El presidente de Rusia, Vladimir Putin, tiene planeado faltar este mes a una cita con la historia. Desde principios de año, el mandatario ha dado a entender que piensa ignorar el centenario de la Revolución de Octubre. Por eso, el Kremlin no tiene planeada ceremonia alguna para conmemorarla, la televisión transmitirá sus programas habituales y su gobierno ha dicho que le va a dejar el tema a un grupo de expertos. Una decisión llamativa si se tiene presente que el propio Putin ha dicho en varias ocasiones que “la mayor tragedia del siglo XX fue la disolución de la Unión Soviética”, es decir, el Estado que surgió de ese proceso.
Algunas razones explican la incomodidad del líder ruso. Por un lado, los hechos de finales de 1917 significaron el cambio brutal de un gobierno autoritario, justamente lo que representa hoy Putin. Por el otro, esas fuerzas bolcheviques comandadas por Vladimir Ilich Lenin sacaron a los nacionalistas de la ecuación política y llegaron al poder con la idea de desmantelar el Estado en aras del internacionalismo comunista. Todo lo contrario de Putin.
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Por supuesto, la historia no se limito esa herencia y hoy resulta claro que la revolución rusa fue uno de los eventos más complejos y con más ramificaciones de la historia reciente. Lo que en algún momento lució como un levantamiento popular contra el zar, pronto se convirtió en uno de los regímenes más represivos de la historia. También pocos años después dio lugar a la figura de Yósif Stalin, quien concentró en su persona tanto poder como los zares, reprimió a su pueblo con la mano más dura imaginable y al mismo tiempo puso a Rusia en el papel de superpotencia geopolítica.
De hecho, las circunstancias que condujeron a los levantamientos populares de 1917 que acabaron con el Imperio ruso determinaron no solo la historia de esta nación, sino también, como afirman historiadores de la talla de Eric Hobsbawm o Moshe Lewin, la del resto del siglo XX.
Alerta roja
Ese capítulo de la historia había comenzado a finales de febrero de ese año, cuando una marcha multitudinaria para conmemorar el Día Internacional de la Mujer atrajo a decenas de miles de artesanos, campesinos y obreros que lanzaron una huelga nacional que se extendió varios días. En buena medida, este levantamiento respondía a las duras condiciones económicas en las que vivían los 126 millones de personas y los 194 grupos étnicos que componían el Imperio ruso. Por ese entonces, campesinos que vivían apenas por encima del nivel de subsistencia componían las tres cuartas partes de la población. A su vez, unos pocos nobles tenían el poder concentrado en sus manos y trataban al resto de la población como subhumanos.
Sin embargo, esos problemas no eran nuevos ni exclusivos de Rusia. Como dijo a SEMANA Rex A. Wade, profesor de Historia de la Universidad George Mason y autor de 1917: La Revolución rusa, “ese año, el imperio dirigido por Nicolás II era ya un sistema político obsoleto, y él mismo era un incompetente como gobernante. A su vez, durante el cambio de siglo Rusia se estaba transformando a pasos acelerados y había pocas posibilidades de que las viejas estructuras siguieran resistiendo”. De hecho, ya desde mediados del siglo XIX el zar Alejandro II (el abuelo de Nicolás) había emprendido una serie de reformas sociales, económicas y políticas, incluyendo un Edicto de Emancipación de los siervos. Sin embargo, lo asesinaron cuando esas políticas apenas comenzaban y su heredero, Alejandro III, echó para atrás su agenda liberalizadora y devolvió a Rusia a un sistema feudal.
Su muerte prematura llevó al poder a un jovencísimo Nicolás, quien desde el principio mostró poco interés por el arte de gobernar y durante años ignoró los cambios que sufría su país. En particular, su decisión de participar en la Gran Guerra puso en evidencia todo su atraso militar y económico. Pese al fervor inicial, la aventura bélica solo trajo a los rusos derrotas devastadoras, caos económico y una grave crisis alimentaria. Cuando explotó la Revolución de Febrero, gran parte del odio de los manifestantes se concentró en la figura de Nicolás, por lo que a principios de marzo tuvo que renunciar a su cargo. De forma diciente, firmó esa dimisión a lápiz, como quien no quiere la cosa.
Pero lo cierto es que tras tres siglos en el poder, la dinastía de los Románov había llegado a su fin. Durante los siguientes siete meses el poder quedó en manos de un gobierno provisional, dirigido por Aleksandr Kerenski, que tenía el mandato de llevar a cabo las reformas que un grupo heterogéneo de republicanos, anarquistas, demócratas, revolucionarios y socialistas aprobó en febrero. Sin embargo, desde el principio este se metió en una camisa de once varas al tratar de defender los intereses de los trabajadores al tiempo que pretendía cumplir los compromisos adquiridos por el Estado ruso, en particular en el ámbito bélico. Esa política se tradujo en la desastrosa ofensiva de julio, en la que el Ejército ruso sufrió una serie de humillantes derrotas que minaron por completo la credibilidad de Kerenski.
Adicionalmente, al retrasar indefinidamente la prometida reforma agraria, el gobierno provisional le abrió un boquete a la izquierda radical, encarnada por los bolcheviques. “Según su punto de vista, solo si ellos controlaban el Estado, este podría finalmente convertirse en una herramienta para alcanzar los intereses de la clase trabajadora, los campesinos pobres y los soldados”, dijo en diálogo con SEMANA Michael Hickey, profesor de Historia de la Universidad de Bloomsburg y autor de Competing Voices from the Russian Revolution. Esa coyuntura, junto con las habilidades tácticas de Trotsky y la capacidad de convocatoria de Lenin, pusieron a ese grupo en el momento y en el lugar exactos para apoderarse del Palacio de Invierno.
En efecto, a finales de octubre varios acontecimientos encadenados condujeron en Petrogrado (hoy San Petersburgo) a que los bolcheviques tomaran el Palacio de Invierno. Liderados por León Trotsky, en la mañana del 25 de ese mes (que en el calendario gregoriano hoy vigente cae el 8 de noviembre), se apoderaron de la estación de telégrafo, la central eléctrica, los puentes estratégicos, la oficina de correos, las estaciones de tren y el banco estatal de esa ciudad. Hacia el mediodía, Kerenski tuvo que huir del Palacio de Invierno disfrazado de enfermera. Un día después y casi sin disparar un solo tiro, los bolcheviques tomaron las riendas del Imperio de los zares. Las manejarían durante 73 años, hasta 1991.
Un duro despertar
Todas las revoluciones exitosas tienen que navegar entre las promesas de libertad y cambio. Pero la de Rusia vivió desde el principio en la esquizofrenia. Por un lado, la caída del zar propició un ambiente de cambio social y económico que solo se puede comparar con la Revolución francesa o la independencia de Estados Unidos. “Sea cual sea el balance general que uno haga de la Revolución rusa, es claro que terminó por simbolizar la liberación”, dijo Hickey. En ningún campo fue eso más claro que en el de las artes, donde el pintor Kazimir Malévich, el poeta Vladímir Maiakovski o el cineasta Serguéi Eisenstein redefinieron sus disciplinas y sentaron las bases del arte contemporáneo.
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Pero por el otro, las promesas democráticas pronto dieron paso a un régimen asediado por todos los frentes. De 1918 a 1922 la naciente Unión Soviética sufrió una guerra civil que les costó la vida de millones de personas, entre ellas la de Nicolás II y toda su familia, ejecutados algunos meses después de la toma del Palacio de Invierno para evitar que las fuerzas leales, conocidas como los rusos blancos, los devolvieran al poder. A su vez, las potencias extranjeras que querían pescar en río revuelto atacaron las fronteras de la recién creada Unión Soviética en Europa, el Cáucaso e incluso el Lejano Oriente. Y como si todo lo anterior fuera poco, el gobierno comunista asumió una economía de guerra. Todo lo cual favoreció, tras la muerte de Lenin, el ascenso de Stalin, quien hasta entonces había jugado un papel periférico, pero se movió como pez en el agua en el Estado policial en el que se convirtió su país.
Su llegada al poder redefinió el gobierno soviético de dos maneras. Por un lado, creó un aparato represivo que nada tenía que envidiarle al de los zares. Por el otro, puso a girar la política internacional en torno a su gobierno. Como dijo a esta revista Sean McMeekin, profesor de Historia de la Universidad Bard y autor de The Russian Revolution, A New History, “el fascismo y el nazismo surgieron como reacción al comunismo, y no solo en un sentido negativo. Mussolini tomó la estética de las camisas negras de las chaquetas ‘bomber’ de los agentes de la Cheka (la policía secreta soviética) y Hitler copió los campos de concentración soviéticos. Sin olvidar que la Segunda Guerra Mundial fue una consecuencia directa del pacto que el segundo y Stalin firmaron en 1939”.
Sin embargo, los soviéticos combatieron con los aliados y contribuyeron de tal manera a la derrota de los nazis y sus secuaces, que adquirieron el aura de paladines de la libertad. Y pese a todos los sufrimientos que había infligido a su pueblo, era innegable que Stalin había convertido a su país en una superpotencia.
Como era de esperarse, el acuerdo con Estados Unidos y sus aliados se desmoronó una vez cayeron derrotados los nazis y estalló la Guerra Fría. En una de esas grandes ironías de la historia, un régimen con una estructura vertical y militar se convirtió durante la posguerra en el símbolo de la libertad y de la lucha antiimperialista de los pueblos de África, Asia y América Latina.
Ese apoyo, que no fue simplemente moral, convirtió a la Unión Soviética en uno de los protagonistas de la política de muchas regiones del mundo. “Al financiar los partidos comunistas de decenas de países, Moscú introdujo un cáncer peligroso en el sistema internacional, pues esos partidos funcionaban como ‘quintacolumnas’ consagradas a debilitar sus propios países”, dijo McMeekin. En América Latina, esto se evidenció con la aparición de decenas de grupos marxistas-leninistas armados, que marcaron la política de sus países y que en Cuba y Nicaragua llegaron incluso al poder.
En buena medida, la caída de la Unión Soviética durante el gobierno de Mijaíl Gorbachov, aplastada por su propia incapacidad para adaptarse a los tiempos (ver siguiente artículo), puso en evidencia la rigidez con que Moscú había manejado esas relaciones. Y sin embargo, el influjo de la ideología soviética no ha desaparecido del panorama geopolítico. “La revolución bolivariana de Chávez en Venezuela, la ‘lucha anticolonial’ de Robert Mugabe en Zimbabue o incluso el proyecto del laborista británico Jeremy Corbyn son reminiscencias del sistema soviético. Y como este, han tenido una gran acogida hasta que llega el momento de pagar la cuenta”, agregó McMeekin. No deja de ser irónico que haya sido el propio Karl Marx quien dijo la frase célebre según la cual “la historia se repite dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa”.
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