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lunes, agosto 17, 2020

1996 - 1998 cuando el estado colombiano perdía la guerra con las FARC

HORA DE RENUNCIAS

Las elecciones no pueden convertirse en cortina de humo para aplazar el debate sobre el fracaso de la estrategia militar en Colombia. 


Eran las cinco de la tarde del martes 3 de marzo. El Presidente Ernesto Samper había convocado a un Consejo de Seguridad en la Casa de Nariño. La cúpula de las Fuerzas Armadas y los directores de los servicios de inteligencia fueron ocupando sus puestos. El objetivo era evaluar el 'plan democracia' para el domingo de elecciones. Tras la intervención de algunos de los participantes, el jefe del Estado interrogó al comandante del Ejército, general Mario Hugo Galán, sobre los enfrentamientos con las Farc en la región del Caguán. En tono serio, el alto oficial le respondió que desde hacía varios días soldados profesionales de la Brigada Móvil No. 3, sostenían un duro combate con ese grupo subversivo. Galán, sin embargo, tranquilizó a Samper. Le dijo que las noticias eran buenas y que todo indicaba que el Ejército se iba a apuntar un éxito frente a la guerrilla. Hacia las ocho de la noche de ese mismo día, los servicios de inteligencia militar interceptaron una comunicación radiotelefónica que los dejó paralizados: la batalla en el Caquetá no sólo se estaba perdiendo, sino que adquiría ribetes de catástrofe. Los radioperadores militares habían escuchado con nitidez a 'Fabián Ramírez', segundo comandante del Bloque Sur de las Farc, cuando entregaba un parte de guerra a su jefe inmediato, Milton de Jesús Toncel, alias 'Usuriaga'. En tono categórico, 'Ramírez' le informaba que hasta ese momento sus hombres habían dado de baja a 50 soldados, que 35 más estaban heridos, y que habían recuperado numeroso material de guerra y destruido los sistemas de comunicación de las tropas. Los militares que interceptaron la comunicación inicialmente no la creyeron. Era tan inverosímil que parecía más bien desinformación. Lamentablemente no lo era. Lo que ocurrió a partir de esa noche no le había sucedido al Ejército desde hacía 45 años, cuando Guadalupe Salcedo y sus guerrillas liberales de los Llanos emboscaron y mataron a 99 soldados, y sólo dejaron a uno con vida para que contara la historia. Entonces también fue evidente la impotencia de los militares. En los cinco días siguientes al combate en El Billar, fue imposible saber con exactitud qué había pasado. A pesar del enorme despliegue de helicópteros, aviones y tropas, ninguna patrulla de reconocimiento logró penetrar a la zona del conflicto. Tampoco fue posible establecer el balance de muertos, heridos y desaparecidos. Y, lo que es peor, la información de lo que había sucedido sólo se conocía por las intercepciones hechas a la guerrilla, cuyo sofisticado sistema de comunicaciones funcionaba a la perfección. Hasta 'Usuriaga' se dio el lujo de sostener una larga entrevista con periodistas de la red O Globo del Brasil, que lo localizaron vía satélite en medio de las selvas del Caquetá. ¿Pero qué fue lo que realmente ocurrió? El jueves 26 de febrero, el comando de la Brigada Móvil No. 3 del Ejército, que opera en el medio y bajo Caguán, recibió información confiable sobre desplazamientos masivos de las Farc en la zona. Según ese reporte, el propósito de la guerrilla era tomarse la población de Cartagena del Chairá, la misma que sirvió de escenario para la liberación de los 60 soldados de Las Delicias en junio del año pasado. De inmediato, los comandantes de la Brigada Móvil dispusieron un operativo militar para impedir la llegada de cerca de 600 subversivos al pueblo. Los informantes del Ejército también daban cuenta de que entre las filas guerrilleras figuraban dos hombres del secretariado general de las Farc, entre ellos, Jorge Suárez Briceño, el ya legendario 'Mono Jojoy'. Entre el sábado 28 de febrero y el domingo primero de marzo, muy cerca de la quebrada de El Billar en el bajo Caguán, se dieron los primeros enfrentamientos. El batallón contraguerrilla No. 52 de la Brigada Móvil No. 3, conformado por 153 hombres, fue el encargado de combatir a los frentes 14 y 15 y a la columna 'Teófilo Forero' de las Farc. Las Brigadas Móviles del Ejército son cuerpos élite, conformado por soldados profesionales, cuyo salario mensual es de 350.000 pesos y quienes tienen a su disposición el mejor armamento, los mejores equipos de comunicaciones y han sido exclusivamente entrenados para combatir a la guerrilla. El enfrentamiento se prolongó tres días. El martes cesó el fuego. Esa misma noche los subversivos entregaron un balance a sus jefes. Pero el Ejército había perdido comunicación con sus tropas. Eso explica por qué razón cuando el general Galán le reportó al Presidente, no tenía información exacta de lo que realmente había ocurrido en las selvas del Caguán. Fueron precisamente esos soldados profesionales los que se llevaron la gran sorpresa: el enfrentamiento no se produjo contra las columnas regulares de las Farc, sino con las fuerzas especiales del grupo, que son las que tienen a su cargo la custodia de los desplazamientos de los miembros del secretariado general. En otras palabras, los soldados que pretendieron sorprender a la guerrilla, terminaron sorprendidos. Las Farc se desplazaban con cinco anillos de seguridad. Todo parece indicar que, al comenzar los combates, los guerrilleros abrieron paso a los soldados para dejarlos penetrar los dos primeros anillos de seguridad. Así los llevaron a la boca del lobo. Una vez logrado el objetivo, les cerraron el cerco y los atacaron por todos los flancos.

El despeje
Aún antes de que el país conociera en forma oficial _la información disponible provenía de las Farc_ la verdadera dimensión de la catástrofe militar de El Billar, comenzó el debate sobre responsabilidades. Había que establecer las verdaderas causas del duro golpe al Ejército y encontrar en dónde residían las graves fallas de táctica y estrategia. La catástrofe de El Billar, Caquetá, es, de lejos, el golpe más grave que le hayan asestado las Farc al Ejército en el último medio siglo. Parecería que las lecciones, todavía frescas, de Puerres, Las Delicias y Patascoy no hubieran servido de experiencia. En el desarrollo del conflicto guerrillero de este medio siglo, es un hecho, según los expertos, que la subversión ha pasado del hostigamiento y la emboscada típica de la guerra de guerrillas, a una fase de guerra de posiciones, en la que la insurgencia ha demostrado que tiene capacidad de desarrollar combates a campo abierto y defender posiciones estratégicas por largo tiempo. Un ejemplo es precisamente el caso de El Billar, en el Caguán, la semana pasada. Después de que el Bloque Sur de las Farc atacara al batallón 52 de la Brigada Móvil No. 3 del Ejército en esa región, éste demoró mucho tiempo para entrar a la zona no obstante los incesantes bombar-deos aéreos y las avanzadas de las tropas de superficie. Si hasta hace unos años las Farc se limitaban a emboscadas y ataques sorpresa y luego retirada, como lo hacían las guerrillas de los años 50, desde hace tres años, gracias entre otras cosas al asesoramiento que han recibido de expertos salvadoreños, ese grupo guerrillero ha venido actuando como la semana pasada: en unidades de más de 300 hombres. Mientras tanto el Ejército sigue disperso y continúa atacando con pequeñas unidades como lo hizo el batallón de 153 hombres que fue aniquilado la semana pasada en el Caquetá. La guerrilla parece estar ganándole la partida al Ejército como lo demuestra la cadena de desastres de los últimos dos años. Sin embargo, tampoco se ha llegado al punto en que pueda afirmarse que hay un equilibrio de fuerzas, pues el Ejército presenta una evidente superioridad frente a los grupos armados en número de hombres, recursos y logística. El gran aliado de los subversivos es, entonces, el factor sorpresa. Es claro que los guerrilleros tienen en este punto una enorme ventaja. No obstante la diferencia es que el Ejército, como lo asegura el politólogo Eduardo Pizarro, "ha perdido totalmente la iniciativa táctica en el campo de batalla".

Analistas y expertos en el tema aseguran que una de las razones viene de atrás y ha influido no sólo en la pérdida de control del territorio por parte de la fuerza pública, sino en la moral de las tropas: el despeje militar de 13.000 kilómetros de ese territorio, en junio del año pasado, en cumplimiento de una de las exigencias de las Farc, para liberar a los 60 soldados capturados durante la toma de la base de Las Delicias en el Putumayo. Para nadie es un secreto que la medida fue obedecida a regañadientes por los generales _humillados en su orgullo militar por la derrota_ especialmente por el general Harold Bedoya, entonces comandante de las Fuerzas Militares, que no ocultó su rabia cuando calificó la entrega como "un circo con muchos payasos".Aunque evidentemente los militares no aceptan esta interpretación y aseguran que las tropas habían reasumido control y dominio de esa vasta zona del territorio colombiano, lo cierto es que la Brigada Móvil No. 3 que se encuentra operando en la región desde agosto del año pasado, parece estar actuando más con las características de un Ejército invasor que con las de uno en pleno ejercicio de soberanía. Y eso que el Ejército alega en su defensa el hecho de que, a mediados de septiembre del año pasado, desarrolló la operación 'Destructor II' en los llanos del Yarí con el objetivo de capturar a 'Tirofijo' y al 'Mono Jojoy'. Se olvidan los generales que entonces los resultados fueron tan magros en capturas y bajas _un guerrillero detenido_, como exorbitantes en gastos _17.000 millones de pesos_, y que las críticas llovieron de todos los flancos. Mucho ruido y pocas nueces fue entonces el comentario generalizado.

Los retos de la verdad en el Eje Cafetero

imagen de: https://comisiondelaverdad.co/actualidad/noticias/retos-de-la-verdad-en-el-eje-cafetero


La situación se ha tornado tan grave que en lo del despeje puede haber una parte de explicación, pero no toda ni la verdadera. Para el politólogo Alfredo Rangel, esta teoría no puede utilizarse como disculpa para justificar el nuevo fracaso militar: "Ese despeje no cambió la situación ni para el Ejército ni para la guerrilla. Eso es como buscar el ahogado río arriba". La tragedia del Caguán ha sido la más grande de los últimos 45 años, pero no ha sido la única catástrofe militar reciente. En menos de dos años el Ejército tuvo cinco humillaciones. Entre ellas están la toma de Las Delicias, el asalto al cerro Patascoy, la emboscada en San Juanito, Meta, entre otros, donde perdieron la vida más de 60 soldados y la guerrilla retuvo a unos 70 militares (ver recuadro).
¿Cómo explicar esta serie de reveses, cada uno más grave que el anterior? Este interrogante no tiene una respuesta fácil. Son muchos y muy variados los factores que inciden en estos resultados. El que más se menciona es el de las fallas en la inteligencia militar. En opinión de varios oficiales consultados por SEMANA, la línea de mando se equivocó al casar una disputa interna con los servicios de inteligencia del propio Ejército. En más de una ocasión y de manera reservada, el sucesor de Bedoya, el general Manuel José Bonett, la emprendió contra el modo de operar de los cuerpos secretos del Ejército. No en vano en el segundo semestre de 1997 fueron relevados de sus cargos dos comandantes de la Brigada XX de Inteligencia, los coroneles Bernardo Ruiz y José Guillermo Rubio. Esta crisis en el interior del organismo encargado de proveer de información a los mandos militares en las diferentes regiones del país para combatir a la subversión, se sumó a dos viejos problemas de la inteligencia no resueltos: la poca capacidad de infiltración, que llevó al servicio de inteligencia a confiar de manera excesiva en los denominados informantes casuales (personas que espontáneamente se presentan a una guarnición a ofrecer datos a cambio de dinero), frente a los cuales el Ejército no tiene suficientes mecanismos de verificación y deficiencias de la llamada contrainteligencia militar, encargada de detectar la infiltración del enemigo. Otro factor que ha incidido en el problema es la polarización dentro del Ejército. Luego de la controvertida salida del general Harold Bedoya del comando de las Fuerzas Militares, se pensó que la división interna del Ejército derivada del proceso 8.000 y del narcoescándalo, por fin se había superado. Sin embargo, no ocurrió así. En las primeras semanas de su gestión al comando de las Fuerzas Militares y del Ejército, respectivamente, los generales Manuel José Bonett y Mario Hugo Galán dedicaron buena parte de su tiempo a perseguir el fantasma del general Bedoya, simbolizado en numerosos oficiales que, en forma privada y pública, manifestaban su descontento por lo que sucedía en el seno del Ejército. Ese desgaste, unido a la presión internacional por el tema de los derechos humanos y el auge de los grupos de justicia privada, impidió que la línea de mando se sentara a diseñar estrategias coherentes para enfrentar a los grupos subversivos. Todo esto ha coincidido también con la creencia generalizada de que hay dos estilos en la cúpula demasiado diferentes e igualmente inadecuados para las circunstancias. Por un lado, el exagerado bajo perfil del comandante del Ejército, general Mario Hugo Galán, el cual se mantiene excesivamente alejado de las tropas; y por otro, el exagerado protagonismo del comandante de las Fuerzas Militares, general Manuel José Bonnett, en los medios de comunicación y en la vida social, que lo ha distraído de sus verdaderas funciones. Uno y otro, aunque por razones diferentes, han descuidado el papel que les corresponde en propiedad: el de estratega y comandante de las tropas. Así de simple. Por último y como lo aseguran algunos oficiales del Ejército, lo verdaderamente de fondo es que no hay continuidad en las políticas de Estado en materia de orden público. Se actúa al vaivén de las circunstancias y por eso, como asegura el politólogo Pizarro Leongómez "esta falta de continuidad no permite construir una política estatal ni llevar a cabo con éxito la guerra". De hecho, los últimos gobiernos se han visto obligados a improvisar medidas de emergencia y acudir a la conmoción interior cuando se han producido grandes golpes de la guerrilla. Incluso la semana pasada el Ejecutivo consultó la posibilidad de decretar esta medida de excepción tras los hechos del Caguán.

Responsabilidades políticasEn resumen, los problemas de los militares no sólo están en el campo de batalla. Hasta hace poco la responsabilidad por los reveses recaía en la cabeza del capitán o del mayor que tenía bajo su mando la tropa afectada. Aún así es claro que la importancia de los responsables depende de la gravedad de lo ocurrido. La toma de Las Delicias le costó el puesto al comandante de Infantería de Marina, general Jesús María Castañeda; y el asalto al cerro de Patascoy cobró las cabezas de los generales Eduardo Camelo y Julio Charry, comandantes de la III División y III Brigada del Ejército, respectivamente. En esta ocasión, cuando se trata del quinto desastre militar de los últimos dos años, el país ha empezado a mirar hacia la cúpula de las Fuerzas Militares. Pasó la hora de cortar cabezas por lo bajo, a oficiales o suboficiales por fallas técnicas o tácticas en los operativos. Tampoco pueden seguir siendo los muertos los que carguen, sin poder defenderse, con las culpas. Para muchos llegó el momento de las rectificaciones y de las responsabilidades políticas. La gravedad de los últimos hechos abre la necesidad de mirar más alto. El Presidente, de cachucha en el frente militar, hizo saber que no piensa entregarle cabezas a la guerrilla. Esa, sin embargo, no es la respuesta que la opinión pública esperaba. En cualquier país civilizado ya habrían rodado varias cabezas, empezando por las de la cúpula militar. En Colombia alguien tiene que responder políticamente por lo sucedido. Tal vez la consecuencia más grave del proceso 8.000 es que en la búsqueda de la prueba reina desapareció el concepto de responsabilidad política. El episodio de Las Delicias podría ser considerado aisladamente un fracaso militar. Pero si a eso se le suman los fracasos posteriores el problema deja de ser militar y se convierte en político. Tras la catástrofe de El Billar, podría decirse que le cabe una responsabilidad política a la cúpula militar, al propio Ministro de Defensa Gilberto Echeverry y, por su puesto, al Presidente de la República. La renuncia de Ernesto Samper no es viable políticamente, y la de Echeverry ni quita ni pone, pues él no maneja la estrategia militar. Pero de ahí para abajo, alguien tendría que asumir la responsabilidad y renunciar. Concretamente, los generales Manuel José Bonett y Mario Hugo Galán, por sus cargos de comandantes de las Fuerzas Militares y del Ejército, deberían responder directamente por la suma de fracasos recientes. El jefe del Estado dejó en claro, sin embargo, que esto no sucedería cuando afirmó que no iba a dejar rodar las cabezas de militares para darle gusto a la guerrilla. Con frecuencia tiende a descalificarse políticamente cualquier crítica al Ejército. Tanto los cuestionamientos que se le hacen por violación de los derechos humanos, como los más recientes por la eficiencia misma de las Fuerzas Militares, son señalados, poco menos que como mensajes a favor de la subversión. Esta actitud es equivocada. No se puede tapar el sol con las manos. El país, los militares y el gobierno deben entender que sólo aceptando que algo está mal y trabajando para corregirlo, se podrá tener en un tiempo razonable unas Fuerzas Militares verdaderamente profesionales, y con capacidad real para defender a la Nación. Sólo así se podrá diseñar una política nacional de largo plazo que contemple la reestructuración de las Fuerzas Militares para hacerlas verdaderamente profesionales, capaces de interpretar una nueva estrategia antisubversiva, pues no se puede desconocer el cambio de estrategia de la guerrilla y su avance cada vez mayor. De lo contrario, seguir aplazando la discusión nacional sobre la necesidad de diseñar y desarrollar una política estatal de orden público a largo plazo y seguir eludiendo la responsabilidad de los militares en las catástrofes en el frente de guerra es dejarle campo abierto y cederle más terreno a la guerrilla.
Los soldados que pretendían sorprender a la guerrilla, terminaron sorprendidosn Una de las grandes fallas del Ejército está en el manejo de la inteligencia militarn Llegó la hora de pensar en una reestructuración a fondo de las Fuerzas MilitaresGolpe tras golpeel Manual de Casos Tácticos es el libro en el que las Fuerzas Militares incluyen sus éxitos y fracasos operativos más importantes. En su próxima edición, los militares deberán incluir, sin lugar a dudas, los golpes más recientes propinados por las Farc en el sur del país. Ahí deberán quedar consignados los siguientes hechos:·Abril 16 de 1996: 150 hombres de las Farc y del Ejército de Liberación Nacional _ELN_ emboscaron y dinamitaron en Puerres, Nariño, un convoy militar integrado por seis vehículos. En el ataque murieron un suboficial y 30 soldados, otros 15 uniformados quedaron heridos.
· Agosto 31 de 1996: La base militar de Las Delicias fue atacada por los hombres del bloque sur de las Farc. El combate duró toda la noche _pese a lo cual nunca llegaron refuerzos_ y dejó como resultado 27 militares muertos, 18 heridos y 60 secuestrados. Estos fueron liberados un año después en la zona del Caguán, Caquetá.
·Septiembre 6 de 1996: Por lo menos 200 hombres del primer frente de las Farc atacaron y destruyeron la base militar de La Carpa, a dos horas de la capital del departamento del Guaviare. En el ataque murieron 24 militares pertenecientes a la Brigada Móvil Nº 2, una de las unidades de élite del Ejército.
·Febrero 3 de 1997: Los frentes 53 y 54 de las Farc se enfrentaron con el Ejército en San Juanito, limítrofe entre Meta y Cundinamarca. En el choque murieron 16 soldados, otros cuatro quedaron heridos. Los aviones de la Fuerza Aérea bombardearon la zona, lo cual provocó el éxodo de unos 250 habitantes de la región.
·Julio 6 de 1997: Un helicóptero de la empresa Helicol que transportaba una patrulla de soldados hacia una zona de Arauquita, donde el ELN había dinamitado un tramo del oleoducto Caño Limón-Coveñas, fue derribado a tiros de fusil. En la acción murieron 20 militares y un civil. Cuatro días después hubo otro atentado dinamitero y un nuevo ataque a otra patrulla que dejó un saldo de 10 soldados muertos.
·Septiembre - octubre de 1997: Las Fuerzas Militares se tomaron los llanos del Yarí en la denominada Operación Destructor II. Durante tres semanas el Ejército y la Fuerza Aérea peinaron la zona con 3.500 hombres y bombardearon algunos puntos estratégicos. Al final la operación costó 17.000 millones de pesos y dejó como resultado un guerrillero capturado y algunas vacas muertas por acción de las bombas.
·Diciembre 21 de 1997: Los frentes 32 y 49 de las Farc atacaron la base de comunicaciones del Ejército ubicada en la cima del cerro de Patascoy, en los límites de Nariño y Putumayo. La acción dejó 10 militares muertos, cuatro heridos y 18 secuestrados.

De: https://www.semana.com/especiales/articulo/hora-de-renuncias/35554-3

Otras referencias:  

https://es.wikipedia.org/wiki/Toma_de_la_base_militar_de_Las_Delicias

https://es.wikipedia.org/wiki/Toma_de_Patascoy

https://es.wikipedia.org/wiki/Toma_de_Miraflores

http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/descargas/informes-accesibles/tomas-y-ataques-guerrilleros_accesible.pdf

https://verdadabierta.com/conflicto-armado-periodo-3/



 4/6/1998 12:00:00 AM

viernes, junio 14, 2019

¿Cómo superar el odio?

Un revelador estudio de un grupo de investigadores del Laboratorio de Neurociencias para la Paz y los Conflictos de la Universidad de Pensilvania, Estados Unidos, muestra, entre otras cosas, que la mayoría de los colombianos considera que los exguerrilleros de las Farc son “menos humanos” que el resto de sus compatriotas.2018/10/22 POR HERNÁN D. CARO* 


¿Es posible delinear el estado psicológico de todo un país? ¿Se puede ofrecer un mapa de las emociones, los traumas, los delirios, las esperanzas y los prejuicios que supuestamente comparten millones de personas? Y más aún, ¿cómo pueden concepciones e impulsos colectivos, más o menos inconscientes, modelar la historia de una nación de modo provechoso o terrible? Estas preguntas tienen un carácter filosófico. Sin embargo, son mucho más pragmáticas de lo que parecen. Si cambiamos “nación” por “Colombia”, y si con “historia” nos referimos al trágico destino de violencia, injusticia y división en que el país ha estado ahogado desde hace décadas, la urgencia de aquellas preguntas se hace evidente.
Tras una guerra interna que ha definido la vida y los recuerdos de varias generaciones; tras cientos de miles de muertos y desaparecidos, millones de desplazados y víctimas de todo tipo; tras derrochar cantidades incalculables de fondos y oportunidades para ser un país distinto; tras buscar –o jurar que buscábamos– la paz durante más de medio siglo, más de la mitad de los colombianos ha decidido (primero hace dos años a través de un plebiscito; luego, hace pocos meses a través de unas elecciones presidenciales) retirar su apoyo a un proceso de paz que, aunque imperfecto, bien podría interrumpir la historia sangrienta de Colombia. ¿Cómo es esto posible? ¿Qué mecanismos psicológicos explican el rechazo de muchos colombianos a una narrativa distinta? ¿Qué estructuras emocionales podrían explicar la especie de autogol histórico que los colombianos han marcado una y otra vez?
Desde inicios de 2018, un grupo de investigadores del Laboratorio de Neurociencias para la Paz y los Conflictos de la Universidad de Pensilvania, Estados Unidos, bajo la dirección de Emile Bruneau, examina cómo aplicar la ciencia a la construcción de la paz en Colombia. Quieren averiguar cómo disciplinas como la psicología social pueden servir en procesos efectivos de cambio. Como explica Andrés Casas, científico comportamental colombiano y miembro del proyecto, el paso inicial fue analizar los mecanismos grupales de la polarización que se hizo visible durante las elecciones presidenciales de 2018. Esto los llevó, una y otra vez, a los resultados del plebiscito de 2016, cuando más de la mitad de los sufragantes votó “No” al acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc. Los investigadores constataron la repetición de un patrón de comportamiento con secuelas graves para la sostenibilidad de los acuerdos de paz. Decidieron examinar las bases de ese comportamiento y, además, explorar estrategias de despolarización para disminuir los riesgos del posconflicto usando la ciencia del comportamiento. La pregunta central del proyecto se había convertido en un afán muy palpable: ¿cómo desmontar los mecanismos psicoculturales que hacen que en Colombia se desencadene una y otra vez la violencia y el rechazo a la paz? ¿Cómo superar el odio?
La deshumanización
La experiencia de procesos de posconflicto en el mundo no es tranquilizadora. Como advierten Andrés Casas, Nathalie Méndez y Juan Federico Pino en un texto académico pronto a aparecer, la paz después de un conflicto suele ser frágil. Casi la mitad de guerras civiles son de hecho recaídas posteriores a conflictos: muchos países no logran superar la violencia política y social, caen en “trampas de conflicto”, mientras las divisiones sociales causadas por la guerra se amplían. Por desgracia, la situación actual en Colombia es una buena ilustración de eso: firmada la paz y entregadas las armas por parte de las Farc, la violencia paramilitar contra líderes sociales aumenta, el rechazo popular a los acuerdos es una amenaza y un desconcierto constante, y en una especie de contraataque conservador, políticos de derecha, desde el gobierno y con intereses a menudo nebulosos, ponen en riesgo una paz ya de por sí inestable.
Entre 2015 y 2017, el equipo realizó encuestas en diferentes regiones de Colombia con cerca de 5000 colombianos, entre ellos excombatientes de las Farc. Más allá de los efectos traumáticos de la guerra a nivel individual, el sondeo identificó efectos psicológicos en el ámbito colectivo; efectos menos evidentes y probablemente menos discutidos en la opinión pública, pero que los lectores comprenderán de inmediato: desconfianza frente al Estado (“los colombianos”, escriben los investigadores, “perciben que su Estado es débil y no puede cumplir las promesas hechas a los ciudadanos en el pasado”), desconfianza frente a los miembros de grupos sociales distintos al propio, desconfianza frente al presunto deseo de paz de los excombatientes.
La falta de confianza es un tema espinoso en el caso de sociedades expuestas a niveles de violencia como la colombiana. Como sostienen los investigadores refiriéndose a otros estudios de psicología social, la exposición intensa a la guerra y a la brutalidad enfatiza la necesidad grupal de cooperar para defenderse contra amenazas externas. Lleva pues a un aumento de la confianza frente a personas del propio grupo (o in-group), pero de desconfianza frente a grupos distintos (out-groups).
En conflictos como el colombiano, con diferentes bandos enemigos y radicalizados, en el cual un Estado débil, corrupto o sencillamente hostil ha propiciado una situación de “sálvese quien pueda”, es fácil comprender que el posconflicto esté marcado por el rencor, la sensación de tener que cuidarse la espalda y por profundos recelos entre personas que, trágicamente, tienen características y experiencias de vida muy similares.
Hay dos presupuestos importantes del trabajo de los miembros del laboratorio. Por un lado, consideran que los modelos convencionales de ayuda internacional para posconflictos se centran muchas veces en “estrategias externas” (ayuda económica, presencia militar, etc.), pero se quedan cortos en el momento de estimular “promotores internos de la paz” como confianza, emprendimiento económico compartido o acciones colectivas. Por otra parte, argumentan que la noción de confianza puede contribuir a la construcción de una paz sostenible: confianza en las instituciones estatales, interpersonal y entre los actores locales del posconflicto, entre ellos víctimas y excombatientes. En el ámbito local, un aumento de confianza repercute en mayor voluntad para la reconciliación y el apoyo de procesos de paz.
Así las cosas, los investigadores buscan estrategias complementarias para proteger el posconflicto, pero hay dificultades psicológicas preocupantes contra las que se enfrentan.
Una de ellas es la deshumanización, un concepto importante en la investigación del Laboratorio de Neurociencias para la Paz y los Conflictos. La deshumanización, explica Casas, se puede entender como el sentimiento de que otras personas, los miembros de otro grupo, no son tan “evolucionados y civilizados” como los del propio. Esta percepción (y las palabras con que hablamos a menudo de otros son elocuentes: “animal”, “bestia”, “alimaña”, “rata”, “culebra”, “cucaracha”, “monstruo”, “subhumano”, “cafre”, “antisocial”, “salvaje”) estaría presente en genocidios, guerras, esclavitud o colonizaciones. Y según los investigadores, eso no solo es uno de los efectos psicológicos fatales de la violencia, sino además funciona como causa, aumentando la resistencia de muchos colombianos frente a la paz. Si “el otro” es esencialmente distinto a mí, menos racional, los escrúpulos morales no tendrán tanta efectividad sobre mis actos, facilitando la agresión, la marginación o la crueldad. Hace un tiempo, la revista The New Yorker puso un buen ejemplo: un capítulo sombrío de la serie de televisión Black Mirror, en el que soldados cazan a humanoides repugnantes. Inicialmente, todo parece “natural”, pero el desarrollo de la historia muestra cuán espeluznantes pueden ser las trampas de la deshumanización. Exámenes académicos de la deshumanización se pueden encontrar en el trabajo de Emile Bruneau, director del laboratorio, o en el libro Less Than Human: Why We Demean, Enslave, and Exterminate Others (Menos que humanos: por qué humillamos, esclavizamos y exterminamos a otros, 2011), del filósofo David Livingstone Smith.

Confianza y empatía

Con el trabajo de campo, los investigadores comprobaron niveles escandalosos de deshumanización por parte de los colombianos, particularmente frente a antiguos guerrilleros de las Farc. Esa percepción es nefasta: por una parte, si el prójimo con quien debo aprender a vivir en paz no tiene una capacidad de pensamiento (o de sufrimiento) como la mía, no puedo razonar con él; todo lo que puedo hacer es amaestrarlo, como lo haría con un animal. Por otra parte, confiar en el otro y sentir empatía frente a él será imposible. Si sus procesos mentales, sus emociones, sus necesidades, son diferentes a los míos, ¿cómo desarrollar un diálogo? O mejor, ¿cómo creer en la posibilidad de un diálogo honesto entre nosotros? Por no hablar de la invitación a la violencia (a “acabar con estos animales”) que resulta de una deshumanización que, como parece suceder en Colombia, se ha normalizado en las narrativas y las creencias compartidas de una generación a otra.
¿Cómo salir en Colombia del círculo fatídico de violencia, percepciones deshumanizantes, recelo profundo, rechazo a la paz y regreso de la violencia? Los investigadores mencionados hablan, en términos generales, de la necesidad de “fomentar comportamientos prosociales, normas sociales y el fortalecimiento institucional inclusivo”. Se trata, pues, de complementar las estrategias usuales del posconflicto, de ir más allá de la atención al desarrollo económico e “invertir en infraestructuras de gobierno para promover la confiabilidad y la resolución efectiva de problemas”. Contra las “trampas” en que se puede caer durante el posconflicto, y que tienen raíces psicológicas y emocionales hondas, los investigadores proponen un proyecto de (re)construcción de la confianza, consolidación de la empatía y lucha contra concepciones deshumanizantes.
Hay propuestas concretas. Los científicos creen que los procesos “de abajo hacia arriba”, las intervenciones específicas en las regiones, son una contribución enorme para cosechar actitudes prosociales y estructuras cooperativas. Como recuerda Casas, en la manifestación y el regreso de la violencia, las emociones han jugado un papel central, pero constituyen al mismo tiempo el antídoto más efectivo y directo. En ese sentido, el papel del arte es central. “El arte es un poderoso dispositivo que penetra las rigideces para el cambio”, dice Casas. Por eso, científicos y académicos quieren colaborar con artistas en la búsqueda de dispositivos comunicativos para reevaluar las narrativas hostiles que los colombianos hemos desarrollado sobre nosotros mismos.
Un ejemplo es la creación de “conversaciones” entre colombianos de todas las regiones del país y excombatientes de las Farc que se encuentran en los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación. Estos diálogos, que de hecho son intercambios audiovisuales, tienen lugar a través de una recopilación de videos sobre las preocupaciones e inquietudes de las personas respecto al proceso de reintegración de los exguerrilleros, las respuestas y los testimonios de los excombatientes en forma de breves documentales. La articulación de estas piezas quiere generar procesos de charla y discusión sobre expectativas y temores, con el fin de comprender mejor y reaccionar a los obstáculos para acercarse a una población que se resiste al proceso de paz.
Otras intervenciones, inspiradas en experiencias exitosas en otras zonas de conflicto como Ruanda o Israel, también han sido proyectadas, pero la fase del proyecto que habrá de tener más impacto aún está comenzando. Y sin duda los desafíos son múltiples.
Tras décadas de guerra, los colombianos hemos aprendido a vivir, literalmente, en guerra: desconfiando de los otros y del Estado, divididos en bandos que se perciben mutuamente como enemigos; en muchos casos, como bestias que merecen el exterminio, esperando lo peor y, a fuerza de desilusiones, temiendo al cambio. A ello se suma una larga tradición de clasismo, injusticias sociales, desigualdad económica feroz y, ahora, la (re)embestida de fuerzas conservadoras y retrógradas que se pensaban superadas.
Es claro, pues, que la lucha desde la ciencia y el arte por desmontar estructuras psicológicas y emocionales paralizantes y deshumanizantes es una lucha contra costumbres muy antiguas, que moldean la manera en que los colombianos vemos la realidad y nos vemos unos a otros. Puede que ahí radique la dificultad (no es sencillo cambiar costumbres), pero también la esperanza (es posible cambiar costumbres, desarrollar nuevas). Existen experiencias del pasado que evidencian el poder de la alianza entre ciencia y arte para estimular empatía, trabajo colectivo y diálogos respetuosos; muchos bogotanos recuerdan aún –y anhelan– las intervenciones de Antanas Mockus durante su alcaldía, hace ya muchos años..

Ante tantas vidas y oportunidades perdidas en la guerra, se siente que en aprender a ver realmente al otro hay algo que ganar.


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