viernes, junio 14, 2019

¿Cómo superar el odio?

Un revelador estudio de un grupo de investigadores del Laboratorio de Neurociencias para la Paz y los Conflictos de la Universidad de Pensilvania, Estados Unidos, muestra, entre otras cosas, que la mayoría de los colombianos considera que los exguerrilleros de las Farc son “menos humanos” que el resto de sus compatriotas.2018/10/22 POR HERNÁN D. CARO* 


¿Es posible delinear el estado psicológico de todo un país? ¿Se puede ofrecer un mapa de las emociones, los traumas, los delirios, las esperanzas y los prejuicios que supuestamente comparten millones de personas? Y más aún, ¿cómo pueden concepciones e impulsos colectivos, más o menos inconscientes, modelar la historia de una nación de modo provechoso o terrible? Estas preguntas tienen un carácter filosófico. Sin embargo, son mucho más pragmáticas de lo que parecen. Si cambiamos “nación” por “Colombia”, y si con “historia” nos referimos al trágico destino de violencia, injusticia y división en que el país ha estado ahogado desde hace décadas, la urgencia de aquellas preguntas se hace evidente.
Tras una guerra interna que ha definido la vida y los recuerdos de varias generaciones; tras cientos de miles de muertos y desaparecidos, millones de desplazados y víctimas de todo tipo; tras derrochar cantidades incalculables de fondos y oportunidades para ser un país distinto; tras buscar –o jurar que buscábamos– la paz durante más de medio siglo, más de la mitad de los colombianos ha decidido (primero hace dos años a través de un plebiscito; luego, hace pocos meses a través de unas elecciones presidenciales) retirar su apoyo a un proceso de paz que, aunque imperfecto, bien podría interrumpir la historia sangrienta de Colombia. ¿Cómo es esto posible? ¿Qué mecanismos psicológicos explican el rechazo de muchos colombianos a una narrativa distinta? ¿Qué estructuras emocionales podrían explicar la especie de autogol histórico que los colombianos han marcado una y otra vez?
Desde inicios de 2018, un grupo de investigadores del Laboratorio de Neurociencias para la Paz y los Conflictos de la Universidad de Pensilvania, Estados Unidos, bajo la dirección de Emile Bruneau, examina cómo aplicar la ciencia a la construcción de la paz en Colombia. Quieren averiguar cómo disciplinas como la psicología social pueden servir en procesos efectivos de cambio. Como explica Andrés Casas, científico comportamental colombiano y miembro del proyecto, el paso inicial fue analizar los mecanismos grupales de la polarización que se hizo visible durante las elecciones presidenciales de 2018. Esto los llevó, una y otra vez, a los resultados del plebiscito de 2016, cuando más de la mitad de los sufragantes votó “No” al acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc. Los investigadores constataron la repetición de un patrón de comportamiento con secuelas graves para la sostenibilidad de los acuerdos de paz. Decidieron examinar las bases de ese comportamiento y, además, explorar estrategias de despolarización para disminuir los riesgos del posconflicto usando la ciencia del comportamiento. La pregunta central del proyecto se había convertido en un afán muy palpable: ¿cómo desmontar los mecanismos psicoculturales que hacen que en Colombia se desencadene una y otra vez la violencia y el rechazo a la paz? ¿Cómo superar el odio?
La deshumanización
La experiencia de procesos de posconflicto en el mundo no es tranquilizadora. Como advierten Andrés Casas, Nathalie Méndez y Juan Federico Pino en un texto académico pronto a aparecer, la paz después de un conflicto suele ser frágil. Casi la mitad de guerras civiles son de hecho recaídas posteriores a conflictos: muchos países no logran superar la violencia política y social, caen en “trampas de conflicto”, mientras las divisiones sociales causadas por la guerra se amplían. Por desgracia, la situación actual en Colombia es una buena ilustración de eso: firmada la paz y entregadas las armas por parte de las Farc, la violencia paramilitar contra líderes sociales aumenta, el rechazo popular a los acuerdos es una amenaza y un desconcierto constante, y en una especie de contraataque conservador, políticos de derecha, desde el gobierno y con intereses a menudo nebulosos, ponen en riesgo una paz ya de por sí inestable.
Entre 2015 y 2017, el equipo realizó encuestas en diferentes regiones de Colombia con cerca de 5000 colombianos, entre ellos excombatientes de las Farc. Más allá de los efectos traumáticos de la guerra a nivel individual, el sondeo identificó efectos psicológicos en el ámbito colectivo; efectos menos evidentes y probablemente menos discutidos en la opinión pública, pero que los lectores comprenderán de inmediato: desconfianza frente al Estado (“los colombianos”, escriben los investigadores, “perciben que su Estado es débil y no puede cumplir las promesas hechas a los ciudadanos en el pasado”), desconfianza frente a los miembros de grupos sociales distintos al propio, desconfianza frente al presunto deseo de paz de los excombatientes.
La falta de confianza es un tema espinoso en el caso de sociedades expuestas a niveles de violencia como la colombiana. Como sostienen los investigadores refiriéndose a otros estudios de psicología social, la exposición intensa a la guerra y a la brutalidad enfatiza la necesidad grupal de cooperar para defenderse contra amenazas externas. Lleva pues a un aumento de la confianza frente a personas del propio grupo (o in-group), pero de desconfianza frente a grupos distintos (out-groups).
En conflictos como el colombiano, con diferentes bandos enemigos y radicalizados, en el cual un Estado débil, corrupto o sencillamente hostil ha propiciado una situación de “sálvese quien pueda”, es fácil comprender que el posconflicto esté marcado por el rencor, la sensación de tener que cuidarse la espalda y por profundos recelos entre personas que, trágicamente, tienen características y experiencias de vida muy similares.
Hay dos presupuestos importantes del trabajo de los miembros del laboratorio. Por un lado, consideran que los modelos convencionales de ayuda internacional para posconflictos se centran muchas veces en “estrategias externas” (ayuda económica, presencia militar, etc.), pero se quedan cortos en el momento de estimular “promotores internos de la paz” como confianza, emprendimiento económico compartido o acciones colectivas. Por otra parte, argumentan que la noción de confianza puede contribuir a la construcción de una paz sostenible: confianza en las instituciones estatales, interpersonal y entre los actores locales del posconflicto, entre ellos víctimas y excombatientes. En el ámbito local, un aumento de confianza repercute en mayor voluntad para la reconciliación y el apoyo de procesos de paz.
Así las cosas, los investigadores buscan estrategias complementarias para proteger el posconflicto, pero hay dificultades psicológicas preocupantes contra las que se enfrentan.
Una de ellas es la deshumanización, un concepto importante en la investigación del Laboratorio de Neurociencias para la Paz y los Conflictos. La deshumanización, explica Casas, se puede entender como el sentimiento de que otras personas, los miembros de otro grupo, no son tan “evolucionados y civilizados” como los del propio. Esta percepción (y las palabras con que hablamos a menudo de otros son elocuentes: “animal”, “bestia”, “alimaña”, “rata”, “culebra”, “cucaracha”, “monstruo”, “subhumano”, “cafre”, “antisocial”, “salvaje”) estaría presente en genocidios, guerras, esclavitud o colonizaciones. Y según los investigadores, eso no solo es uno de los efectos psicológicos fatales de la violencia, sino además funciona como causa, aumentando la resistencia de muchos colombianos frente a la paz. Si “el otro” es esencialmente distinto a mí, menos racional, los escrúpulos morales no tendrán tanta efectividad sobre mis actos, facilitando la agresión, la marginación o la crueldad. Hace un tiempo, la revista The New Yorker puso un buen ejemplo: un capítulo sombrío de la serie de televisión Black Mirror, en el que soldados cazan a humanoides repugnantes. Inicialmente, todo parece “natural”, pero el desarrollo de la historia muestra cuán espeluznantes pueden ser las trampas de la deshumanización. Exámenes académicos de la deshumanización se pueden encontrar en el trabajo de Emile Bruneau, director del laboratorio, o en el libro Less Than Human: Why We Demean, Enslave, and Exterminate Others (Menos que humanos: por qué humillamos, esclavizamos y exterminamos a otros, 2011), del filósofo David Livingstone Smith.

Confianza y empatía

Con el trabajo de campo, los investigadores comprobaron niveles escandalosos de deshumanización por parte de los colombianos, particularmente frente a antiguos guerrilleros de las Farc. Esa percepción es nefasta: por una parte, si el prójimo con quien debo aprender a vivir en paz no tiene una capacidad de pensamiento (o de sufrimiento) como la mía, no puedo razonar con él; todo lo que puedo hacer es amaestrarlo, como lo haría con un animal. Por otra parte, confiar en el otro y sentir empatía frente a él será imposible. Si sus procesos mentales, sus emociones, sus necesidades, son diferentes a los míos, ¿cómo desarrollar un diálogo? O mejor, ¿cómo creer en la posibilidad de un diálogo honesto entre nosotros? Por no hablar de la invitación a la violencia (a “acabar con estos animales”) que resulta de una deshumanización que, como parece suceder en Colombia, se ha normalizado en las narrativas y las creencias compartidas de una generación a otra.
¿Cómo salir en Colombia del círculo fatídico de violencia, percepciones deshumanizantes, recelo profundo, rechazo a la paz y regreso de la violencia? Los investigadores mencionados hablan, en términos generales, de la necesidad de “fomentar comportamientos prosociales, normas sociales y el fortalecimiento institucional inclusivo”. Se trata, pues, de complementar las estrategias usuales del posconflicto, de ir más allá de la atención al desarrollo económico e “invertir en infraestructuras de gobierno para promover la confiabilidad y la resolución efectiva de problemas”. Contra las “trampas” en que se puede caer durante el posconflicto, y que tienen raíces psicológicas y emocionales hondas, los investigadores proponen un proyecto de (re)construcción de la confianza, consolidación de la empatía y lucha contra concepciones deshumanizantes.
Hay propuestas concretas. Los científicos creen que los procesos “de abajo hacia arriba”, las intervenciones específicas en las regiones, son una contribución enorme para cosechar actitudes prosociales y estructuras cooperativas. Como recuerda Casas, en la manifestación y el regreso de la violencia, las emociones han jugado un papel central, pero constituyen al mismo tiempo el antídoto más efectivo y directo. En ese sentido, el papel del arte es central. “El arte es un poderoso dispositivo que penetra las rigideces para el cambio”, dice Casas. Por eso, científicos y académicos quieren colaborar con artistas en la búsqueda de dispositivos comunicativos para reevaluar las narrativas hostiles que los colombianos hemos desarrollado sobre nosotros mismos.
Un ejemplo es la creación de “conversaciones” entre colombianos de todas las regiones del país y excombatientes de las Farc que se encuentran en los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación. Estos diálogos, que de hecho son intercambios audiovisuales, tienen lugar a través de una recopilación de videos sobre las preocupaciones e inquietudes de las personas respecto al proceso de reintegración de los exguerrilleros, las respuestas y los testimonios de los excombatientes en forma de breves documentales. La articulación de estas piezas quiere generar procesos de charla y discusión sobre expectativas y temores, con el fin de comprender mejor y reaccionar a los obstáculos para acercarse a una población que se resiste al proceso de paz.
Otras intervenciones, inspiradas en experiencias exitosas en otras zonas de conflicto como Ruanda o Israel, también han sido proyectadas, pero la fase del proyecto que habrá de tener más impacto aún está comenzando. Y sin duda los desafíos son múltiples.
Tras décadas de guerra, los colombianos hemos aprendido a vivir, literalmente, en guerra: desconfiando de los otros y del Estado, divididos en bandos que se perciben mutuamente como enemigos; en muchos casos, como bestias que merecen el exterminio, esperando lo peor y, a fuerza de desilusiones, temiendo al cambio. A ello se suma una larga tradición de clasismo, injusticias sociales, desigualdad económica feroz y, ahora, la (re)embestida de fuerzas conservadoras y retrógradas que se pensaban superadas.
Es claro, pues, que la lucha desde la ciencia y el arte por desmontar estructuras psicológicas y emocionales paralizantes y deshumanizantes es una lucha contra costumbres muy antiguas, que moldean la manera en que los colombianos vemos la realidad y nos vemos unos a otros. Puede que ahí radique la dificultad (no es sencillo cambiar costumbres), pero también la esperanza (es posible cambiar costumbres, desarrollar nuevas). Existen experiencias del pasado que evidencian el poder de la alianza entre ciencia y arte para estimular empatía, trabajo colectivo y diálogos respetuosos; muchos bogotanos recuerdan aún –y anhelan– las intervenciones de Antanas Mockus durante su alcaldía, hace ya muchos años..

Ante tantas vidas y oportunidades perdidas en la guerra, se siente que en aprender a ver realmente al otro hay algo que ganar.


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