¡¿Para qué se dejó joder?!, como si fuera culpa mía que una mina me afectara por segunda vez. ‘Si quiere le llamo a Santa Clara’, me decía. Santa Clara es una funeraria. ¡Fue tan denigrante!, me humilló como ser humano, como hombre y como soldado”.
    El presidente Juan Manuel Santos y el director del CNMH, Gonzalo Sánchez, durante la ceremonia de entrega del informe ¡Basta ya!, en julio de 2013.
    Ambos casos debieron ser debatidos al detalle con el CNMH, y con la mediación de la embajada, para que los oficiales entendieran que los testimonios de las víctimas son memorias que no admiten edición.
    Pero las diferencias no estaban resueltas, y la victoria del No en el plebiscito del 2 de octubre de 2016 las volvió a ahondar. Dos semanas después, una vez más en la Embajada de Suiza, los oficiales dijeron que el ¡Basta ya! no podía considerarse un informe de paz y exigieron una nueva edición que no los mostrara como adversarios de la sociedad e incluyera testimonios de víctimas miembros de la fuerza pública y sus familiares. El CNMH no accedió.
    La brecha creció entonces con la publicación del “Plan estratégico del sector defensa y seguridad-guía de planeamiento estratégico 2016-2018”, del Ministerio de Defensa, que en su “Meta 5” se proponía “construir la memoria histórica de la fuerza pública bajo una visión de victoria, transparencia y legitimidad”. Ese propósito se vería fortalecido tres años después, en 2019, con la publicación de la “Cartilla de memoria histórica”, del Comando General de las Fuerzas Militares, que sostiene que será la Jefatura de Memoria Histórica y Contexto la encargada de “mantener la legitimidad institucional”. Cuatro meses después del plebiscito, el Gobierno emitió el Decreto 502, que modificó la composición del consejo directivo del Centro de Memoria para asignarle una silla, justamente, al Ministerio de Defensa.
    Gonzalo Sánchez dejó su cargo el 10 de diciembre de 2018, casi un mes después de la publicación del “Plan narrativa macro del conflicto colombiano del Comando General de las Fuerza Militares”, que definía las líneas contraargumentales que sus integrantes debían seguir en sus eventuales “contribuciones” a la Comisión de la Verdad, hija del acuerdo con las Farc, y, “eventualmente, a la Justicia Especial para la Paz (sic)”.
    El 20 de julio de 2019, ya con Acevedo en la dirección del CNMH, el Congreso aprobó la llamada Ley de Veteranos, que le ordena al Centro abrir un espacio físico en el Museo de la Memoria para “las historias de vida de los veteranos de la fuerza pública, exaltando particularmente sus acciones valerosas, su sacrificio y su contribución al bienestar general”.
    A la izquierda, la maqueta del edificio del Museo de la Memoria, diseñado por los arquitectos Felipe González-Pacheco, María Hurtado de Mendoza y César Jiménez de Tejada. A la derecha, el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá.
    ¿Cómo explicar esas tensiones que rodearon al CNMH durante tantos años, lejos del ojo público? “Los militares siempre han tenido una visión importante de no permitir que la institución se desacredite, y han acudido a una argumentación un poco metafísica de que la institución no comete delitos, sino que los cometen personas que se han apartado de las normas –dice el historiador Jorge Orlando Melo–. Cómo se cuenta la historia del país les importa a todos, y todos pueden sentir temor de ser señalados como culpables. Hay que decir que esta no es una cuestión que solo le importe al Ejército; a los grupos armados y a los partidos políticos, por citar otros ejemplos, también les importa mucho”.
    Por su parte, Iván Orozco, experto en el análisis de relatos y narrativas políticas y antiguo investigador del Grupo de Memoria, responde de esta manera: “El poder siempre ha querido controlar, sobre todo en tiempos de crisis o de transición política, la producción de verdad y, en general, de las narrativas de las que dependen la identidad y los proyectos colectivos. La memoria es testimonio de lo que ya pasó, y un ejercicio pleno de la subjetividad. Sin embargo, la palabra histórica evoca los métodos tradicionales de la historiografía, de la cual se deriva, al menos, la pretensión de controlar la subjetividad. Tanto la memoria como la historia son productoras de verdad tremendas y, por eso, objetivos de control”.

    La tormenta Acevedo

    En medio de esta puja por la memoria, la llegada de Acevedo, por supuesto, no cayó bien en el CNMH que dejó Sánchez. Y los temores de que venía con la intención de privilegiar la memoria militar en los esfuerzos del Centro pronto se hicieron realidad.
    En marzo, decidió no lanzar el informe Y a la vida por fin daremos todo, que contaba la historia de violencia que sufrieron los sindicatos de la industria de palma de aceite en el Cesar. También obligó a su equipo a firmar una cláusula de confidencialidad para evitar que las cuestiones internas del cnmh se filtraran a los medios. De las muestras itinerantes del Museo de la Memoria, que servían para anunciar lo que sería el proyecto terminado, eliminó elementos claves de la narrativa: consideró que la presencia de Tirofijo en una imagen hecha por una víctima que registró las conversaciones de La Uribe de 1980 hacía “proselitismo político” y ordenó retirarla, a pesar de formar parte del relato de los hechos victimizantes que sufrieron los miembros de la Unión Patriótica; en esa misma muestra descartó también una imagen de la Organización Femenina Popular porque “incentivaba la protesta social”; para una exposición en Cali, eliminó de las guías para los visitantes las palabras “despojo”, “conflicto”, “resistencia” y “resiliencia”, y borró los textos introductorios de los ejes del guion: cuerpo, tierra y agua.
    Las arbitrariedades de Acevedo solo aumentaron el malestar en un equipo que desde el principio lo veía con recelo. El CNMH tiene una estructura burocrática de más de trescientas personas, entre funcionarios y contratistas. Solo hay setenta y dos cargos de planta y de esos apenas catorce son de libre nombramiento y remoción. “Si el nuevo director quería dar un golpe en la mesa –dice Andrés Suárez–, es probable que se haya encontrado de frente con la burocracia. Seguro hay trabajadores que no le gustan, pero no podría despedirlos por razones ideológicas sin violar sus garantías laborales. Además, tampoco podía prescindir del equipo sin que el funcionamiento de la entidad colapsara, y no tenía cómo suplirlo”. Cuando ha decidido salir de algún miembro de su equipo, la decisión le ha costado polémicas en los medios: a Rafael Tamayo, a quien había nombrado en abril de 2019 en la dirección del Museo de Memoria, le pidió la renuncia sorpresivamente ocho meses después; por otra parte, al cabo de un año han pasado cuatro personas distintas por la dirección de Construcción de la Memoria, encargada de las investigaciones.
    A esto se suma que el desempeño del CNMH ha sido deficiente desde el aterrizaje de Acevedo. Para concluirlo basta un vistazo al informe de cumplimiento del tercer trimestre de 2019. En los testimonios de desmovilizados acopiados, sistematizados y analizados hubo apenas un 2 % de avance (cuarenta y cuatro testimonios de dos mil previstos); el progreso de los documentos, archivos y colecciones documentales puestos al servicio de la sociedad fue apenas del 2 % (1.447 de ochenta mil documentos); de los archivos de derechos humanos y memoria histórica identificados, localizados e incorporados al Registro Especial de Archivos de Derechos Humanos (readh), logró solo el 11 % de cumplimiento (ochenta de setecientos cuarenta).
    Una persona que trabajó en el CNMH en los primeros meses de la nueva dirección dijo en una entrevista para este reportaje: “Acevedo fue toda su carrera un profesor de universidad pública en Medellín. Realmente no tiene ni la formación jurídica ni la experiencia en administración pública necesarias. Entonces las decisiones cotidianas eran muy emotivas de acuerdo con (su) visión política, pero no se basaban en la lógica ni tenían muy en cuenta los compromisos legales de lo que se ejecutaba en el Centro”.
    El único informe que ha presentado Acevedo en el año que lleva al frente del CNMH viene del equipo de Gonzalo Sánchez, y se titula Tiempos de vida y muerte. Memorias y luchas de los pueblos indígenas en Colombia. Su lanzamiento fue el 18 de noviembre de 2019 en el Teatro Colón de Bogotá y allí una buena parte de los asistentes abuchearon al director. A todo esto se suma algo grave: en estos doce meses, también algunas organizaciones de víctimas han amenazado con retirar sus archivos del CNMH por la desconfianza que les produce la parcialidad ideológica de quien lo dirige. La Asociación Minga, que agrupa víctimas de pueblos indígenas, ya retiró el suyo.
    “Sentimos que (Acevedo) no ofrece garantías para hacer un trabajo imparcial que recoja las distintas voces y pueda señalar a los responsables de manera clara sin importar si son grupos armados ilegales o la fuerza pública”, dice Leyner Palacios, vocero de las víctimas de Bojayá.
    Las acciones y omisiones de Acevedo tienen hoy al cnmh sumido en una crisis que tocó un punto bajo el pasado 3 de febrero, cuando la Coalición Internacional de Sitios de Conciencia, con doscientos setenta y cinco miembros en sesenta y cinco países, le suspendió la membresía porque el director no había respondido oportunamente a una comunicación del 24 de septiembre de 2019, en la que debía estar de acuerdo con cuatro puntos fundamentales, siendo el primero el reconocimiento de un conflicto armado en Colombia.
    “Si el Centro –dice Andrés Suárez– ya no investiga ni cumple con sus metas internas, cabe la pregunta de si, ante la imposibilidad de redireccionar el Centro en el corto plazo, lo que está haciendo Acevedo es bajándole el perfil y llevándolo a una creciente invisibilización”.

    ¿Y el museo?

    En medio de la puja que se vive en torno al CNMH, el Museo de la Memoria cuenta hoy con un director; un diseño de Felipe González-Pacheco, María Hurtado de Mendoza y César Jiménez de Tejada –adjudicado por concurso público–, y un guion, pero no se sabe cuándo abrirá sus puertas.
    Lo que sí es claro, si se juzga por anuncios recientes de Acevedo, es que la batalla simbólica por la memoria también se concentrará ahí. Ya anunció que buscará cambiar el guion y, además, puso justamente a Fabio Bernal en la dirección, cuya experiencia como museólogo se debe en buena parte a las Fuerzas Militares y a la Policía, como puede verse en el currículo que apareció en el Sistema de Publicación de Hojas de Vida de la Presidencia.
    Bernal, además, coordinó la museografía de la Sala de Memoria y Dignidad de la Fuerza Pública Sargento Primero Libio José Martínez Estrada del Museo Militar, y en ella recogió la victimización de los uniformados en medio de la violencia.
    Hasta la administración anterior, el guion se había basado en la exposición Voces para transformar a Colombia, que pasó por varios lugares del país. Sus ejes narrativos –cuerpo, tierra y agua– habían sido construidos durante casi cuatro años de trabajo de diálogo social y habían contado con una consultoría del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), según cuenta la curadora de la exposición Cristina Lleras.
    ¿Qué giro le dará Bernal al guion del Museo? ¿Cómo se articulará con la orden legal de incluir una sala para los veteranos de la fuerza pública? ¿Incluirá también los hallazgos de la Comisión de la Verdad, como estipulan los acuerdos de paz que firmaron el Estado colombiano y las Farc? Son preguntas que todavía no tienen respuesta.
    Sobre el edificio tampoco hay certeza. En la ceremonia de la primera piedra del 5 de febrero, el presidente Iván Duque les pidió a Acevedo y a Susana Correa que el Museo estuviera listo antes de terminar su gobierno en 2022. Rafael Tamayo asegura, sin embargo, que si no hay retrasos, la construcción tomará mínimo dos años y al menos seis meses más de dotación, sin contar el tiempo que tarde el montaje de las exposiciones.
    A la falta de tiempo y al hecho positivo de que el Ministerio de Hacienda tiene destinados cerca de setenta y dos mil millones de pesos para la obra se suma que todavía no se ha definido la transferencia del predio entre el Distrito y la nación. La última modificación del convenio que establece ese traslado fue un documento de diciembre de 2019 que dice que el Distrito “podrá transferir o ceder a título gratuito el predio”, pero condiciona la cesión a un acuerdo entre las partes. En otras palabras, no hay seguridad absoluta sobre la transferencia y será el CNMH quien deba gestionar la sesión del lote con la nueva Alcaldía.
    El pasado 17 de febrero, la Agencia Nacional Inmobiliaria Virgilio Barco lanzó la licitación pública para la construcción del Museo, pero, según una fuente conocedora del caso, “no están dadas las condiciones”. “Pueden lanzar la licitación e incluso comenzar la obra, pero si la alcaldesa Claudia López, por ejemplo, llegara a considerar que la obra no le ofrece garantías a la intención que tiene el Distrito para ceder el predio, el proyecto no se podría parar sin incumplirle al constructor, y estarían poniendo en riesgo setenta y dos mil millones de la nación”.
    Otro punto determinante para el futuro del Museo es su creación jurídica como institución permanente e independiente, pues hasta ahora ha funcionado como una subdirección del CNMH. Para este propósito necesitará un aval del Ministerio de Hacienda y del Departamento Administrativo de la Función Pública, y esto hace necesaria una nueva ley para su reglamentación. Esta realidad abre la puerta a que el Congreso tenga poder de decidir sobre asuntos como a qué dependencia del Estado estará adscrito el Museo o cómo se escogerá a su director.
    La ley de creación jurídica es algo que tarde o temprano tendrá que suceder y dependerá también de hasta cuándo funcionará el CNMH. La Ley de Víctimas que lo creó tiene una vigencia de diez años y eso prevería su cierre para mediados de 2021. Aunque el presidente Duque anunció que presentará un proyecto para prorrogar la ley, eso no implica que todas sus instituciones se vayan a prorrogar automáticamente, en caso de ser aprobada. Así, el Congreso, que en noviembre de 2019 citó a Acevedo a control político por su postura “negacionista” del conflicto, tiene ahora también un papel en esta batalla.

    En otra orilla

    Érika Mesa Díaz
    El Centro de Memoria, Paz y Reconciliación (CMPR) está en un edificio monolítico de ventanas verticales, cuyos muros llevan incrustados tubos de ensayo con puñados de tierra entregada por víctimas del conflicto armado. Los rayos que atraviesan los cristales sugieren la presencia de los que partieron: de día siempre hay halos de luz en las paredes internas, y de noche el centro brilla hacia el exterior, a la vista de quien pasa por la zona. Los dos espejos de agua a los costados del bloque reflejan las luces, a pocos metros del Cementerio Central de Bogotá.
    Las escaleras para entrar al lugar son descendentes, y así, al inclinar la cabeza para bajarlas, los visitantes hacen una venia involuntaria. Bajo el nivel del suelo, rodeados de auditorios y espacios multipropósito, crecen tres yarumos sembrados el día de su inauguración, en 2008, para que crecieran junto al cmpr. Con este diseño, el arquitecto Juan Pablo Ortiz quiso reunir en un lugar de memoria los cuatro elementos esenciales de la vida: agua, aire, fuego y tierra. El memorial se ha integrado al paisaje de la capital del país y alberga hoy a una entidad oficial que trabaja para preservar la memoria del conflicto y honrar a sus víctimas.
    Más allá de que hoy el cmpr, en sus ideas y su forma de trabajo, se opone al Centro Nacional de Memoria Histórica, sigue siendo un error común que periodistas y comentaristas confundan ambas entidades. A tal punto llega la equivocación que una foto de la construcción de Ortiz todavía aparece en la entrada sobre el cnmh en Wikipedia. José Antequera, nombrado hace pocas semanas director del cmpr por la alcaldesa Claudia López, dice que el intercambio indiscriminado de ambos nombres resulta de una “confusión injusta”, pero que, paradójicamente, está justificada. “Aunque sus objetivos misionales sean distintos y funcionen de manera independiente, el nombre de un centro está muy inspirado en el otro”, dice Antequera, hijo del homónimo dirigente de la up asesinado durante el magnicidio contra los integrantes de ese partido.
    Las dos entidades funcionan de forma independiente, en dos ubicaciones distintas. El CMPR, fundado en 2008, surgió de una iniciativa social por la defensa de los derechos humanos, acogida por la Alcaldía de Bogotá y adscrita a ella desde entonces, y pone sus instalaciones y recursos al servicio de iniciativas comunitarias que trabajen en la construcción de memoria y la reivindicación de las víctimas. Por su parte, el memorial es una acción pedagógica abierta: no tiene costo visitarlo ni asistir a sus eventos o exposiciones.
    Notas finales: desde el 3 de febrero pasado, ARCADIA pidió insistentemente, a través del equipo de prensa del CNMH, una entrevista con el director Darío Acevedo para ser incluida en este reportaje. Después de varios intentos, fue posible pactar una entrevista para el 18 de febrero, que en los días previos fue cancelada por el equipo de prensa aduciendo motivos de agenda. Al cierre de esta edición, el director no había respondido.
    Por indicación del equipo de memoria histórica del Ejército, ARCADIA dirigió el 4 de febrero un oficio al brigadier general Óscar Alexander Tobar Soler, jefe del Departamento Jurídico Integral, para pedir una entrevista. Dos días después, y por petición de la oficina de comunicaciones de la dependencia, la revista envió las preguntas sobre las que se desarrollaría la entrevista, que indagaban históricamente por la percepción militar del trabajo del CNMH. Al cierre de esta edición no habían llegado las respuestas.
    *Alarcón es periodista y ha trabajado en las redacciones de El Espectador y El Tiempo. Fue director del portal ¡Pacifista!