domingo, septiembre 28, 2014

Verdad, Justicia y Reparación // Delitos de Lesa Humanidad // Lo que nunca se debió ni perdonar ni olvidar


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Domingo 28 de Septiembre de 2014 - 02:01 AM

Los últimos días del C ó n d o r

El 10 de septiembre de 1956 en que lo mataron a 35 pasos de su casa en Pereira, León María Lozano, más conocido y temido en todo el país por el remoquete de “El Cóndor” (rey de los pájaros), se levantó, como de costumbre, poco antes de la 5 de la mañana ( no necesitaba despertador; todas las noches
antes de acostarse y después de rezar con mucha convicción la misma oración que rezaba desde niño: “Con Dios me acuesto,/ con Dios me levanto,/ la Virgen Santísima me cubre con su manto…”, les pedía a las almas del Purgatorio que lo despertaran a la misma hora). Había dormido mal. El asma que padecía desde sus tiempos escolares, a pesar del fuelle que utilizaba para darse aire, le había impedido conciliar el sueño. “Ayer domingo se acostó como a las ocho de la noche, pero se la pasó forcejeando con su respiración hasta llegada la una de la madrugada”, me dijo, ahogada por el llanto, su esposa Agripina, una hora después de su muerte, cuando el cuerpo acribillado, sin que se hubiera efectuado su levantamiento, fue traído por vecinos caritativos desde el interior de la tienda donde había sido ultimado y colocado sobre la cama matrimonial. Allí permaneció hasta que llegaron las autoridades, practicaron las primeras diligencias legales, después de increpar a quienes habían movido al muerto del lugar en que cayó, y dispusieron su traslado a Medicina Legal. Yo, aún inexperto reportero y estudiante de derecho, había llegado de Bogotá quince días antes. Supe la noticia en mi casa de la calle 19 con carrera quinta por el alboroto radial que armó La Voz del Pueblo, al que siguió el tono atropellado del jefe liberal Camilo Mejía Duque aconsejándoles a sus copartidarios que se pusieran a salvo de posibles represalias. Desoyendo la opinión adversa de mi padre, me fui en volandas hasta la casa del Cóndor (ocho días antes yo había logrado la proeza de entrevistarlo en la Cafetería La Paz, situada en la carrera séptima con calle catorce, y él mismo me había dado su dirección. Calle y casa desbordaban de amigos y curiosos. Para abrirme paso, le fui diciendo a todo el que se me atravesaba que yo venía del periódico La Patria, y a empellones y codazos pude llegar hasta la alcoba donde la viuda, sentada en un taburete frente a los despojos sangrantes de su marido, respondía, entre sollozos, las preguntas que se le hacían. “Desde que se acostó hasta que se levantó no hizo sino toser; le silbaba el pecho y se incorporaba en la cama alzando los brazos, como pidiendo auxilio o misericordia”, me dijo, sin que yo le preguntara. Nada hacía pensar, sin embargo, que la vida de este individuo, a quien se le atribuía la muerte violenta de miles de personas, estuviera a punto de terminar, también violentamente. León María no había manifestado ninguna inquietud sobre su seguridad personal, aun cuando sabía que sus enemigos eran incontables y muchos y desconocidos los que tenía en Pereira. Despertó con dolor de cabeza y aún así se bañó a las carreras con agua tibia, se afeitó y se puso el mismo pantalón que se había puesto el día anterior, pantalón de paño gris y una franela blanca, un tanto raída. Y metió sus pies, de uñas mal cuidadas, en arrastraderas de caucho. En su cuello no le faltó nunca el escapulario protector de la Virgen del Perpetuo Socorro, y fuera de su casa siempre llevó colgada sobre el hombro una toalla húmeda para secarse el sudor. Ni reloj de pulso en su mano izquierda. Ni argolla de matrimonio. Las manos toscas de menestral.
APEGADO A SU PUEBLO
León María Lozano había nacido y vivido en Tuluá y por nada del mundo había querido moverse de allí. Era hijo de Benito Lozano, antiguo contador del Ferrocarril del Pacífico y jubilado meritorio que gastaba sus últimas tardes –sus ojos sin lumbre- escuchando la algarabía de las bandadas de garzas que volaban hacia el sur entre los vientos luminosos del Pacífico. Se inició como pequeño empleado de comercio; se hizo más tarde empresario y obtuvo permiso para instalar y atender personalmente una venta de quesos en el interior de la plaza de mercado. Temperamento religioso y pacífico, asistía a misa todos los días y comulgaba con frecuencia. No se le conocieron malquerientes. Todo el mundo sentía aprecio por su espesa y efusiva persona. Nadie supo a qué horas y por qué motivos de la noche a la mañana dejó de ser un hombre respetuoso, gentil y servicial, un buen ciudadano, para convertirse en el peor criminal que haya ensangrentado la historia de Colombia y, por supuesto, la del Valle del Cauca, marcada con oro eterno por la pluma inmaculada de Isaacs. Hasta su tierna novela, de la que se dice que habría sido escrita sobre la rodilla de los ángeles, fue mancillada por el crimen. Opinan algunos que el sectarismo político que “le torció el alma” a León María Lozano le comenzó el 9 de abril de 1948, cuando el asesinato de Gaitán desató una incontrolable reacción popular que en muchos lugares del país causó desolación y ruina. En Tuluá, una turba enardecida intentó incendiar y destruir un colegio regentado por una comunidad religiosa y colgar de las vigas de los templos en los que ejercían su ministerio a varios sacerdotes. León María Lozano, “comerciante de quesos de la galería”, habría puesto en fuga a los energúmenos arrojándoles un taco de dinamita. Difieren otros de este concepto. Dicen que el episodio de valor personal y de fervor católico lo que hizo fue remover hasta ponerla en carne viva una larvada sensibilidad política que le venía por la sangre desde su abuelo paterno, combatiente conservador que pereció en la bárbara batalla de Los Chancos. Como quiera que sea, el hecho fue que León María Lozano ¡se volvió un monstruo!
El poder por asalto
Algunos lo previeron, pero pocos se dieron cuenta de que León María Lozano, individuo casi analfabeto, se tomó por asalto la jefatura de su partido en Tuluá y la del Valle del Cauca y dio comienzo a una etapa de acoso y de persecución contra los liberales y a una espantosa degollina como no se había registrado jamás en el país; menos en el Valle del Cauca, donde las luchas políticas fueron tradicionalmente ardorosas, pero incruentas.
Muchos no recuerdan, y los jóvenes no tienen memoria para lo que fue el drama de Tuluá y su extensión a diversas partes de Colombia. Muertos y más muertos. Bala y cuchillo. Los lugartenientes del Cóndor se habían especializado en una diversidad de excesos criminales. Por ejemplo: Pájaro Azul les cortaba a sus víctimas los órganos sexuales, la lengua y las orejas y se los tiraba a su perro “gavilán”; Pájaro Verde decapitaba con una perfecta habilidad quirúrgica; Lamparilla les abría un tajo en la garganta por el cual les sacaba la lengua, el “corte de corbata”; el Vampiro bebía sangre del que acababa de matar; Alfredo Rojas, el más cruel de todos, el más perverso, les amarraba las piernas a la nuca, los violaba, los castraba y los dejaba desangrarse en plena vía pública. Eran centenares los asesinos pagados por el Estado, bajo las órdenes de León María Lozano, a cuya casa llegaban de Cali, en vehículos oficiales, armas y municiones. El periódico Relator los bautizó con el nombre de “Pájaros” y a su jefe o rey “El Cóndor”. ¡Pájaros!. Acaso por su agilidad, por su volátil rapidez que les permitía matar aquí y allá, con la complacencia de las autoridades y sin riesgo de ser detenidos. León María Lozano me había dicho días antes, en la entrevista a que antes me referí: “El Cóndor”. “No me chocaría ese apodo, si no tuviera la mala intención que tiene”.
Muertos y más muertos. Nadie quedaba herido. Las armas eran de la mejor marca y los hombres que las accionaban, certeros, no fallaban un tiro. El médico y dirigente liberal Ignacio Cruz me dijo tiempo después, cuando yo dirigía en Cali un diario liberal, que llegó un momento en que el cementerio de Tuluá se llenó hasta los topes con los muertos de esa ciudad y hubo necesidad de recurrir a los cementerios de localidades cercanas, como Riofrío, Trujillo, Bolívar, La Unión, Roldanillo y hasta Cartago, todos los cuales ya casi sin dónde sepultar a sus propios difuntos. “Durante el reinado del Cóndor, que duró varios años, tuvimos en el Valle no menos de cinco mil muertos, en gran parte oriundos o vecinos de Tuluá” me dijo el doctor Cruz.
La carta suicida
Una decena de dirigentes de Tuluá le envió una carta a la revista norteamericana Life denunciando la crítica situación de esa ciudad en las manos criminales del Cóndor, a quien ya se candidatizaba para gobernador del Valle. La revista envió a un reportero que, al parecer, no alcanzó a entrevistarse con León María, pero escribió y publicó una excelente crónica que intituló “La tierra del Cóndor, el jefe de los Pájaros”. Su texto y sus fotos no le gustaron a León María, e instruyó a su abogado Gustavo Salazar García, para que demandara a Life. En cuanto a la carta, ésta llegó a poder de El Tiempo y el diario colombiano la publicó. Tampoco le gustó a León María. Pero la taza se rebosó con el asesinato del radioperiodista Pedro Alvarado. Alvarado calificó de afrenta a la decencia pública la expedición del decreto 1453 por medio del cual el gobierno nacional confirió la Cruz de San Carlos “al ilustre colombiano don León María Lozano”. El gobernador del Valle viajó de Cali a Tuluá a imponer ese galardón. Alvarado fue abatido a tiros cuando cruzaba el llamado “Puente Blanco”. Lo mató, por orden del Cóndor, Lamparilla. En cuanto a los firmantes de la carta suicida fueron eliminados uno tras otro.
La Habana-Cúcuta-Pereira
El presidente Rojas Pinilla, amigo y protector del Cóndor, decidió sacarlo de Tuluá. Nombró a Amapola, su hija, en un cargo diplomático en Cuba, con la condición de que se llevara a su padre. León María no se amañó en La Habana y le pidió a Rojas que lo devolviera a Colombia. Rojas repatrió a Amapola y la trajo a Cúcuta como jefe del SIC. León María tampoco se amañó en Cúcuta y Rojas lo situó en Pereira. Don Jesús Valencia, propietario de la casa de la calle 14 número 4-72 que le arrendó al SIC para vivienda de León María, me dijo en los días que siguieron a su muerte que El Cóndor no parecía ser lo que era. Taciturno sí y de pocas palabras, pero afable al tratarlo. “Yo vivía a continuación de su casa”, me dijo don Jesús, “y como él hablaba muy duro, lo escuchábamos todos los días cuando llamaba al presidente por teléfono y le imploraba que le permitiera volver a Tuluá”. Rojas le respondía que lo que hacía era protegerle la vida. Que se serenara y mirara las cosas con seriedad. Hasta el sábado 8 de septiembre llamó al presidente insistiéndole en que quería regresar a su casa de Tuluá.
En Pereira
La vida del Cóndor en Pereira fue breve y rutinaria. Abandonaba su casa al filo de las seis de la mañana, escoltado por dos hombres con metralletas. Subía, chancleteando, los 220 metros que lo separaban del templo de la Valvanera. Asistía a la misa que oficiaba el párroco Benjamín Peláez Gómez. Salía de la iglesia a las 6.30 a.m., e iba a sentarse en el mismo lugar y a la misma mesa de la Cafetería La Paz.
Allí lo esperaban muchos de sus amigos y copartidarios de esta ciudad. Tomaba un tinto cerrero, espeso y sin azúcar. Se informaba sobre la situación política en el país y preguntaba sobre la política de Pereira. Finalmente, se despedía de cada uno de sus acompañantes y regresaba a su casa. Pero antes de “encerrarse”, como el decía, entraba a una pequeña tienda en la carrera quinta con calle catorce. Saludaba a su dueño, don Delfín Ramírez y, de pie junto al mostrador, dando la espalda a la carrera quinta, se tomaba un aguardiente doble. “Era su costumbre diaria”, me dijo don Delfín. “Eso sí, nunca me habló de política”.
El día final
El día en que lo mataron, me dijo el padre Peláez Gómez, León María entró a la iglesia sin sus escoltas. Oyó la misa, muy atento a la celebración y antes de salir se arrodilló ante la urna del Santo Sepulcro, se echó la bendición y salió a la carrera séptima por la puerta izquierda. “Vino a la cafetería y tomó el camino de su casa sin los muchachos que lo cuidaban”, me dijo Hernando López Molina, uno de sus contertulios. “No llegaron cumplidos esos güevones y tuve que venirme solo, contrariando a mi mujer”, le dijo León María a López Molina. En efecto, Agripina le suplicó que no se aventurara sin sus ángeles de la guarda. “Espere, mijo, a que lleguen”, le dijo. Pero León María Lozano, el rey de los pájaros, el amigo del presidente de Colombia, el jefe de todo el mundo en el Valle del Cauca, no le oía consejos a nadie, menos a su mujer, Agripina Salgado. Era férreo el concepto de su autonomía y de su poder. El lunes diez de septiembre inició su regreso a casa. Bajó por el andén derecho de la calle catorce hasta la tienda de don Delfín Ramírez, diagonal a su casa. Pidió su habitual aguardiente doble. Alzó la copa para apurarlo y en ese momento preciso, me dijo el inspector de Permanencia, Rogelio Bravo Ángel, una doble ráfaga de disparos “lo volvió un colador”. Dos hombres dispararon al mismo tiempo. Uno por la puerta de la carrera quinta. El otro por la puerta de la calle catorce. Doce impactos de bala en total. Seis de revólver de calibre 38 largo, seis de pistola 357 Magnum, de proyectiles blindados capaces de derruir un muro de cemento.
Eran las 7.22 minutos de la mañana. Caía sobre Pereira una llovizna agujereante.
El asesinato del Cóndor dio origen a una ruidosa situación de orden público. En pocas horas llegaron a Pereira numerosos buses-escalera repletos de Pájaros del Valle. Hicieron unos cuantos tiros al aire y rompieron avisos comerciales en las carreras séptima y octava, pero fueron expulsados por el ejército y su comandante el Coronel Carlos Sus Pacheco, a instancias del alcalde don Lázaro Nicholls. El ejército, además, se apoderó del cadáver de León María, que lo querían retener los pájaros y le dio sepultura no se supo dónde.
Un poeta popular, Feliciano Ocampo, dijo desde su mesa del Café El Patio en la plaza de Bolívar:
“Del Cóndor que era el peor pistolero
no quedó en Pereira ni siquiera el plumero”.
Publicada por
MIGUEL ÁLVAREZ DE LOS RÍOS

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