lunes, abril 06, 2020

LA BATALLA POR LA MEMORIA (1) Homenaje a Revista Arcadia... la que había





De izquierda a derecha:  el general Luis Fernando Navarro; el general Eduardo Enrique Zapateiro, comandante del Ejército; y Darío Acevedo, director del cnmh, en el acto de inauguración del Museo de la Memoria en Bogotá, el pasado 5 de febrero De izquierda a derecha: el general Luis Fernando Navarro; el general Eduardo Enrique Zapateiro, comandante del Ejército; y Darío Acevedo, director del cnmh, en el acto de inauguración del Museo de la Memoria en Bogotá, el pasado 5 de febrero


El Centro Nacional de Memoria Histórica está en crisis (y el Museo de Memoria también)

Esta historia explica por qué, mientras sea su director, Darío Acevedo buscará enaltecer el relato histórico de los militares, así eso implique fracturar trece años de trabajo con organizaciones de víctimas de todo el país. Mientras tanto, el Centro se hunde en una crisis inédita y la construcción del Museo de Memoria es totalmente incierta.

2020/02/25

POR DIEGO ALARCÓN*

El 5 de febrero de 2020, en el terreno baldío de la calle 26 con carrera 30 en Bogotá, el director del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), Rubén Darío Acevedo, abrió la ceremonia de instalación oficial de la primera piedra del Museo de la Memoria de Colombia, el lugar destinado a visibilizar la magnitud del conflicto armado en el país. Casi cuatro años antes, sin embargo, hubo otra ceremonia, ya olvidada, que varias víctimas reclamaron ese 5 de febrero: el 9 de abril de 2016, los mamos wiwas de la Sierra Nevada y de otras comunidades indígenas víctimas de la guerra, como los uitotos, habían puesto ya una primera piedra.
Los símbolos que acompañaron cada uno de esos actos, y el hecho de que haya un reclamo por la legitimidad del primero, son evidencia de la batalla por la memoria que hoy se lucha en Colombia. ¿Cómo puede relatarse la historia de nuestra guerra, sin que una sola de las partes quiera apropiarse de esa potestad? ¿Cómo puede esa historia incluir la memoria de todas las víctimas del conflicto armado? Y ante esa diversidad de memorias, ¿cómo pueden garantizarse el rigor académico, la justicia y la verdad?
Cada primera piedra contó con una ceremonia organizada por el CNMH. En 2016, los mamos wiwas subieron al cerro de Monserrate, en Bogotá, para pedirle a su dios Serankua que el proyecto del Museo de la Memoria fuera bien recibido por la tierra. Luego, de vuelta en la ciudad, un líder indígena pasó una piedra por el fuego, antes de dejarla en el suelo como un símbolo de “cimiento espiritual”.
La primera piedra de 2020, en cambio, fue una placa con una inscripción que decía “Museo de Memoria de Colombia” encima del nombre del presidente Iván Duque, de la directora de Prosperidad Social, Susana Correa Botero, y del propio Acevedo. Al final, aparecían las palabras “Mesa Nacional y colectivos de víctimas participantes”.
Al evento asistieron representantes de las víctimas de Bojayá, pero también el senador del Centro Democrático José Obdulio Gaviria, reconocido negacionista del conflicto armado; así como los generales Luis Fernando Navarro, comandante general de las Fuerzas Militares, y Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército, que estuvieron sentados en las dos primeras filas de un auditorio improvisado para la celebración: una carpa con capacidad para unas trescientas personas.
Afuera de la carpa, detrás de las vallas que la policía puso para cercar el lote, unas setenta personas participaron de un plantón que organizó el Movimiento Nacional de Víctimas de Estado (Movice). Habían sido invitadas, pero prefirieron mantenerse al margen. Sus gritos de rechazo alcanzaron a colarse entre los silencios retóricos de Acevedo, encargado del discurso inaugural. En sus palabras, el director volvió a una idea que ha repetido durante el año que lleva al frente del CNMH: “El museo, en tanto entidad estatal, debe ser estricto en el cumplimiento del mandato legal de no producir ni tender a construir una verdad oficial del conflicto armado, ejercicio propio de dictaduras”.
La frase es una reedición de lo que dijo el 2 de febrero de 2019 en una entrevista con El Colombiano: “El conflicto armado no puede convertirse en verdad oficial”. Para entonces, Acevedo no había sido nombrado, pero el camino para su posesión parecía despejado después de fuertes controversias en torno a otros candidatos que el Gobierno había considerado para la dirección del CNMH. Uno de ellos había sido el periodista Mario Pacheco, que había llegado a sugerir que el Centro estaba infiltrado por las Farc y que debía “corregir su tendencia a culpar al Estado y a las Fuerzas Militares”; el otro fue Vicente Torrijos, un profesor de la Universidad del Rosario que había sido contratista de las Fuerzas Militares y alcanzó a ser nombrado antes de que se descubriera que había incluido en su hoja de vida un falso doctorado y la Universidad del Rosario lo despidiera.
Darío Acevedo asumió la dirección del CNMH el 21 de febrero de 2019. Con él llegó al mando de una institución académica reconocida en el mundo por la calidad de sus investigaciones un historiador y profesor de la Universidad Nacional de Medellín, pero también un colaborador de lo que fue el Centro Primero Colombia, fundado por José Obdulio Gaviria, que en columnas de opinión y numerosos tuits no ha ocultado su convicción de que el CNMH estaba en manos de la guerrilla, la Colombia Humana y “el mamertismo”.
Algunos manifestantes durante el acto de inauguración del Museo de la Memoria, el 5 de febrero en Bogotá
Un año después, su trabajo al frente del Centro ha sido ampliamente cuestionado y ha llevado a la institución a un estancamiento en términos de investigación y a una crisis inédita tanto interna como externa. La insatisfacción en el equipo crece con cada decisión de Acevedo, mientras que los indicadores de desempeño han llegado a una baja histórica. Expertos en áreas clave –entre ellos, el exdirector del Museo, Rafael Tamayo, y la politóloga y exasesora María Emma Wills– han salido a criticar al CNMH. Además, algunas organizaciones de víctimas se han distanciado de una institución que invirtió años en ganarse su confianza y construir junto con ellas un relato histórico. En el plano internacional, la Coalición Internacional de Sitios de Conciencia, siguiendo las preocupaciones de la Red de Sitios de Memoria Latinoamericanos y Caribeños, expulsó en febrero al CNMH de su red, la más importante del mundo en asuntos de memoria y conflicto. Y a todo esto se suma el reciente nombramiento de Fabio Bernal Carvajal, cercano a las Fuerzas Militares, como director del Museo de Memoria, cuyo futuro está en vilo.
Ante los cuestionamientos, Acevedo, quien no respondió a varias solicitudes de entrevista para este artículo, solo ha dicho que se trata de una campaña de desprestigio, desinformación y persecución contra él y contra las voces que dice representar. Pero los hechos dejan claras al menos tres cosas: que él encarna los reclamos de los últimos trece años de las Fuerzas Armadas por tener una mayor incidencia en el CNMH; que por eso ha buscado imponer los intereses de ese sector sobre otros; y que su labor está erosionando el prestigio, la credibilidad y la utilidad del Centro.

“La verdad es incómoda siempre”

Para entender lo que está pasando en el CNMH bajo la dirección de Acevedo es necesario volver al pasado de la institución, cuyos padre y madre son el Grupo de Memoria Histórica y la Ley de Víctimas (Ley 1448 de 2011).
El Grupo de Memoria nació en 2007, durante el segundo gobierno de Álvaro Uribe, como parte de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), una dependencia adscrita al Gobierno que fue creada para acompañar a las víctimas durante el proceso de justicia y paz con los grupos paramilitares. La labor misional del Grupo consistía en esclarecer la verdad y dejar memoria sobre lo ocurrido, y en esa medida, en indagar no solo por los hechos sino también por sus responsables. Al año siguiente, el Grupo comenzó a publicar investigaciones: libros que servirían de insumos para la construcción de un “gran informe general sobre el origen y evolución de los grupos armados ilegales en Colombia”.
Quien usaba esas palabras es Gonzalo Sánchez, antecesor de Acevedo en el CNMH y ya entonces un reconocido académico de la escuela de los violentólogos. De 2007 a 2011, Sánchez fue el líder del Grupo de Memoria Histórica. “Eduardo Pizarro presidía la CNRR, abrieron la convocatoria para dirigir el Grupo y fui escogido. Solo puse dos condiciones: autonomía para construir el equipo y autonomía frente al Gobierno. Pizarro las aceptó y defendió ante la Comisión”, dice.
Ese equipo que Sánchez conformó se transformó luego en su círculo más cercano de asesores, cuando en 2011 el grupo se convirtió en el CNMH. Entre ellos estaban académicos y analistas con hojas de vida destacadas como Martha Nubia Bello, Andrés Suárez, María Emma Wills y Luis Carlos Sánchez; así mismo participaron el exguerrillero y analista político León Valencia, el cofundador de Dejusticia Rodrigo Uprimny, el politólogo Iván Orozco y Patricia Linares, hoy presidenta de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Las investigaciones que publicó el Grupo causaron impacto en un país cuyo Gobierno entonces se rehusaba a reconocer el conflicto armado interno, y en medio de una agenda de seguridad nacional cimentada en la teoría del enemigo interno y el discurso de la amenaza terrorista de las guerrillas. Informes como el de la masacre de Trujillo –al menos doscientos cuarenta y cinco muertos entre 1986 y 1984 en actos perpetrados por narcotraficantes, paramilitares y miembros de la fuerza pública–; El Salado, Montes de María, Bolívar –sesenta y seis muertos en 2000 en actos perpetrados por paramilitares–; y La Rochela, Santander –doce muertos en 1989 en actos perpetrados por narcotraficantes, paramilitares y miembros de la fuerza pública– sembraron dudas en la opinión pública sobre el rol del Estado en los hechos victimizantes. En cierto sector político y militar afín al uribismo comenzó a circular la idea de que los investigadores del Grupo de Memoria eran algo así como la avanzada intelectual de la guerrilla. “La verdad es incómoda siempre”, dice hoy Gonzalo Sánchez.
En junio de 2011, el Gobierno de Juan Manuel Santos tramitó en el Congreso la Ley de Víctimas, que contemplaba la creación del CNMH con la función de documentar testimonios de las víctimas del conflicto armado interno y con el mandato de construir un museo para su reparación simbólica. La aceptación del conflicto implicaba reconocer que en Colombia había razones legítimas para la existencia de las guerrillas, lo que matriculó así la confrontación armada en el derecho internacional humanitario. Esa ley fue la primera piedra de los recientes procesos de paz con las Farc y el ELN.
El propio Santos le pidió a Sánchez dirigir el CNMH. En términos prácticos, esto llevó a que el Centro absorbiera al Grupo; en términos simbólicos, el Centro acogió la defensa de las víctimas y conservó su misión de recoger testimonios y reconstruir los hechos de la guerra en Colombia desde una mirada historiográfica. Para los enemigos del Grupo, sin embargo, el CNMH se convertía ahora en la continuación de la avanzada no armada de la insurgencia. Sánchez y su equipo, decían, preferían denunciar en sus informes los crímenes de los paramilitares y miembros de la fuerza pública que los de los guerrilleros.
José Obdulio Gaviria y Darío Acevedo, citado en noviembre a un debate de control político en el Congreso por su postura “negacionista” del conflicto.
Andrés Suárez, excoordinador del Observatorio de Memoria y Conflicto del CNMH, dice hoy que “la producción de informes admite una discusión, pero no en los términos radicales que los opositores plantean”. Según él, el Grupo de Memoria era responsable de investigar y escuchar a las víctimas del paramilitarismo, y por eso empezó por las masacres que perpetró. Los testimonios de los paramilitares desmovilizados, dice Suárez, producían por ese entonces mucha información para el esclarecimiento de sus acciones. “Nosotros hicimos una apuesta ética por intentar contar el conflicto tal y como había ocurrido, con todos sus responsables, (pero) en un contexto de guerra total contra las guerrillas, como fue el Gobierno Uribe, simplemente no existían las condiciones para oír a sus víctimas. Aun así, publicamos el de Bojayá, por ejemplo, en el que el perpetrador principal fue la guerrilla. Quiero dejar claro que, a pesar de las dificultades, en todos los informes incluimos las responsabilidades de todos ”.
A pesar del recelo hacia el CNMH, en 2012 un grupo de oficiales de la Escuela Superior de Guerra de las Fuerzas Armadas se acercó para formarse en termas de memoria histórica. María Emma Wills, que asesoró a Sánchez durante esos años, cuenta que ese acercamiento se dio en medio de las negociaciones entre el Gobierno Santos y las Farc. “Los militares reconocieron un saber metodológico e investigativo que podría fortalecer su trabajo en memoria histórica”. De ese encuentro y de conversaciones posteriores surgió el convenio interadministrativo n.° 022 de 2013, con que el Centro se comprometió a dictar unos cursos en la Escuela Superior de Guerra. Ese mismo año, en el seno de las Fuerzas Armadas se creó el Comando Estratégico de Transición para definir las líneas claves para un eventual escenario de posacuerdo y justicia transicional. Una de las direcciones de ese comando se llamaba, justamente, Memoria Histórica y Contexto.

¡Basta ya!

El 24 de julio de 2013 vino la ruptura. Andrés Suárez la describe así: “(Ahí) arrancó la verdadera batalla por la memoria”. Ese día, el CNMH lanzó ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, el gran informe que Gonzalo Sánchez y su equipo llevaban preparando desde los tiempos del Grupo de Memoria con que buscaban explicar las razones, relatar los horrores y desentrañar las responsabilidades del conflicto colombiano desde 1985. El propio Juan Manuel Santos presidió la ceremonia en la Plaza de Armas de la Casa de Nariño, y sostuvo que “el Estado debe investigar y sancionar estas conductas (la connivencia de los organismos del Estado con grupos armados ilegales y la omisión de la fuerza pública) para cumplir con los derechos a la verdad y la justicia de las víctimas. Hay que empezar por reconocer los errores del pasado si queremos construir un país más justo y en paz”.
Los grupos de críticos del CNMH, especialmente algunos sectores de las Fuerzas Armadas, recibieron el informe como un golpe. La Asociación Colombiana de Oficiales en Retiro (Acore) le pidió al presidente que mandara a recogerlo de todos los lugares a los que había sido enviado.
¡Basta ya! documentaba las acciones y señalaba a los responsables de la violencia en el conflicto –guerrilleros, paramilitares y agentes del Estado– y contenía descripciones explícitas de sus métodos e intenciones. Según el informe, miembros de la fuerza pública habían sido responsables de 2.399 casos de asesinatos selectivos (10 % del total reportado) y habían participado en 158 masacres (8 % del total). Las Fuerzas Armadas lo consideraron una afrenta. Como defensoras legítimas y legales de un Estado bajo amenaza no podían ser señaladas de atrocidades ni puestas en el mismo renglón de los otros grupos. Su relato, su verdad, se basaba en dos pilares: el heroísmo que representa responder a la violencia ilegal y la victimización de sus integrantes en medio de las acciones bélicas.
“Después del ¡Basta ya! salían chispas cada vez que íbamos a la Escuela Superior de Guerra –cuenta Wills, que este año publicará un artículo sobre la relación CNMH-fuerza pública entre 2012 y 2019 en un libro que editan los prestigiosos académicos Cynthia Milton y Michael Lazzara–. Las sesiones de los cursos se convirtieron en un espacio constante de reclamo, sin malas palabras pero hostil, de los oficiales hacia nosotros. Sentían que los habíamos traicionado”.
El 27 de diciembre de 2013, los reclamos se hicieron formales. Ese día, un oficio con la firma del viceministro de Defensa, Jorge Enrique Bedoya, llegó a la sede del CNMH en La Merced, en Bogotá. Pedía una rectificación, pues el informe no reconocía a las víctimas de la fuerza pública y, además, las ponía en el mismo nivel de los grupos ilegales, lo cual no era “admisible”.
Tras meses de tensión, la relación con los militares volvió a la normalidad gracias a la Embajada de Suiza, que le ayudó al CNMH a organizar dos seminarios internacionales –en agosto de 2014 y mayo de 2015– para recoger experiencias de militares de otros países de la región en escenarios de transición política. “Lo hicimos convencidos de que la vocación del cnmh debía ser democrática (...). Era indispensable escuchar a los militares aunque no se pudiera ceder a todas sus pretensiones –cuenta Gonzalo Sánchez–. Las charlas tuvieron diferentes enfoques. Los mensajes de las líneas más duras tendían a advertir a los militares para que no les fuera a pasar lo mismo que en Perú o Argentina. Según ellos, era imperdonable que los militares de Colombia permitieran ser descritos en la historia como perpetradores, como en el Cono Sur”.
Poco antes del segundo seminario, en abril de 2015, se anunció la construcción del Parque Museo de las Fuerzas Militares. El proyecto de más de diez hectáreas se alzaría cerca del parque Jaime Duque, a las afueras de Bogotá. El general Luis Gómez, director designado del proyecto, dijo que el lugar “se convertirá en el centro de memoria histórica por excelencia de nuestro país”. (ARCADIA le pidió al Ejército información sobre el estado del proyecto, pero al cierre de esta edición no hubo respuesta. Sin embargo, una fuente que conoce el proceso nos contó que la licitación para la construcción fue declarada desierta a finales de 2019.)
Un mes después del último seminario, los suizos propiciaron un nuevo encuentro entre el CNMH y los militares, esta vez fuera de Colombia. La escena parecía parte de un miniproceso de negociación. Se reunieron entre el 27 y el 29 de junio en Ginebra y acordaron una hoja de ruta: una línea de memoria que le permitiera al Centro darles visibilidad a las víctimas pertenecientes a la fuerza pública; otra para compartir saberes y fuentes; otra más para que los militares y policías estuvieran representados en la elaboración del guion del Museo de la Memoria contemplado en la Ley de Víctimas; y una última para darles continuidad a los conversatorios que servían para fomentar el debate sobre el conflicto armado.
Siguiendo la hoja de ruta, en 2016 el Centro publicó el libro Esa mina llevaba mi nombre con diez crónicas sobre miembros de la fuerza pública víctimas de minas antipersonal.
Antes de la publicación, sin embargo, los oficiales le hicieron saber al Centro que el libro afectaba el “honor militar”. Se referían a un apartado que contaba que un cabo casi se va a los golpes con un coronel que lo acusaba de aprovecharse de su condición médica para hacer lo que quería, así como a un testimonio que la autora había recogido para contar la historia de un soldado profesional víctima en el Meta: “Recuerdo clarito, clarito ese día. Yo estaba en el batallón y un coronel me dijo: ‘Si se dejó herir, pues muérase’. ¡¿Para qué se dejó joder?!, como si fuera culpa mía que una mina me afectara por segunda vez. ‘Si quiere le llamo a Santa Clara’, me decía. Santa Clara es una funeraria. ¡Fue tan denigrante!, me humilló como ser humano, como hombre y como soldado”.
El presidente Juan Manuel Santos y el director del CNMH, Gonzalo Sánchez, durante la ceremonia de entrega del informe ¡Basta ya!, en julio de 2013.
Ambos casos debieron ser debatidos al detalle con el CNMH, y con la mediación de la embajada, para que los oficiales entendieran que los testimonios de las víctimas son memorias que no admiten edición.
Pero las diferencias no estaban resueltas, y la victoria del No en el plebiscito del 2 de octubre de 2016 las volvió a ahondar. Dos semanas después, una vez más en la Embajada de Suiza, los oficiales dijeron que el ¡Basta ya! no podía considerarse un informe de paz y exigieron una nueva edición que no los mostrara como adversarios de la sociedad e incluyera testimonios de víctimas miembros de la fuerza pública y sus familiares. El CNMH no accedió.
La brecha creció entonces con la publicación del “Plan estratégico del sector defensa y seguridad-guía de planeamiento estratégico 2016-2018”, del Ministerio de Defensa, que en su “Meta 5” se proponía “construir la memoria histórica de la fuerza pública bajo una visión de victoria, transparencia y legitimidad”. Ese propósito se vería fortalecido tres años después, en 2019, con la publicación de la “Cartilla de memoria histórica”, del Comando General de las Fuerzas Militares, que sostiene que será la Jefatura de Memoria Histórica y Contexto la encargada de “mantener la legitimidad institucional”. Cuatro meses después del plebiscito, el Gobierno emitió el Decreto 502, que modificó la composición del consejo directivo del Centro de Memoria para asignarle una silla, justamente, al Ministerio de Defensa.
Gonzalo Sánchez dejó su cargo el 10 de diciembre de 2018, casi un mes después de la publicación del “Plan narrativa macro del conflicto colombiano del Comando General de las Fuerza Militares”, que definía las líneas contraargumentales que sus integrantes debían seguir en sus eventuales “contribuciones” a la Comisión de la Verdad, hija del acuerdo con las Farc, y, “eventualmente, a la Justicia Especial para la Paz (sic)”.
El 20 de julio de 2019, ya con Acevedo en la dirección del CNMH, el Congreso aprobó la llamada Ley de Veteranos, que le ordena al Centro abrir un espacio físico en el Museo de la Memoria para “las historias de vida de los veteranos de la fuerza pública, exaltando particularmente sus acciones valerosas, su sacrificio y su contribución al bienestar general”.
A la izquierda, la maqueta del edificio del Museo de la Memoria, diseñado por los arquitectos Felipe González-Pacheco, María Hurtado de Mendoza y César Jiménez de Tejada. A la derecha, el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá.
¿Cómo explicar esas tensiones que rodearon al CNMH durante tantos años, lejos del ojo público? “Los militares siempre han tenido una visión importante de no permitir que la institución se desacredite, y han acudido a una argumentación un poco metafísica de que la institución no comete delitos, sino que los cometen personas que se han apartado de las normas –dice el historiador Jorge Orlando Melo–. Cómo se cuenta la historia del país les importa a todos, y todos pueden sentir temor de ser señalados como culpables. Hay que decir que esta no es una cuestión que solo le importe al Ejército; a los grupos armados y a los partidos políticos, por citar otros ejemplos, también les importa mucho”.
Por su parte, Iván Orozco, experto en el análisis de relatos y narrativas políticas y antiguo investigador del Grupo de Memoria, responde de esta manera: “El poder siempre ha querido controlar, sobre todo en tiempos de crisis o de transición política, la producción de verdad y, en general, de las narrativas de las que dependen la identidad y los proyectos colectivos. La memoria es testimonio de lo que ya pasó, y un ejercicio pleno de la subjetividad. Sin embargo, la palabra histórica evoca los métodos tradicionales de la historiografía, de la cual se deriva, al menos, la pretensión de controlar la subjetividad. Tanto la memoria como la historia son productoras de verdad tremendas y, por eso, objetivos de control”.

La tormenta Acevedo

En medio de esta puja por la memoria, la llegada de Acevedo, por supuesto, no cayó bien en el CNMH que dejó Sánchez. Y los temores de que venía con la intención de privilegiar la memoria militar en los esfuerzos del Centro pronto se hicieron realidad.
En marzo, decidió no lanzar el informe Y a la vida por fin daremos todo, que contaba la historia de violencia que sufrieron los sindicatos de la industria de palma de aceite en el Cesar. También obligó a su equipo a firmar una cláusula de confidencialidad para evitar que las cuestiones internas del cnmh se filtraran a los medios. De las muestras itinerantes del Museo de la Memoria, que servían para anunciar lo que sería el proyecto terminado, eliminó elementos claves de la narrativa: consideró que la presencia de Tirofijo en una imagen hecha por una víctima que registró las conversaciones de La Uribe de 1980 hacía “proselitismo político” y ordenó retirarla, a pesar de formar parte del relato de los hechos victimizantes que sufrieron los miembros de la Unión Patriótica; en esa misma muestra descartó también una imagen de la Organización Femenina Popular porque “incentivaba la protesta social”; para una exposición en Cali, eliminó de las guías para los visitantes las palabras “despojo”, “conflicto”, “resistencia” y “resiliencia”, y borró los textos introductorios de los ejes del guion: cuerpo, tierra y agua.
Las arbitrariedades de Acevedo solo aumentaron el malestar en un equipo que desde el principio lo veía con recelo. El CNMH tiene una estructura burocrática de más de trescientas personas, entre funcionarios y contratistas. Solo hay setenta y dos cargos de planta y de esos apenas catorce son de libre nombramiento y remoción. “Si el nuevo director quería dar un golpe en la mesa –dice Andrés Suárez–, es probable que se haya encontrado de frente con la burocracia. Seguro hay trabajadores que no le gustan, pero no podría despedirlos por razones ideológicas sin violar sus garantías laborales. Además, tampoco podía prescindir del equipo sin que el funcionamiento de la entidad colapsara, y no tenía cómo suplirlo”. Cuando ha decidido salir de algún miembro de su equipo, la decisión le ha costado polémicas en los medios: a Rafael Tamayo, a quien había nombrado en abril de 2019 en la dirección del Museo de Memoria, le pidió la renuncia sorpresivamente ocho meses después; por otra parte, al cabo de un año han pasado cuatro personas distintas por la dirección de Construcción de la Memoria, encargada de las investigaciones.
A esto se suma que el desempeño del CNMH ha sido deficiente desde el aterrizaje de Acevedo. Para concluirlo basta un vistazo al informe de cumplimiento del tercer trimestre de 2019. En los testimonios de desmovilizados acopiados, sistematizados y analizados hubo apenas un 2 % de avance (cuarenta y cuatro testimonios de dos mil previstos); el progreso de los documentos, archivos y colecciones documentales puestos al servicio de la sociedad fue apenas del 2 % (1.447 de ochenta mil documentos); de los archivos de derechos humanos y memoria histórica identificados, localizados e incorporados al Registro Especial de Archivos de Derechos Humanos (readh), logró solo el 11 % de cumplimiento (ochenta de setecientos cuarenta).
Una persona que trabajó en el CNMH en los primeros meses de la nueva dirección dijo en una entrevista para este reportaje: “Acevedo fue toda su carrera un profesor de universidad pública en Medellín. Realmente no tiene ni la formación jurídica ni la experiencia en administración pública necesarias. Entonces las decisiones cotidianas eran muy emotivas de acuerdo con (su) visión política, pero no se basaban en la lógica ni tenían muy en cuenta los compromisos legales de lo que se ejecutaba en el Centro”.
El único informe que ha presentado Acevedo en el año que lleva al frente del CNMH viene del equipo de Gonzalo Sánchez, y se titula Tiempos de vida y muerte. Memorias y luchas de los pueblos indígenas en Colombia. Su lanzamiento fue el 18 de noviembre de 2019 en el Teatro Colón de Bogotá y allí una buena parte de los asistentes abuchearon al director. A todo esto se suma algo grave: en estos doce meses, también algunas organizaciones de víctimas han amenazado con retirar sus archivos del CNMH por la desconfianza que les produce la parcialidad ideológica de quien lo dirige. La Asociación Minga, que agrupa víctimas de pueblos indígenas, ya retiró el suyo.
“Sentimos que (Acevedo) no ofrece garantías para hacer un trabajo imparcial que recoja las distintas voces y pueda señalar a los responsables de manera clara sin importar si son grupos armados ilegales o la fuerza pública”, dice Leyner Palacios, vocero de las víctimas de Bojayá.
Las acciones y omisiones de Acevedo tienen hoy al cnmh sumido en una crisis que tocó un punto bajo el pasado 3 de febrero, cuando la Coalición Internacional de Sitios de Conciencia, con doscientos setenta y cinco miembros en sesenta y cinco países, le suspendió la membresía porque el director no había respondido oportunamente a una comunicación del 24 de septiembre de 2019, en la que debía estar de acuerdo con cuatro puntos fundamentales, siendo el primero el reconocimiento de un conflicto armado en Colombia.
“Si el Centro –dice Andrés Suárez– ya no investiga ni cumple con sus metas internas, cabe la pregunta de si, ante la imposibilidad de redireccionar el Centro en el corto plazo, lo que está haciendo Acevedo es bajándole el perfil y llevándolo a una creciente invisibilización”.

¿Y el museo?

En medio de la puja que se vive en torno al CNMH, el Museo de la Memoria cuenta hoy con un director; un diseño de Felipe González-Pacheco, María Hurtado de Mendoza y César Jiménez de Tejada –adjudicado por concurso público–, y un guion, pero no se sabe cuándo abrirá sus puertas.
Lo que sí es claro, si se juzga por anuncios recientes de Acevedo, es que la batalla simbólica por la memoria también se concentrará ahí. Ya anunció que buscará cambiar el guion y, además, puso justamente a Fabio Bernal en la dirección, cuya experiencia como museólogo se debe en buena parte a las Fuerzas Militares y a la Policía, como puede verse en el currículo que apareció en el Sistema de Publicación de Hojas de Vida de la Presidencia.
Bernal, además, coordinó la museografía de la Sala de Memoria y Dignidad de la Fuerza Pública Sargento Primero Libio José Martínez Estrada del Museo Militar, y en ella recogió la victimización de los uniformados en medio de la violencia.
Hasta la administración anterior, el guion se había basado en la exposición Voces para transformar a Colombia, que pasó por varios lugares del país. Sus ejes narrativos –cuerpo, tierra y agua– habían sido construidos durante casi cuatro años de trabajo de diálogo social y habían contado con una consultoría del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), según cuenta la curadora de la exposición Cristina Lleras.
¿Qué giro le dará Bernal al guion del Museo? ¿Cómo se articulará con la orden legal de incluir una sala para los veteranos de la fuerza pública? ¿Incluirá también los hallazgos de la Comisión de la Verdad, como estipulan los acuerdos de paz que firmaron el Estado colombiano y las Farc? Son preguntas que todavía no tienen respuesta.
Sobre el edificio tampoco hay certeza. En la ceremonia de la primera piedra del 5 de febrero, el presidente Iván Duque les pidió a Acevedo y a Susana Correa que el Museo estuviera listo antes de terminar su gobierno en 2022. Rafael Tamayo asegura, sin embargo, que si no hay retrasos, la construcción tomará mínimo dos años y al menos seis meses más de dotación, sin contar el tiempo que tarde el montaje de las exposiciones.
A la falta de tiempo y al hecho positivo de que el Ministerio de Hacienda tiene destinados cerca de setenta y dos mil millones de pesos para la obra se suma que todavía no se ha definido la transferencia del predio entre el Distrito y la nación. La última modificación del convenio que establece ese traslado fue un documento de diciembre de 2019 que dice que el Distrito “podrá transferir o ceder a título gratuito el predio”, pero condiciona la cesión a un acuerdo entre las partes. En otras palabras, no hay seguridad absoluta sobre la transferencia y será el CNMH quien deba gestionar la sesión del lote con la nueva Alcaldía.
El pasado 17 de febrero, la Agencia Nacional Inmobiliaria Virgilio Barco lanzó la licitación pública para la construcción del Museo, pero, según una fuente conocedora del caso, “no están dadas las condiciones”. “Pueden lanzar la licitación e incluso comenzar la obra, pero si la alcaldesa Claudia López, por ejemplo, llegara a considerar que la obra no le ofrece garantías a la intención que tiene el Distrito para ceder el predio, el proyecto no se podría parar sin incumplirle al constructor, y estarían poniendo en riesgo setenta y dos mil millones de la nación”.
Otro punto determinante para el futuro del Museo es su creación jurídica como institución permanente e independiente, pues hasta ahora ha funcionado como una subdirección del CNMH. Para este propósito necesitará un aval del Ministerio de Hacienda y del Departamento Administrativo de la Función Pública, y esto hace necesaria una nueva ley para su reglamentación. Esta realidad abre la puerta a que el Congreso tenga poder de decidir sobre asuntos como a qué dependencia del Estado estará adscrito el Museo o cómo se escogerá a su director.
La ley de creación jurídica es algo que tarde o temprano tendrá que suceder y dependerá también de hasta cuándo funcionará el CNMH. La Ley de Víctimas que lo creó tiene una vigencia de diez años y eso prevería su cierre para mediados de 2021. Aunque el presidente Duque anunció que presentará un proyecto para prorrogar la ley, eso no implica que todas sus instituciones se vayan a prorrogar automáticamente, en caso de ser aprobada. Así, el Congreso, que en noviembre de 2019 citó a Acevedo a control político por su postura “negacionista” del conflicto, tiene ahora también un papel en esta batalla.

En otra orilla

Érika Mesa Díaz
El Centro de Memoria, Paz y Reconciliación (CMPR) está en un edificio monolítico de ventanas verticales, cuyos muros llevan incrustados tubos de ensayo con puñados de tierra entregada por víctimas del conflicto armado. Los rayos que atraviesan los cristales sugieren la presencia de los que partieron: de día siempre hay halos de luz en las paredes internas, y de noche el centro brilla hacia el exterior, a la vista de quien pasa por la zona. Los dos espejos de agua a los costados del bloque reflejan las luces, a pocos metros del Cementerio Central de Bogotá.
Las escaleras para entrar al lugar son descendentes, y así, al inclinar la cabeza para bajarlas, los visitantes hacen una venia involuntaria. Bajo el nivel del suelo, rodeados de auditorios y espacios multipropósito, crecen tres yarumos sembrados el día de su inauguración, en 2008, para que crecieran junto al cmpr. Con este diseño, el arquitecto Juan Pablo Ortiz quiso reunir en un lugar de memoria los cuatro elementos esenciales de la vida: agua, aire, fuego y tierra. El memorial se ha integrado al paisaje de la capital del país y alberga hoy a una entidad oficial que trabaja para preservar la memoria del conflicto y honrar a sus víctimas.
Más allá de que hoy el cmpr, en sus ideas y su forma de trabajo, se opone al Centro Nacional de Memoria Histórica, sigue siendo un error común que periodistas y comentaristas confundan ambas entidades. A tal punto llega la equivocación que una foto de la construcción de Ortiz todavía aparece en la entrada sobre el cnmh en Wikipedia. José Antequera, nombrado hace pocas semanas director del cmpr por la alcaldesa Claudia López, dice que el intercambio indiscriminado de ambos nombres resulta de una “confusión injusta”, pero que, paradójicamente, está justificada. “Aunque sus objetivos misionales sean distintos y funcionen de manera independiente, el nombre de un centro está muy inspirado en el otro”, dice Antequera, hijo del homónimo dirigente de la up asesinado durante el magnicidio contra los integrantes de ese partido.
Las dos entidades funcionan de forma independiente, en dos ubicaciones distintas. El CMPR, fundado en 2008, surgió de una iniciativa social por la defensa de los derechos humanos, acogida por la Alcaldía de Bogotá y adscrita a ella desde entonces, y pone sus instalaciones y recursos al servicio de iniciativas comunitarias que trabajen en la construcción de memoria y la reivindicación de las víctimas. Por su parte, el memorial es una acción pedagógica abierta: no tiene costo visitarlo ni asistir a sus eventos o exposiciones.
Notas finales: desde el 3 de febrero pasado, ARCADIA pidió insistentemente, a través del equipo de prensa del CNMH, una entrevista con el director Darío Acevedo para ser incluida en este reportaje. Después de varios intentos, fue posible pactar una entrevista para el 18 de febrero, que en los días previos fue cancelada por el equipo de prensa aduciendo motivos de agenda. Al cierre de esta edición, el director no había respondido.
Por indicación del equipo de memoria histórica del Ejército, ARCADIA dirigió el 4 de febrero un oficio al brigadier general Óscar Alexander Tobar Soler, jefe del Departamento Jurídico Integral, para pedir una entrevista. Dos días después, y por petición de la oficina de comunicaciones de la dependencia, la revista envió las preguntas sobre las que se desarrollaría la entrevista, que indagaban históricamente por la percepción militar del trabajo del CNMH. Al cierre de esta edición no habían llegado las respuestas.
*Alarcón es periodista y ha trabajado en las redacciones de El Espectador y El Tiempo. Fue director del portal ¡Pacifista!

miércoles, marzo 04, 2020

PROCESOS INVESTIGATIVOS DE CORTE HISTÓRICO - LIBRO

UNIDAD 1 Contexto
 UNIDAD 1 Las variables… la historia y sus variables

Etapa uno
 UNIDAD 2 : búsqueda de fuentes e hitos históricos
 UNIDAD 2 Las fuentes y sus retos

Etapa dos
UNIDAD 3 : la crítica
UNIDAD 3 Lo inconsciente en la historia y en los historiadores

Etapa tres:
UNIDAD 4: la síntesis
UNIDAD 4 :Problemas de síntesis o los retos de la narración


Puede descargarse de

o de

EN CUALQUIER CASO DE USO DEBE HACERSE REFERENCIA A LA 
© 2017. FUNDACIÓN UNIVERSITARIA DEL ÁREA ANDINA
© 2017, PROGRAMA LICENCIATURA EN CIENCIAS SOCIALES
© 2017, ORLANDO PARRA G


Forma de Citar:
Procesos investigativos de corte histórico / Orlando Parra G /
Bogotá D.C., Fundación Universitaria del Área Andina. 2017

978-958-5455-43-6

Catalogación en la fuente Fundación Universitaria del Área Andina (Bogotá).






sábado, febrero 22, 2020

VIOLENCIA HOMICIDA PEREIRA 1990-2000 #Memoria #GeoReferenciación #Homicidios

- de click en los cuadros de la derecha para AMPLIAR-


Este documento es producto de 
VIOLENCIA HOMICIDA AL FIN DEL MILENIO El Caso Pereira 1990-2000 
pronto encontrará aquí el enlace al documento completo. 

jueves, febrero 20, 2020

Fiesta de sangre: así fue la masacre de El Salado #Memoria #NuncaOlvidar


Masacre de El Salado: cómo la planearon y ejecutaron los paramilitares 
 Fiesta de sangre: así fue la masacre de El Salado Foto: Caracol Televisión
 En El Salado fueron asesinadas 66 personas entre el 16 y el 21 de febrero del 2000. SEMANA reconstruye cómo se planeó y ejecutó la peor masacre cometida por los paramilitares contra hombres mujeres y niños.
Texto escrito por Marta Ruiz y publicado originalmente el 30 de agosto de 2008.
Con una pistola en la mano, y un puñal en la otra, el ‘Gallo’ buscaba casa por casa a la mujer que él creía era la novia de ‘Martín Caballero’, el jefe del Frente 37 de las Farc. El paramilitar costeño, gritón y vulgar, recorrió las calles de El Salado, un pueblo remoto incrustado en los Montes de María, dando patadas a las puertas y amenazando con sus armas a todas las muchachas que se encontraba a su paso. Hasta que encontró a Nayibis Contreras. Ella apenas sobrepasaba los 16 años. Tenía el pelo negro y largo, y aterrada intentaba esconderse en su casa. En el pueblo se rumoraba que sostenía amores con Camacho, uno de los jefes guerrilleros de la zona que habían hecho de El Salado un lugar de aprovisionamiento y descanso, pero también una retaguardia para el robo de ganado, el secuestro y las emboscadas a los militares.
Cuando la tuvo al frente, el ‘Gallo’ enredó su larga cabellera en su brazo y la arrastró sin piedad por las polvorientas calles del pueblo. Dando tumbos entre las piedras, la llevó hasta la cancha de fútbol donde se agolpaba una multitud de campesinos, convertidos a la fuerza en público de la carnicería humana que se avecinaba.
Finalizaba la mañana del 18 de febrero de 2000, y un sol inclemente caía perpendicular sobre la plaza. En el piso yacía el cuerpo aún tibio de Luis Pablo Redondo, un maestro al que habían torturado y asesinado cruelmente. Lo hicieron frente a un centenar de pobladores que miraban estupefactos el espectáculo. Para empezar le quitaron las orejas con un cuchillo. Luego, lo apuñalaron decenas de veces entre las costillas y el vientre. Aún vivo, le pusieron una bolsa negra en la cabeza. Los gritos del atormentado se confundían con pequeños quejidos del público horrorizado. La voz del hombre se fue apagando y luego un tiro de fusil lo dejó todo en silencio. Ni siquiera los perros ladraron. El eco del disparo se sintió en todo el pueblo. La matanza había empezado. Y ahora Nayibis, apaleada en todo el cuerpo, estaba en el cadalso, atada al único árbol que le da sombra a la plaza, mirando de frente, con ojos despavoridos, la iglesia de la que hasta Dios había huido.
Algo va a pasar en este pueblo
Los saladeños presentían que algo terrible iba a ocurrir. En los últimos meses había señales de muerte por todos lados. Pero una década atrás, nadie habría imaginado este terrible desenlace. El Salado era un corregimiento de Carmen de Bolívar, ubicado a 18 kilómetros de la cabecera municipal, por una trocha que con frecuencia se convertía en lodazal. Aun así, era una tierra promisoria, con 5.000 habitantes urbanos y otro tanto en las veredas, que soñaba crecer un poco más para alcanzar la anhelada categoría de municipio, lo que significaría más inversión pública. El Salado, además, se había convertido en una especie de oasis agrario, rodeado de arroyos y cerros verdes, en medio de una geografía adusta y desértica y de la inmensa pobreza de los Montes de María, que atraviesan Bolívar y Sucre. Tenía un centro médico envidiable, con enfermera, odontólogo y hasta ambulancia; varias escuelas y un colegio donde los muchachos estudiaban hasta noveno grado; dos concejales y hasta estación de Policía. Todos tenían su pedazo de tierra, en promedio de 40 hectáreas, donde se cultivaba tabaco en grandes cantidades, maíz, ñame y yuca.
Los hombres sembraban, recogían y secaban el tabaco, mientras las mujeres, contratadas por dos grandes empresas –Espinoza y Tayrona–, lo seleccionaban, prensaban y empacaban; lo que le dio una incipiente cultura fabril al pueblo.
Edita Garrido, una delgada mujer que pasa los 40 años, de ojos negros vivaces y una sonrisa a la que le asoman unos cuantos dientes, recuerda estas épocas como las mejores de su vida: “Todos los días estábamos allá hasta las 4 de la tarde. Éramos 80, tal vez 100. En medio del trabajo nos reíamos con los cuentos de Julia Gómez, una compañera que nos entretenía tanto, que varias veces la echaron, pero tenían que volver a llamarla, porque el trabajo no era lo mismo sin ella”. Edita dice que no se conocía el hambre y que la abundancia era tal, que el rico del pueblo, Don Eloy Cohen, mataba una vaca día de por medio y vendía hasta el cuero. La gente tenía dinero para comprar lo básico, y aun más.
La prosperidad había hecho que la guerrilla pusiera sus ojos en El Salado. Los frentes 35 y 37 de las Farc hostigaban con frecuencia a la decena de policías que mal armados intentaban defenderse, hasta que un día vino un helicóptero y se llevó para siempre a los agentes. Así, El Salado quedó expuesto a su suerte y a las Farc. Los saladeños probaron el amargo sabor de la violencia guerrillera, que ya se había extendido por todo el país y que incluso tenía acorralados a muchos pueblos.
Empezaron las extorsiones a los campesinos más pudientes. Santander Cohen –hijo del patriarca Eloy Cohen– se negó a pagarles y de inmediato se convirtió en objetivo militar. Cohen tenía una estrecha amistad con el teniente coronel Alfredo Persán Barnes, comandante de un Batallón de la Infantería de Marina, y recurrió a él en 1995, cuando sintió que estaba acorralado en el pueblo y que la guerrilla definitivamente lo mataría. El coronel Persand entró a El Salado a rescatarlo, pero cuando salía, a sólo unos minutos del pueblo, fue emboscado por los insurgentes. Murieron Cohen y Persand, el teniente Tony Pastrana y 27 infantes de Marina. Uno de los mayores reveses de los que tenga memoria la Armada. Esa acción dejó una marca indeleble en El Salado. En adelante, este sería considerado un pueblo guerrillero, incriminado por no haber advertido a los militares la cruenta trampa que había tendido el jefe guerrillero ‘Martín Caballero’. El ataque también fracturó la vida comunitaria. Mientras algunas personas mantenían trato cotidiano con los milicianos de las Farc que permanecían en el pueblo, otras empezaban a sentirse agobiadas por los secuestros, las vacunas y las injusticias que cometían los guerrilleros.
Pasó poco tiempo antes de que ocurriera la primera masacre. En 1997 un grupo armado, enviado al parecer por ganaderos de la zona, con lista en mano, asesinó a cinco personas, entre ellas a la maestra del pueblo. En cuestión de horas El Salado se había convertido en un pueblo fantasma. Absolutamente todas las familias salieron desplazadas, con sus trastos y sus animales, a la espera de garantías para regresar. A los tres meses, la Armada se instaló por unas semanas en el pueblo y poco a poco las familias retornaron. Para entonces, El Salado quedó reducido a la mitad de lo que era. La guerra había traído consigo la pobreza. Las tabacaleras se fueron y las incipientes exploraciones de petróleo y gas fueron suspendidas.
La tensión se hizo más envolvente a finales de 1999, cuando los campesinos que trabajaban El Salado y sus alrededores vieron cómo las Farc arreaban unas 400 reses con la marca inconfundible de Enilse López, una poderosa empresaria del chance que para entonces ya era temida por todos en Magangué, ciudad a orillas del río Magdalena, que quedaba justamente a espaldas de El Salado. La ‘Gata’, como la conocían todos, se movía como pez en el agua entre los políticos de Sucre y Bolívar. Cuando su ganado desapareció de la finca Las Yeguas, Policía y militares emprendieron la inútil búsqueda. El ganado había pasado por El Salado, y de allí desapareció. La Policía pensaba que las Farc lo habían repartido entre los campesinos en lotes de cinco o seis reses, y compartido ganancia con ellos.
En diciembre de ese año, un helicóptero desconocido sobrevoló el pueblo y lanzó unos panfletos en los que decía: “Cómanse las gallinas y los carneros y gocen todo lo que puedan este año porque no van a disfrutar más”. Y en enero, un campero fue detenido en la carretera, y asesinados sus cuatro ocupantes.
Delcy Méndez, quien llevaba más de una década como enfermera de El Salado, pensó que no aguantaba más cuando recibió una llamada de una amiga de Cartagena quien le advirtió: “Salte de El Salado porque algo va a pasar”. Entonces cogió su ropa y, sin pensarlo dos veces, se fue para Carmen de Bolívar. Como en un cuento de García Márquez, ella dice: “No sabíamos qué iba a pasar, pero sabíamos que algo estaba por suceder”.
La tenaza
A principios de febrero ‘Juancho Dique’, el jefe de sicarios de los paramilitares en Sucre, recibió una llamada de Rodrigo Mercado Peluffo, ‘Cadena’, su jefe, ya para ese momento el hombre más temido en las sabanas y el golfo de Morrosquillo. ‘Cadena’ le ordenó a ‘Juancho Dique’ que reuniera unos 60 hombres en la finca El Palmar de San Onofre, a unos pocos minutos del mar Caribe. ‘Juancho Dique’ supo desde ese momento que se trataba de algo grande, un combate masivo con la guerrilla, o una masacre.
‘Dique’ había nacido en 1971 en Córdoba, en una familia campesina supremamente pobre. Siendo muy joven empezó a rebuscarse la vida como minero, hasta que ingresó al Ejército. De allí había salido en 1996 para vincularse de tiempo completo a una Cooperativa de Seguridad –Convivir– que habían fundado los ganaderos de Sucre con apoyo de la Primera Brigada de Infantería de Marina, apostada en Corozal, y cuyo jefe era ‘Cadena’, un ex informante de los militares.
Según cuenta el propio ‘Dique’, en 1997, cuando las Convivir fueron prácticamente ilegalizadas, ‘Cadena’ y sus hombres se apoderaron de San Onofre. Se habían convertido en una estructura paramilitar que recibía órdenes de Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, que mantenía fluidas relaciones con militares, policías, ganaderos y políticos, y que estaba haciendo del narcotráfico por el Golfo de Morrosquillo el negocio más jugoso de la región.
‘Juancho Dique’ era el jefe militar de ‘Cadena’, por eso era el comisionado para la misión que habían ordenado Castaño, Mancuso y ‘Jorge 40’: entrarían a El Salado a desterrar a la guerrilla y todos los pobladores, y dejarían instalado allí un grupo de los paramilitares.
La noche del 15 de febrero salieron de San Onofre en dos camiones por la carretera principal que conduce a Cartagena, y en la madrugada se encontraron cerca de Carmen de Bolívar con otros dos grupos de paramilitares, todos estrictamente uniformados, con armas automáticas, granadas de fragmentación en las cananas y munición de sobra en las charreteras. Uno de los grupos venía de Magdalena, enviado por ‘Jorge 40’, y estaba bajo órdenes de un paramilitar llamado ‘Amaury’. El otro grupo de paramilitares venía de Córdoba, al mando de 5-7. El jefe de toda la operación era un antioqueño conocido como ‘H2’ o John Henao, cuñado de Castaño, cuya principal misión, una vez ingresaran a El Salado, era recoger todo el ganado que encontraran, atravesar el río Magdalena y dejarlo, seguramente, en las sabanas de ese departamento.
Una vez reunidos los tres grupos, planearon la entrada por sitios diferentes. Un grupo entraría a El Salado por la carretera principal de El Carmen. Otro haría el ingreso por Ovejas, siguiendo la vía Flor del Monte y Canutalito, y el último llegaría por un sitio conocido como La Reforestación. En total, unos 300 hombres, guiados por cinco desertores. “Según entiendo, se habían entregado a la Infantería de Marina, y de ahí se los entregaron a ‘Cadena’”, asegura ‘Dique’.
Los camiones fueron abandonados en las carreteras grandes. El recorrido hasta El Salado, según el plan trazado, se haría a pie por los caminos veredales. De esa manera irían recogiendo el ganado y matando a quienes encontraran a su paso. La orden era entrar sin piedad y hacer una tenaza sobre el pueblo. En cuestión de pocas horas, el grupo de paramilitares que iba bajo órdenes de ‘Juancho Dique’ y ‘Cadena’ había matado a 19 campesinos, casi todos ahorcados con sogas, o degollados con cuchillos, para que el ruido de los fusiles no alertara a los vecinos. ‘Cadena’ se ubicó en una finca conocida como La 18, y allí instaló una especie de hospital de campaña y de abastecimiento de armas y víveres que le traerían por helicóptero Mancuso y ‘Jorge 40’.
Amaury había entrado por la vía principal, dejando tras de sí una estela de terror y muerte. En la mañana del 16 de febrero, los paramilitares detuvieron en la carretera a uno de los camperos que cada día hacían el viaje entre El Salado y Carmen de Bolívar. En el carro iban, entre otros, Edith Cárdenas, una mujer líder y reconocida por todos en El Salado. Según testimonio dado días después por María Cabrera, promotora de salud que también iba en el carro, los paramilitares miraron los hombros de Edith y los vieron marcados y asumieron que era una señal inequívoca de que la mujer cargaba morral, y que era guerrillera. En realidad, eran las marcas del uso de camisetas escotadas, para lidiar el calor de la zona. “¡Habla Edith, habla. No te quedes callada!”, le gritaba María, pero Edith no pudo hablar del miedo. La mataron. A ella y a los demás. Sólo María y otro pasajero pudieron escapar por los rastrojos, corriendo desesperados para salvar sus vidas.
Para entonces ya las Farc se habían percatado de la incursión y habían salido hacia la carretera, a combatir con las autodefensas. Pero muy pronto se dieron cuenta de que los paramilitares eran muchos, tenían apoyo aéreo y que los estaban cercando.
Mientras tanto en el pueblo la inquietud crecía. Por una llamada telefónica alguien supo que el campero que salió de El Salado nunca había llegado a su destino en El Carmen. Luego empezaron a llegar campesinos que huían despavoridos de las veredas que los paramilitares estaban arrasando. Los habitantes de El Salado, llenos de pánico, se reunieron sin saber qué decisión tomar. Muchos emprendieron la huida sin pensarlo dos veces. Otros entendieron que el desplazamiento era inminente cuando vieron a los guerrilleros de las Farc corriendo en retirada. Habían perdido hombres, tenían varios heridos y estaban buscando refugio en el monte. Uno de ellos alcanzó a decirles a los habitantes de El Salado: “Corran, corran que vienen a acabar el pueblo”.
Teresa Castro y David Montes, una pareja que a pesar de los infortunios parece feliz, fueron de los primeros que emprendieron la retirada. “En el camino a Arenas nos reunimos en un caney de tabaco como unas 100 personas. Los niños lloraban de hambre y sed. Queríamos devolvernos, pero cuando oímos los tiros y supimos que estaban matando a la gente en los caminos, nos tiramos al monte. Duramos dos días caminando sin nada que comer. Me desmayé y les pedí a los demás que siguieran. Pero no me dejaron, y al fin pudimos salir”, cuenta Teresa.
El camino fue tan tortuoso, que Helen Margarita Arrieta, una niña de apenas 6 años, murió deshidratada mientras le imploraba a una vecina que le diera agua. Pero en esas tierras no había ni una gota de líquido. Sólo el inclemente calor de la Costa.
Por temor a morir de hambre y de sed muchos regresaron al amanecer del 17 de febrero. Unos a empacar sus enseres y salir definitivamente. Otros, apegados del viejo proverbio de que quien nada debe, nada teme. Una de las que regresaron fue Leticia1. “Habíamos dormido en el monte y mis hijas suplicaban por comida, así que volvimos, después de que el lechero nos dijo que en El Salado no habían entrado los paras”, recuerda.
En medio de la zozobra por los disparos que se oían a lo lejos, pasaron las aproximadamente 200 personas que aún quedaban en el pueblo ese jueves 17 de febrero. La aparente calma se vino a romper el viernes a las 9 de la mañana, cuando de repente vieron el pueblo lleno de hombres armados. No hubo tiempo de huir. “Estamos en El Salado ¡no joda!. Salgan, partida de guerrilleros, que todo el mundo se muere hoy”, gritó uno de los paramilitares, y Leticia, que estaba en el lavadero, empezó a llorar porque desde ese momento supo que la tragedia tan anunciada ya era inevitable. La muerte se cernía sobre El Salado.
Orgía de sangre
“Cuando llegamos a El Salado mandamos a recoger la gente y la reunimos en la plaza, junto a la iglesia. Los desertores señalaban a los guerrilleros y los íbamos ejecutando”, dice sin sombra de conmoción ‘Juancho Dique’. “Llegaron tumbando puertas”, recuerda Leticia, con voz temblorosa. A empellones, el ‘Gallo’ la sacó a ella y a su familia del rancho donde vivía. Una vez en el atrio de la capilla, vio con estupor que su hijo estaba ya en el grupo seleccionado por los paramilitares. Con lágrimas en los ojos, y sacando valor de donde no tenía, les gritó a sus verdugos: “conduélanse de esa alma”, y señaló al muchacho. Por alguna razón que aún no entiende, su hijo salió ileso. Del cuerpo, pero no del alma, pues todavía no se recupera de todo lo que vio esa tarde.
Las súplicas de Leticia se vieron interrumpidas por el espectáculo de Nayibis, arrastrada por la calle principal del pueblo. “La guindaron de un árbol y con las bayonetas de los fusiles la degollaron”, reconoce el paramilitar ‘Dique’ en su versión libre.
Mientras tanto, un helicóptero que volaba bajito ametrallaba las casas del pueblo. En una de ellas murió destrozado por una bala Libardo Trejos, quien se escondía junto a varios vecinos, y cuya sangre bañó durante todo el día a una niña de 5 años, que desde ese día no ha vuelto a hablar ni se ha recuperado del trauma.
Las víctimas, según testimonios de los sobrevivientes recogidos por SEMANA, fueron elegidas al azar. Algunos porque fueron señalados por los desertores de las Farc. Otros, como Francisca Cabrera, porque tenían mucho miedo. Otros sin explicación, como Ever Urueta, que sufría de retraso mental y fue torturado sin piedad para que supuestamente confesara que pertenecía a las Farc.
Las muertes se producían cada media hora. La gente estaba bajo el sol inclemente, de pie, viendo cómo se llenaba de cadáveres la plaza, y como los paramilitares festejaban su ‘hazaña’. Los paramilitares sacaron los tambores, las gaitas y los acordeones, y con cada muerto, hacían un toque. Era un ambiente de corraleja, donde las fieras tenían la ventaja y las víctimas estaban indefensas.
Los paramilitares recién reclutados pedían a sus superiores que les permitieran disparar, como si fuera un privilegio. “Ellos me decían: ‘deme la oportunidad, quiero darle de baja a una persona...’”, entonces yo se la daba, contó ‘Juancho Dique’.
Como si fuera poco, violaron a una mujer varios hombres en fila. Se ensañaron en las mujeres. A algunas de ellas les metieron los alambres donde se seca el tabaco por la vagina. A todas las insultaron diciéndoles que eran las amantes de los guerrilleros.
Mientras ‘Dique’, el ‘Tigre’, el ‘Gallo’ y el resto de los paramilitares se regodeaban en la humillación y el castigo a la gente, el comandante de la operación, ‘H2’, consumaba la tarea principal que se le había encargado. Tenía casi mil cabezas de ganado recogidas y empezó la marcha con ellas, guiado por el administrador de la finca Las Yeguas, de donde habían sido robadas las reses de la ‘Gata”.
Al caer la noche, en la cancha yacían 18 cadáveres. El sol inflamó los cuerpos muy pronto y los cerdos, atraídos por la sangre, empezaron a devorarlos. Cuando los paramilitares dieron la orden de irse a dormir a las casas, muchos encontraron a sus familiares muertos en las calles o en los mismos ranchos. El número de víctimas ese día, sólo en la parte urbana de El Salado, ascendía a 38. Y en los alrededores ya llegaba a 28.
Esa noche nadie durmió, nadie comió, nadie bebió. Y nadie habló. El silencio sólo fue interrumpido por las cigarras, el viento que levantaba los techos y las voces de los paramilitares que patrullaron toda la noche. Lejos se oían de vez en cuando disparos y risas.
Al amanecer los paramilitares seguían allí. Parecía que la pesadilla nunca acabaría. Parecía que se hubiesen quedado para siempre. Entonces, mordiendo el polvo, la gente sacó mesas para poner sus muertos, abrieron la iglesia y arrumaron allí los cadáveres para salvarlos de los animales y del sol. Empezaron a cavar fosas en silencio, mientras los paras saquearon las tiendas y empezaron a beber y a bailar. Pasadas las 4 de la tarde se escucharon unos disparos al aire. Era la señal de la retirada. Empezaron a salir, borrachos, advirtiéndoles a los sobrevivientes que deberían irse y no regresar jamás.
A las 5 la gente pudo por fin llorar a sus muertos. Se abrazaban unos a los otros, gritando, revolcándose en el suelo de tristeza. Maldiciendo y pidiendo castigo. Los perros, que habían estado callados todo el tiempo, empezaron a aullar desesperados.
El desplazamiento empezó de inmediato. Atrás dejaban un pueblo herido de muerte. Élida Cabrera, que acababa de enterrar a su hermana, sólo atinó a pensar: “Colombia es un país corrupto. En cinco días no hubo nadie que nos ayudara”.
País corrupto
Una hora después de que los paramilitares abandonaron el pueblo llegó la Infantería de Marina. Ya eran las 6 de la tarde del sábado 19 de febrero. La incursión había empezado el martes. El miércoles, ya el Hospital del Carmen de Bolívar estaba atendiendo a los que habían huido por los montes. Todo el mundo sabía que estaban matando a la gente de El Salado. Menos las autoridades.
Ledys Ortega, una joven líder de El Salado que ahora actúa como inspectora de Policía, fue una de las que encendieron las alarmas. “El alcalde no nos escuchó. Por el contrario, cerraron la carretera y no dejaron pasar a nadie”. La troncal de la costa empezó a taponarse por las decenas de familiares que se agolpaban allí buscando desesperadamente entrar por sus propios medios a El Salado, y ver qué estaba pasando. La Cruz Roja, los noticieros de televisión, todos estaban allí. Pero nadie pudo pasar. Los militares simplemente dijeron que la carretera estaba minada. Y que no tenían helicópteros disponibles para una operación aérea.
El viernes 18 de febrero a las 8 de la noche, cuando ya la masacre estaba consumada y los paramilitares llevaban tres días cerrando su tenaza sobre El Salado, en la gobernación de Sucre se hizo por fin un consejo de seguridad, encabezado por el entonces coronel de la Armada Rodrigo Quiñones y el gobernador encargado, Humberto Vergara, reunión que bien puede pasar a los anales de la historia como la conjura de la infamia.
Según reposa en el acta, el primer punto tratado fue la información del DAS sobre el robo de 500 reses pertenecientes a Miguel Nule Amín y a la esposa del ganadero Joaquín García, en la zona rural de San Onofre. Tanto el gobernador, Eric Morris –hoy condenado por pertenecer a grupos paramilitares–, como el senador Álvaro García Romero –detenido y acusado de paramilitarismo y de la haber participado en la masacre de Macayepo– y el propio Nule Amín –aliado de los paramilitares– le habían pedido a la Armada, según testimonios de los oficiales, que movieran tropas para buscar un ganado que nunca se encontró y de cuyo hurto tampoco hubo denuncia formal. Hoy muchos de estos oficiales piensan que el robo nunca existió y que sólo fue una coartada para desviar la atención de los militares y la Policía.
En contexto: La guerra dolió mucho
En el tercer punto (en el acta falta el segundo) del consejo de seguridad se informa que el 16 de febrero, cuando empezaba la incursión a El Salado, la Policía vio un helicóptero Bell, azul y blanco artillado, cerca del río Magdalena y que por acción de la Armada y la Fuerza Aérea este fue inmovilizado, que los tripulantes se identificaron como miembros de las AUC y que luego incineraron el aparato. El helicóptero llevaba munición, y quienes lo piloteaban nunca fueron capturados. Hoy se sabe por testimonios de los desmovilizados que el piloto era Andrés Angarita, ex oficial de la aviación del Ejército, que llegó a tener un alto rango en las autodefensas, y que ya fue asesinado. El otro, según testimonios, era ‘Jorge 40’. Lo que nunca se ha sabido es por qué no fueron capturados, si es que el aparato fue inmovilizado, ni cómo lograron sobrevivir, si es que fue derribado, como dice la Armada.
Ese mismo miércoles 16 de febrero, cuando se empezaron a ver movimientos de paramilitares y cuando ya había en varios corregimientos cadáveres de campesinos degollados, la Policía había reportado estas muertes que, por sus características, eran propias de una masacre. Sin embargo, en el consejo de seguridad se advierte que “el número de levantamientos que hizo el CTI es de nueve y no se descarta que aparezcan más muertos producto del enfrentamiento entre las AUC y el 37 frente de las Farc”.
El consejo de seguridad se cierra con una conclusión demoledora: “Los delincuentes de las AUC emplearon en sus actos delictivos a guerrilleros de las Farc que los guiaron hasta los campamentos del Frente 37”... “La modalidad de realizar actos delictivos de civil por parte de los bandoleros de las Farc les permite confundirse con la población civil y pasar a ser campesinos en el momento de un enfrentamiento armado”...
Había evidencias de que estaban asesinando civiles y de que era una masacre escalofriante. Aun así, todas las autoridades allí reunidas prefirieron creer que se trataba de combates entre grupos armados. Basados en esta hipótesis –o cortina de humo–, no hicieron nada diferente a esperar. Teoría que nadie, excepto ellos, creyó. Por eso finalizan la reunión diciendo: “Los medios de comunicación, por su afán de tener la primicia, no manejan informaciones oficiales; por el contrario, multiplican el drama de las familias y desinforman a la opinión pública”.
En los precarios y manipulados procesos judiciales nunca se ha probado la complicidad de autoridades civiles y militares, o de ganaderos en esta matanza. En cambio sí hay muchos testimonios y documentos que demuestran que hubo complicidad, sobre todo en la retirada.
‘Juancho Dique’ narra así el repliegue: “Salimos en tres camiones como Pedro por su casa... ‘Cadena’ ya tenía todo arreglado”.

[aquí escalofriante audio de  Juancho Dique sobre el tema 

El 23 de febrero, cinco días después de la masacre, cuando ya todo el gobierno estaba en el ojo del huracán por la increíble negligencia con la que había actuado, la Armada reportó la captura de 11 paramilitares. Efectivamente se trataba del grupo que llevaba el ganado rumbo al Magdalena y que encabezaba el cuñado de Castaño, ‘H2’. Un año después, ‘H2’ se fugó de la cárcel Modelo, por la puerta principal y, desde entonces vivía al lado de Castaño, junto a quien fue asesinado en 2004.
No sobra decir que la justicia nunca encontró pruebas para vincular con la masacre a nadie que tuviera rango militar o poder político. Sólo ahora, cuando en las versiones libres de Mancuso, ‘Juancho Dique’ y el ‘Tigre’, y los testimonios aún temerosos de las víctimas, se empieza a conocer que en esta matanza convergieron intereses económicos de gamonales que veían amenazado su patrimonio por las acciones de las Farc, de narcotraficantes que querían controlar el territorio que unía el sur de Bolívar con el mar Caribe y que era clave para sus negocios, intereses de autoridades que querían derrotar a las Farc mediante la guerra sucia, y de políticos que ya tenían en curso un plan de control total de la Costa. Todo esto junto hizo posible esta barbarie sin límite.
Jairo Castillo, más conocido como ‘Pitirri’, el principal testigo de la para-política, aseguró en una declaración en la Corte Suprema de Justicia que la ‘Gata’ instó a Mancuso a recuperar su ganado. Pero aún no se ha investigado si el ex gobernador Eric Morris, el senador Álvaro García y el ganadero Miguel Nule Amín intentaron desviar a los organismos de seguridad. O si estos, sencillamente por complicidad o incapacidad, permitieron la masacre que castigaba a un pueblo que les era adverso y con el que tenían una deuda de sangre.
El frente 37 las Farc se mantuvo en la zona rural de El Salado hasta el año pasado cuando ‘Martín Caballero’ murió en combates con la Infantería de Marina. El balance final es que en El Salado y sus alrededores hubo 66 muertos. Las víctimas saben que más allá del ganado o de la disputa de territorio entre guerrilla y paramilitares, había intereses estratégicos de mucha gente sobre El Salado.
Acto de contrición
Hace pocos meses el coronel de la Infantería de Marina Rafael Colón, quien después de esta masacre combatió sin tregua a los paramilitares, y en especial al temible ‘Cadena’, pidió perdón públicamente por las omisiones que en el pasado hubiese cometido la Armada y que propiciaron esta masacre, y otras que ocurrieron antes y después. Pero este tímido acto de contrición fue desautorizado en pocas horas por sus superiores, que sintieron herido el honor militar. Aun así, su labor ha sido fundamental para que algunos pobladores retornen a este pueblo y a otros de los Montes de María, y que muchos de ellos vuelvan a confiar en las fuerzas militares.
Le puede interesar: Las cuatro valientes
A El Salado han retornado cerca de 400 familias que saben que su pueblo jamás volverá a ser lo que fue. Otro tanto de personas se han postulado como víctimas para ser reparadas y siguen de cerca las declaraciones de los paramilitares que cometieron los crímenes más atroces contra ellos. Pero las heridas son profundas y difíciles de curar.
La guerra en todo caso acabó con una comunidad que tenía en la tierra una promesa de progreso. Algo que seguramente podrán disfrutar otros. Pero no quienes nacieron y vivieron allí.
Desde el año pasado, una empresa de sísmica busca gas y petróleo en El Salado, según dicen los especialistas, con buenas perspectivas. La muerte de ‘Caballero’, la seguridad democrática y el retorno han revalorizado las tierras. Empresarios y ganaderos antioqueños ya han comprado más de 15.000 hectáreas para ganadería o biocombustible.
Curiosamente, un mes después de la masacre, en marzo del año 2000, en otro consejo de seguridad las autoridades locales reportan que la zona ha recobrado la calma. Y que había buenas noticias. Inversionistas estaban viendo en la región un gran potencial para sembrar palma de aceite. Cultivos que al parecer nunca llegaron.
Quizá tenga razón Eneida Narváez, líder representante de las víctimas de El Salado, quien en su silla de madera, con algunos manojos de tabaco secándose a sus espaldas, dice con toda convicción: “Todos los desplazamientos los hace la tierra”.

De: