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PORTAFOLIO
JULIO 09 DE 2019 - 08:41 A.M.
El ejercicio independiente del poder fiscal de la naciente república de Colombia se inauguró con medidas tendientes a confiscar las propiedades de los colonizadores españoles y a abolir algunos de los gravámenes más abusivos de la colonia, como es el caso del tributo de indios, “una contribución personal que los indios debían pagar al Rey en reconocimiento del señorío”, según la descripción de Clímaco Calderón. Se abolieron las restricciones impuestas por la monarquía sobre el comercio exterior con países distintos a España, así como el carácter colonial, extractivista, del régimen tributario, pero las fuentes de recaudo probaron ser más difíciles de cambiar.
A semejanza de lo que ocurría antes de la independencia, durante el siglo XIX los gravámenes sobre el comercio exterior ―sobre todo el arancel aduanero― continuaron siendo pilar de las finanzas públicas, aunque el volumen de recaudo derivado de allí era magro. Los estancos de aguardiente y tabaco, que se habían abolido en un comienzo, se restituyeron y su impronta todavía hoy se manifiesta en los fiscos departamentales.
(Lea: Un bicentenario de desarrollo económico en Colombia)
El bajo nivel de tributación es un rasgo que, con altibajos, ha perdurado en 200 años de vida independiente, cercenando la capacidad del estado colombiano de suplir bienes y servicios colectivos. Los aprietos fiscales, resultado de una actividad económica reducida, de las presiones de gasto de las guerras de independencia y de una institucionalidad incipiente, caracterizaron los primeros años de la república. “El presupuesto público de la República para 1923 ascendía a 5,0 millones de pesos”, reporta López Garavito. Hacia 1870 la carga tributaria del gobierno nacional ascendía a cerca de un peso por habitante, mientras que los gobiernos subnacionales de la época (estados y municipios) recaudaban otro tanto, muy por debajo de los promedios de América Latina, EE.UU. y Europa (Camacho Roldán; Junguito). La estrechez impositiva era tal que el recaudo por habitante era menor a fines del siglo XIX que el alcanzado al término de la era colonial. Las guerras domésticas se citaban con frecuencia como fuente de desequilibrios fiscales.
(Lea: El papel que tuvo la mujer en la independencia)
La adopción en 1918 del impuesto sobre la renta, tras un intento fallido de establecerlo casi un siglo antes, constituye un hito en la historia fiscal colombiana. Desde entonces fue ganando importancia, convirtiéndose en la principal fuente de recaudo del orden nacional hasta mediados de la década de 1980, cuando comenzó a compartir esa condición con el IVA. El impuesto predial, uno de los ejes de las finanzas municipales, se remonta también a las primeras décadas del siglo XX.
Aunque Esteban Jaramillo, artífice de su adopción, lo promocionó por su potencial progresivo, el impuesto sobre la renta personal, la variante del gravamen que más se presta para fines redistributivos, no ha logrado en realidad prosperar y aun hoy es una fuente de ingresos secundaria. La variante que se consolidó fue, en cambio, el impuesto sobre la renta de las sociedades, que grava los ingresos de capital de una manera tosca, tratando por igual a los grandes y pequeños accionistas. Sin embargo, el impuesto sobre la renta de las sociedades es más fácil de administrar que su contraparte personal, un factor que ha contribuido a su preponderancia.
(Lea: El pasado del sector eléctrico colombiano y sus desafíos actuales)
Puede afirmarse que, históricamente, el gobierno colombiano ha sido un gobierno pobre. Hasta mediados del siglo XX el recaudo tributario del orden nacional no había sobrepasado el 4% del PIB y todavía en 1983 apenas rondaba el 6% del mismo indicador. En especial debido a la consolidación del IVA, una tendencia ascendente en el nivel de tributación nacional se configuró desde mediados de la década de 1980, probablemente el alza más marcada en la historia republicana: el recaudo pasó a representar el 14% del PIB en el año 2000, porcentaje que más o menos se mantiene desde entonces. Hoy en día la carga tributaria está algo por debajo del nivel registrado en países similares en términos de ingreso per cápita y muy atrás de los países desarrollados.
Según el Banco Mundial, en la actualidad la llamada tasa de impuestos total ascendería en Colombia a casi 70% de las utilidades empresariales. Pero esa estimación no se deriva de datos sobre el recaudo efectivo ni sobre las utilizadas observadas, sino que es un ejercicio hipotético de un grupo de expertos seleccionados sobre lo que pagaría una empresa de tamaño medio en su segundo año de operación, suponiendo que no hay evasión ni traslación impositivas. Ejercicios empíricos sitúan la tarifa efectiva sobre los ingresos de capital en niveles bastante más bajos.
En Colombia las reformas tributarias son frecuentes: alrededor de una reforma cada dos años desde que entró en vigor la Constitución de 1991. ¿Por qué tanta ‘reformadera’? Si bien la carga tributaria en verdad se ha elevado en este periodo, la ‘reformadera’ obedecería a pujas distributivas, quizás tanto o más que a la búsqueda de recaudos adicionales. La Ley 1819 de 2016 y la Ley de financiamiento de 2018, por ejemplo, se aprobaron en medio del proceso de paz con las Farc. El Acuerdo de la Habana abogaba por una reforma redistributiva ambiciosa. Pero, en realidad, ¿quién ganó y quién perdió con esas reformas? La lección puede ser que pensar con el deseo y la verbosidad de los documentos políticos no son suficientes para alterar la correlación de fuerzas entre los factores reales de poder.
En el curso de su vida independiente Colombia no ha podido o no ha querido lidiar bien con dos grandes temas tributarios. El primero: cómo gravar los ingresos altos y las grandes riquezas. El impuesto sobre la renta personal es un instrumento internacionalmente probado para el efecto, pero lo que hay en Colombia dista mucho de las mejores prácticas. Y mientras en Europa y Estados Unidos cobran fuerza las propuestas en favor del impuesto a la riqueza, aquí el impuesto al patrimonio está en retirada (fenece en el 2021).
Un segundo tema pendiente es cómo financiar el nivel intermedio de gobierno, conformado por los 32 departamentos y el distrito capital de Bogotá. Desde sus inicios, los departamentos han permanecido fiscalmente enclenques y, comparados con el nivel nacional y el nivel local, son el eslabón más débil de la cadena. Un grado limitado de autonomía tributaria, acompañado de transferencias más igualadoras, parece deseable en este caso, pero los impuestos al consumo de cigarrillos y licores o los actuales gravámenes sobre los juegos de azar, por ejemplo, son poco idóneos para ese propósito. No debería perderse de vista que la debilidad fiscal de los departamentos ayuda a explicar varios cuasi vacíos de gobernabilidad que tras 200 años de independencia aún prevalecen en los territorios colombianos.
Jorge Armando Rodríguez
Decano, Facultad de Ciencias Económicas
Universidad Nacional de Colombia
ESPECIAL PORTAFOLIO.CO
(Lea: Un bicentenario de desarrollo económico en Colombia)
El bajo nivel de tributación es un rasgo que, con altibajos, ha perdurado en 200 años de vida independiente, cercenando la capacidad del estado colombiano de suplir bienes y servicios colectivos. Los aprietos fiscales, resultado de una actividad económica reducida, de las presiones de gasto de las guerras de independencia y de una institucionalidad incipiente, caracterizaron los primeros años de la república. “El presupuesto público de la República para 1923 ascendía a 5,0 millones de pesos”, reporta López Garavito. Hacia 1870 la carga tributaria del gobierno nacional ascendía a cerca de un peso por habitante, mientras que los gobiernos subnacionales de la época (estados y municipios) recaudaban otro tanto, muy por debajo de los promedios de América Latina, EE.UU. y Europa (Camacho Roldán; Junguito). La estrechez impositiva era tal que el recaudo por habitante era menor a fines del siglo XIX que el alcanzado al término de la era colonial. Las guerras domésticas se citaban con frecuencia como fuente de desequilibrios fiscales.
(Lea: El papel que tuvo la mujer en la independencia)
La adopción en 1918 del impuesto sobre la renta, tras un intento fallido de establecerlo casi un siglo antes, constituye un hito en la historia fiscal colombiana. Desde entonces fue ganando importancia, convirtiéndose en la principal fuente de recaudo del orden nacional hasta mediados de la década de 1980, cuando comenzó a compartir esa condición con el IVA. El impuesto predial, uno de los ejes de las finanzas municipales, se remonta también a las primeras décadas del siglo XX.
Aunque Esteban Jaramillo, artífice de su adopción, lo promocionó por su potencial progresivo, el impuesto sobre la renta personal, la variante del gravamen que más se presta para fines redistributivos, no ha logrado en realidad prosperar y aun hoy es una fuente de ingresos secundaria. La variante que se consolidó fue, en cambio, el impuesto sobre la renta de las sociedades, que grava los ingresos de capital de una manera tosca, tratando por igual a los grandes y pequeños accionistas. Sin embargo, el impuesto sobre la renta de las sociedades es más fácil de administrar que su contraparte personal, un factor que ha contribuido a su preponderancia.
(Lea: El pasado del sector eléctrico colombiano y sus desafíos actuales)
Puede afirmarse que, históricamente, el gobierno colombiano ha sido un gobierno pobre. Hasta mediados del siglo XX el recaudo tributario del orden nacional no había sobrepasado el 4% del PIB y todavía en 1983 apenas rondaba el 6% del mismo indicador. En especial debido a la consolidación del IVA, una tendencia ascendente en el nivel de tributación nacional se configuró desde mediados de la década de 1980, probablemente el alza más marcada en la historia republicana: el recaudo pasó a representar el 14% del PIB en el año 2000, porcentaje que más o menos se mantiene desde entonces. Hoy en día la carga tributaria está algo por debajo del nivel registrado en países similares en términos de ingreso per cápita y muy atrás de los países desarrollados.
Según el Banco Mundial, en la actualidad la llamada tasa de impuestos total ascendería en Colombia a casi 70% de las utilidades empresariales. Pero esa estimación no se deriva de datos sobre el recaudo efectivo ni sobre las utilizadas observadas, sino que es un ejercicio hipotético de un grupo de expertos seleccionados sobre lo que pagaría una empresa de tamaño medio en su segundo año de operación, suponiendo que no hay evasión ni traslación impositivas. Ejercicios empíricos sitúan la tarifa efectiva sobre los ingresos de capital en niveles bastante más bajos.
En Colombia las reformas tributarias son frecuentes: alrededor de una reforma cada dos años desde que entró en vigor la Constitución de 1991. ¿Por qué tanta ‘reformadera’? Si bien la carga tributaria en verdad se ha elevado en este periodo, la ‘reformadera’ obedecería a pujas distributivas, quizás tanto o más que a la búsqueda de recaudos adicionales. La Ley 1819 de 2016 y la Ley de financiamiento de 2018, por ejemplo, se aprobaron en medio del proceso de paz con las Farc. El Acuerdo de la Habana abogaba por una reforma redistributiva ambiciosa. Pero, en realidad, ¿quién ganó y quién perdió con esas reformas? La lección puede ser que pensar con el deseo y la verbosidad de los documentos políticos no son suficientes para alterar la correlación de fuerzas entre los factores reales de poder.
En el curso de su vida independiente Colombia no ha podido o no ha querido lidiar bien con dos grandes temas tributarios. El primero: cómo gravar los ingresos altos y las grandes riquezas. El impuesto sobre la renta personal es un instrumento internacionalmente probado para el efecto, pero lo que hay en Colombia dista mucho de las mejores prácticas. Y mientras en Europa y Estados Unidos cobran fuerza las propuestas en favor del impuesto a la riqueza, aquí el impuesto al patrimonio está en retirada (fenece en el 2021).
Un segundo tema pendiente es cómo financiar el nivel intermedio de gobierno, conformado por los 32 departamentos y el distrito capital de Bogotá. Desde sus inicios, los departamentos han permanecido fiscalmente enclenques y, comparados con el nivel nacional y el nivel local, son el eslabón más débil de la cadena. Un grado limitado de autonomía tributaria, acompañado de transferencias más igualadoras, parece deseable en este caso, pero los impuestos al consumo de cigarrillos y licores o los actuales gravámenes sobre los juegos de azar, por ejemplo, son poco idóneos para ese propósito. No debería perderse de vista que la debilidad fiscal de los departamentos ayuda a explicar varios cuasi vacíos de gobernabilidad que tras 200 años de independencia aún prevalecen en los territorios colombianos.
Jorge Armando Rodríguez
Decano, Facultad de Ciencias Económicas
Universidad Nacional de Colombia
ESPECIAL PORTAFOLIO.CO
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