El abrazo entre alias Karina y el coronel que sobrevivió a uno de los peores ataques de las Farc
Cárcel El Pedregal, 20 de agosto de 2018, Medellín-Antioquia. Hay dos personas sentadas, una al lado de la otra. Una es una mujer de rostro fuerte, manos grandes y seguridad en sus palabras. La otra es un hombre de mirada intranquila, manos pequeñas y timidez en sus palabras. Ambos fueron antagonistas durante décadas. La violencia, por momentos, hizo que la indiferencia no les permitiese reconocer en el otro algún rasgo de humanidad. Hay silencio, hay incomodidad. La mujer toma la palabra y el hombre escucha:
“A las víctimas directas, en este caso a la Policía y al señor coronel que tengo aquí al frente, le pido perdón de todo corazón, y que por intermedio suyo les transmita este mensaje a todos los miembros de esa institución. Que la guerra nos enseña a odiarnos entre personas que no nos conocemos. Que, lamentablemente, los únicos que ganan en esta guerra son los mandos, los que están en la cabeza. Pero esta es una guerra fratricida, que no nos lleva a ninguna parte. Una guerra que hizo que nos matáramos entre hermanos. De verdad, coronel, yo le pido perdón de todo corazón”. Estas palabras se las dice Elda Neyis Mosquera, alias Karina, quien fuera la única mujer que llegaría a comandar un frente de las antiguas Fuerzas Revolucionarias de Colombia (Farc), al coronel de la Policía Nacional Edward Niño Ramírez.
El contexto de la historia
El 6 y 7 de diciembre del año 2000, los frentes 9, 34 y 47 de las Farc, como retaliación por la masacre paramilitar perpetuada el 3 de noviembre de ese mismo año, en la que fueron asesinadas 20 personas en Granada, Antioquia; efectuaron un ataque que dejó parcialmente destruido el casco urbano del municipio. La toma armada, comandada por alias Karina y Jhon Darío Jaramillo, alias Santiago, duró 20 horas. La incursión dejó 19 personas fallecidas (5 de ellos policías), 21 heridos y 200 inmuebles devastados.
El 6 y 7 de diciembre del año 2000, los frentes 9, 34 y 47 de las Farc, como retaliación por la masacre paramilitar perpetuada el 3 de noviembre de ese mismo año, en la que fueron asesinadas 20 personas en Granada, Antioquia; efectuaron un ataque que dejó parcialmente destruido el casco urbano del municipio. La toma armada, comandada por alias Karina y Jhon Darío Jaramillo, alias Santiago, duró 20 horas. La incursión dejó 19 personas fallecidas (5 de ellos policías), 21 heridos y 200 inmuebles devastados.
“Granada, desde mediados de los años ochenta, fue escenario de una cruenta disputa por el control de un territorio estratégico para la expansión militar, de la puja por la humanización del conflicto armado y la realización de diálogos de paz regional; y del despliegue militar que acompañó la política de Seguridad Democrática. Gracias a estas dinámicas, Granada fue un territorio, casi literalmente, devastado por la guerra”, dice el informe ‘Granada: Memorias de guerra, resistencia y reconstrucción‘, realizado por el Centro Nacional de Memoria Histórica.
El pasado 2017, el Tribunal Administrativo de Antioquia condenó a la nación por no evitar este ataque guerrillero al casco urbano de Granada. “La Fuerza Pública omitió sus deberes de protección a la vida e integridad de la comunidad, tanto así, que el municipio solo contaba con 23 policías, y pese a las amenazas directas sobre esta localidad, no se tenía por el Ejército Nacional un plan de acción que garantizara la protección de la población, al punto que, cuando ocurrió el ataque, estuvieron a merced de los insurgentes por espacio de veinte horas, sin que recibieran apoyo de las Fuerzas Militares”, dice el fallo. Pero el documento va un poco más allá, pues resalta una acción que terminó siendo definitiva para que las consecuencias de la toma no fueran mayores: “Lo único que hicieron para repeler un eventual ataque, fue enviar un grupo de contraguerrilla de 25 uniformados de la Policía Nacional, los cuales no eran suficientes para detener el actuar violento de por lo menos 600 guerrilleros”. Al mando de ese grupo de contraguerrilla iba el entonces subteniente Edward Niño Ramírez.
Granada, un pueblo de resistencia
Granada es un pequeño municipio del oriente antioqueño con una extensión aproximada de 195 kilómetros cuadrados. Cuenta con 9.859 habitantes según el último Anuario Estadístico de Antioquia. Se encuentra localizado en la cordillera Central de los Andes. El municipio posee alturas que varían entre los 900 y los 2.500 metros sobre el nivel del mar, lo que permite toda clase de cultivos. Es un pueblo con mucha historia y trayectoria, el 31 de enero de 2019 cumplió 212 años de vida municipal. Fue fundado, aproximadamente, en 1807 por colonos de Marinilla y El Santuario. Su fundador fue Juan de Dios Gómez de Castro. En 1807 había 800 habitantes en esta zona, más adelante se construyó una capilla y comenzó a funcionar como pueblo. En esa época no se llamaba Granada, su nombre, según registros, era Baos. En 1904 la Asamblea Departamental, por iniciativa de algunos feligreses de la parroquia, cambió al nombre de Granada.
“Ha sido un pueblo muy tradicionalista y conservador que ha estado bajo la tutela de la Iglesia católica por mucho tiempo. Los párrocos han durado muchísimo. Quien más ha durado estuvo por 62 años en el cargo y tuvo que refundar el pueblo; trajo la educación, la agricultura, el café, la caña de azúcar y las ferias del ganado. Todo eso se le debe a él. Otro padre se encargó del tema de la educación y fundó las instituciones educativas del municipio. Es un pueblo que, hasta 1990, tuvo dos normales: masculina y femenina. De aquí salieron muchos maestros y se surtió de docentes a Colombia”, recuerda el historiador y académico Mario Gómez Aristizábal, oriundo de Granada.
Es un pueblo rodeado de vegetación y montañas. Se le conoce también como la cuna del cooperativismo colombiano, pues fue donde nació Francisco Luis Jiménez, quien fuera el padre del cooperativismo en Colombia. Salvo los miércoles, todos los demás días hay movimiento de mercancía y abarrotes en la mayoría de sus calles. Los granadinos son personas aguerridas, amables, cálidas y sonrientes. Un pueblo unido por las adversidades que ha sabido luchar con honor y coraje para no dejarse derrotar.
Al recorrer sus diferentes calles, muchas de ellas angostas, empinadas y pavimentadas, se pueden observar construcciones antiguas mezcladas con algunas modernas y tradicionales. Hay edificios altos, de casi siete pisos, combinados con casonas de una sola planta pero que ocupan, en muchos casos, una cuadra completa. En casi todas las esquinas se escucha música y algarabía. Su calle principal, la que sufrió con más vehemencia el ataque del año 2000, sigue siendo la calle más concurrida, transitada y ruidosa de todo el pueblo.
Hoy en esta zona hay dos cicatrices que recuerdan a simple vista aquella trágica mañana de diciembre, cuando sus habitantes se preparaban para el Día de las Velitas, que da el inicio a las festividades de la Navidad. Una es un pequeño deprimido –como se le llama al terreno que está situado más abajo o más hundido que las partes que lo rodean– ubicado al frente de una tienda de comestibles en donde estalló el carro bomba que había rodado la guerrilla desde una parte alta de la calle. La segunda cicatriz es la apariencia de todas las construcciones nuevas que se levantaron después de la Marcha del Ladrillo -una manifestación pública de resistencia hecha por los granadinos dos días después de la toma- que trajo como particularidad que las edificaciones se vean iguales en su diseño y arquitectura, todas, sin excepción, están hechas con el mismo ladrillo, sin pintar y sin modificar.
Hoy Granada es un lugar de paz y reconciliación. “El tejido social granadino es un factor que caracteriza a Granada, y es, además, fundamental para entender el impacto y la capacidad de respuesta de la sociedad local a los estragos de la guerra”, dice el texto ‘Granada: Memorias de guerra, resistencia y reconstrucción‘, realizado por el Centro Nacional de Memoria Histórica. Y en eso tiene razón, sus habitantes conocen muy bien el significado de la palabra reconstruir, saben perfectamente lo que ha costado levantar su pueblo. En sus caras se aprecia el valor de la constancia y el sacrificio, muchos de ellos admiten algún malestar por ser recordados por aquellos hechos, pero sienten que son un ejemplo para un sinnúmero de colombianos que también se encontraron de frente con el rostro de la guerra.
La Policía, cuota de sangre y dolor
Otro capítulo significativo en esta historia lo protagoniza la Policía Nacional. Para el momento en el que sucedieron los hechos, la estación quedaba en la mitad de la calle principal, por eso cuando se produjo el ataque, policías y población civil se vieron en medio de balas, pipetas de gas y todo tipo de bombas convencionales y no convencionales. En principio el carro bomba iba dirigido hacia ellos, algunos pobladores recuerdan que días antes se había informado sobre la posibilidad del ataque, por eso cuando estallaron los 400 kilos de dinamita, sabían perfectamente de qué se trataba.
Carlos Mario Zuluaga era el alcalde de Granada cuando se presentó el ataque. 19 años después todavía recuerda los hechos. “Para esa época era muy difícil que una persona en el pueblo hablara con un policía. Eso era poner en riesgo su vida. La guerrilla tenía amenazada a la población. Si el dueño de una tienda quería venderle algo a la Estación de Policía, ponía en riesgo su vida. Lo podían matar sin problemas”.
Jorge Giraldo es decano de Humanidades de la Universidad Eafit, en Medellín, él recuerda que cuando hizo el informe para la comisión histórica del conflicto y sus víctimas: ‘Política y guerra sin compasión‘, pedido por el Gobierno nacional durante el proceso de paz con las Farc, evidenció la crudeza que sufrió el departamento en temas de violencia. “Dependiendo de cada tipo de victimización, entre uno de cada tres y una de cada cuatro de las víctimas, vivían en Antioquia”, dice.
Es tal la magnitud de lo que vivieron por esos días pueblos como Granada en Antioquia, que en los cálculos que hizo Giraldo, basado en el Registro Único de Víctimas, sin contar desplazamiento ni amenazas, Antioquia produjo el 27 por ciento de los afectados en toda Colombia, el segundo departamento era Cauca, con 7 por ciento. “Cualquiera que sea la modalidad de victimización que se tome, Antioquia ha ocupado siempre el primer lugar, con dos o tres veces más víctimas que cualquier otro departamento”, concluye.
“Yo como alcalde sabía que venía ese ataque. Hice todo lo que estaba en mis manos para que desde el Gobierno central o regional nos dieran apoyo. Llamaba y les escribía a todos para que nos tuvieran en cuenta y nos brindaran seguridad. No me prestaron atención. Lo único que hicieron fue enviar un grupo de contraguerrilla, nada más”, recuerda con algo de dolor el exalcalde Zuluaga.
“En el pueblo se sentía una zozobra muy grande, recién había fallecido mi hermana y no sentía ganas de celebrar la Navidad, pero mi hijo me pidió permiso para irse a dormir donde mi cuñada porque iban a poner los alumbrados. Me quedé en mi casa con mi hermana, esa noche no dormimos porque había mucha inquietud en el pueblo, se sentía la soledad. La tarde del 5 de diciembre, cuando salí del trabajo, me di cuenta que el quiosco que quedaba en el parque, que era muy famoso en el pueblo por ese tiempo, estaba cerrado. Me encontré con un muchacho que llevaba un costal. Había tanto silencio en esa plaza que las pisadas de él y las mías eran lo único que se escuchaba. Cuando me acerqué, pude ver que lo que llevaba eran casquetes de balas. El pelado, según el conocimiento que tenía la gente, era parte de las milicias del ELN. Llevaba el costal en el hombro e iba apresurado, cuando me vio se asustó, aunque yo fingí no haber visto nada. Esa era la zozobra de esa noche, no sabíamos lo que iba a pasar”, reconstruye la señora Rosmary Ramírez Martínez, quien perdiera a su hijo Yeison en la explosión del carro bomba.
La estación de policía era en esa época una construcción de tres pisos, dotada de habitaciones, baños, salas de reuniones, cocina y un comedor grande. En la entrada se había construido, con la ayuda de la alcaldía, una especie de barricada o fuerte reforzado con concreto y piedra que la hacía impenetrable ante cualquier ataque. Muchos creen todavía que este diseño permitió que la onda explosiva no afectara tanto a los policías que estaban allí adentro.
En esa estación convivieron por unos días los policías que hacían parte del grupo asignado a la vigilancia de Granada y los policías que habían llegado como refuerzos ante las amenazas. Humberto Perdomo, Rodrigo Córdoba, Miguel Ruiz, Javier Ocampo, Carlos Berrío, Yimy Díaz, Jhon Espinosa, Jhon González, Franceny Hernández, Jhon Higuita, Ramón Jaramillo, Iván López, Jhon Marín, Jorge Mesa, Alepson Mosquera, Fabián Murillo, Rodrigo Triana, Adolfo León, Norbey Muñoz, Alexander Arboleda, José Cisneros, Luis Cuesta, Carlos González, Carlos Mejía, Carlos Montoya, Carlos Morales, Jhon Moreno, Luis Ortiz, Alexander Rengifo, Andrés Toro, Sergio Vargas, William Vergara, Walter Zapata, Diego Cadena, Miguel Bermúdez, Juan Correa, José Cerón, Julio Mejía, Jorge Presiga, Faudel Franco, Cristóbal Pacheco, Orlando Santos, Jesús Soto y Mario Vargas, junto al comandante del grupo de contraguerrilla Edward Niño, fueron los policías que saldrían con vida después del ataque. El 29 de diciembre de ese mismo año, el Departamento de Policía de Antioquia le entregaría la medalla al valor a cada uno de ellos.
Suerte contraria tendrían los policías Ulises Vásquez, Ivaldy Peñaloza, José Ríos, Domingo Ortega y Adolfo Blandón, quienes morirían producto del ataque terrorista. Junto a ellos estaban en la estación dos civiles, la señora Ruby Agudelo y su hijo Stevens Blandón de 5 años, esposa e hijo del fallecido intendente Adolfo Blandón. Ambos, salvo algunas esquirlas y heridas menores, saldrían vivos del ataque.
Una compañía para todos
"Perdóneme por no haber hecho más para defender la vida de su esposo", le dijo el coronel Edward Niño a la señora Ruby Agudelo la mañana del 26 de junio de 2018 en las instalaciones de la Unidad Policial para la Edificación de la Paz (Unipep), en la ciudad de Bogotá. Hace 18 años no se veían. Hace 18 años no recordaban en detalle cómo pasó todo. Hace 18 años no sabían qué fue de sus vidas. Tres días antes del ataque al municipio de Granada, Ruby Agudelo había llegado junto a su hijo Stevens Blandón a visitar a su esposo el intendente Alirio Adolfo Blandón Escobar, quien era el comandante de la Estación de Policía del Granada. “Amor, me está haciendo mucha falta la familia, hágame la visita, tráigame a mi niño, por favor. No sabe lo mucho que quiero verlos”, sería la frase que convencería a Ruby para que tomara sus maletas y se dirigiera, con algo de temor, a tierras granadinas.
El intendente Blandón había llegado junto al grupo de contraguerrilla que comandaba el entonces subteniente Edward Niño, para relevar al comandante de la Estación de Granada el intendente Humberto Perdomo. “Nosotros entramos en helicóptero. Para esa época era imposible poder entrar al municipio por tierra. Recuerdo que cuando estábamos aterrizando hubo algunos disparos que impactaron la aeronave. Sabíamos que llegábamos a un territorio que tenía mucha hostilidad”, dice el ahora coronel Niño en su oficina. “Yo tengo una frase en mi memoria que nunca se me va a borrar. Cuando iba con mi hijo para el pueblo, leí un grafiti que había en una de las paredes de entrada: “Bienvenidos a Granada, el pueblo que pronto va a desaparecer”, recuerda con mucha nostalgia la señora Ruby.
“El día del ataque nos despertamos temprano. Adolfo iba a salir a comprar un tinto en una tienda que había al lado de la estación. Entonces me dijo que mientras él iba, yo me alistara y vistiera al niño porque quería que conociéramos a Granada”, recuerda Ruby. “No olvide que yo los amo”, fueron las últimas palabras que le diría Adolfo Blandón antes de salir de la estación. Cuando Ruby y el pequeño Stevens estaban por entrar al baño estalló el carro bomba. “Yo me acuerdo que Adolfo me solía decir que si llegaba a pasar algo raro mientras estaba con él en una estación de policía, lo que debía hacer era buscar un colchón y meterme debajo de él. Eso fue lo que hice, tomé a mi hijo, y en medio de todo ese caos de cosas en el piso y paredes destruidas, logramos meternos debajo del colchón”, reconstruye la escena. Con heridas leves en la cabeza y en una de sus piernas, Ruby soportó junto a su hijo, quien no tuvo ninguna herida de consideración, 20 horas de explosiones, disparos e improperios. “El niño durante todo ese tiempo se me desmayó unas 8 veces, se despertaba y me decía que tenía hambre”, dice la señora Ruby.
“Coronel –le pregunta Ruby a Edward Niño en su oficina-, ¿mi esposo murió por el carro bomba o le dispararon en la cabeza?”, Niño la mira y hace una pequeña pausa para recordar con claridad la escena. “Él muere por la explosión, de eso estoy seguro”, le responde 18 años después.
La señora Ruby recuerda que durante la toma guerrillera nunca supo si su esposo estaba con vida o no. Ella dice que en varias oportunidades miraba por algún hueco en la pared y le parecía ver a alguien tirado en el piso en una tienda que había en una esquina, pero creía que era imposible que esa persona pudiera ser Adolfo. “Yo les preguntaba a todos los que estaban conmigo en la estación soportando el ataque, si sabían del paradero de mi esposo. Ellos me daban aliento y me decían que él estaba combatiendo, que se sentía orgulloso de que yo no me doblegara. Me decían que debía rezar y que les diera ánimo”, recuerda con mucho dolor Ruby.
Ya entrada la mañana del día 7 de diciembre, la intensidad del ataque disminuyó. Ruby recuerda que con mucho esfuerzo pudo salir junto a su hijo de los escombros en que quedó reducida la estación de policía. Con ayuda de algunos habitantes, logró llegar al hospital, que quedaba a unas tres cuadras del centro del combate. Allí, en medio de algunos disparos producto de los últimos enfrentamientos entre guerrilleros y policías, le prestaron los primeros auxilios. Un niño, que después de unos años sabría que era el hijo de una empleada del hospital, la ayudó con el pequeño Stevens. “Debía tener unos 10 años ese ángel que se me apareció ese día. Tomó a mi niño, lo cambió de ropa, nos dio comida y hasta que salimos de Granada, nunca se separó de nosotros”, recuerda. Cuando el reloj marcaba el final de la mañana, un policía se le acercó, empezó a llorar y le dijo: “Yo no la puedo engañar. Su esposo está muerto”. Como pudo, salió del hospital, caminó algunos metros y llegó al lugar en donde estaba el cuerpo del intendente Blandón. Lo miró, lloró y observó que no tenía ni las botas ni el fusil con el que andaba. Arropó su cuerpo con una bandera de Colombia que alguien le hizo llegar. “Nunca olvidaré esa imagen de verlo ahí, tirado en el piso”, dice mientras se seca una lágrima que rueda por su mejilla.
“Él adoraba la institución. Yo digo que él murió haciendo lo que más le gustaba. Amaba profundamente a la Policía Nacional”, concluye. 19 años después, su hijo, el entonces pequeño Stevens, poco recuerda esos momentos, pero ama y admira mucho a su padre. En honor a él, dice Ruby, decidió entrar al Ejército Nacional cuando cumplió la mayoría de edad.
El recuerdo de los caídos
De los cinco policías muertos ese día en Granada, cada compañero suyo tiene una anécdota o recuerdo especial. Todos fueron hombres trabajadores y valerosos, que dejaron una huella imborrable en la memoria de amigos y familiares.
De Ulises Vásquez, muchos se acuerdan de su sentido de respeto y caballerosidad. “Era conductor, le gustaba mucho manejar carro. Un día llegábamos de patrullar como a las dos de la mañana, entonces en lugar de irse a dormir, se puso a lavar la camioneta para que quedara lista y limpia para el otro día. Su hija, para ese entonces, iba a hacer la Primera Comunión dos días después del ataque. No pudo ir, la muerte lo encontró primero”, explica uno de sus más cercanos compañeros.
De Ivaldy Peñaloza, “El negrillo”, como lo llamaban de cariño en ese entonces, sus amigos se acuerdan de él cuando se trata de la alegría y el sabor chocoano. “Estuvo con nosotros apoyando en Argelia, departamento de Antioquia, unos años antes del ataque. Le gustaban mucho las armas. Durante el ataque él estaba en un puesto de vigilancia con el arma más poderosa que teníamos por ese entonces: El MGL (Multiple Grenade Launcher, que significa Lanzagranadas Múltiple en inglés). Cuando muere él perdemos ese punto de apoyo, fue una verdadera lástima”, recuerdan.
De José Ríos lo que más extrañan sus antiguos compañeros es su juventud y sentido de responsabilidad. Era el menor de todo el grupo para esos años. Cuando se trataba de guardar silencio y estar a disposición de cualquier orden era uno de los mejores. De Domingo Ortega lo único que no olvidan era su sentido del humor, como buen costeño que era, le gustaba mucho las bromas y la música vallenata. “Él muere temprano el 7 de diciembre. Aguantó el ataque hasta donde pudo. Todavía tengo en mi poder la chaqueta que usaba por esos días. La guardo intacta en mi armario. A él le dieron un tiro en la cabeza”, concluye uno de sus mejores amigos.
Finalmente, de Adolfo Blandón, lo que más recuerdan sus antiguos subalternos fue la forma como murió ese día: “Todavía está en mi mente el ruido de las rejas metálicas de los negocios comerciales cuando se estaban cerrando, un poco antes de que estallara el carro bomba. Me puse el uniforme y me quedé en tenis deportivos. Salí de la estación y vi a mi sargento Blandón parado en una esquina. Entonces le dije que nos fuéramos para la otra que estaba más arriba. Ahí entonces nos damos cuenta de que estábamos rodeados de guerrilla por todos lados. Empezamos a correr para escondernos. Yo me metí entre una trinchera que teníamos, pero mi sargento se quedó detrás de uno de los muros de un local que había. Allí pasa el carro y lo que siguió fue la explosión. Yo perdí el conocimiento por unos segundos. Después me paré, y como pude, subí hasta el segundo piso de la estación donde vivía mi sargento. Ahí dije: “Dios mío, lo mataron””.
Testigos de guerra y paz
El ahora coronel Edward Niño Ramírez, quien para la época del ataque era un joven de 20 años, reconstruye así los momentos previos al ataque: “Estaba durmiendo, cuando un muchacho subió y me dijo: mi teniente, al parecer nos informan que la guerrilla está cerca. Yo lo que hice fue pararme, ponerme el chaleco, apretarme las botas, porque uno dormía en uniforme por si había cualquier ataque, coger el fusil y empezar a bajar. En ese momento escuchaba cómo bajaban las puertas metálicas de los establecimientos que quedaban al lado y lado de la estación, era como una ráfaga de esos sonidos que todavía hoy recuerdo. Después lo que vino fue la explosión”.
Volver a caminar estas mismas calles, dieciocho años después, para Edward Niño no es fácil. “Nunca quise volver, hasta ahora. Fue muy duro todo lo que vivimos aquella vez. Ver morir a mis policías es algo que no puedo sacar de mi mente. Fueron horas muy duras, momentos en los que creía perder la fe y la esperanza de salir con vida. Pero acá estoy parado, viendo cómo se levantó este pueblo, cómo surgió de las cenizas. Eso me pone muy contento”, concluye el coronel.
Durante tantos años de conflicto armado en Colombia, y teniendo en cuenta el tejido histórico de violencia, así como la geografía colombiana, la Policía nacional, como institución e instrumento esencial para garantizar el respeto por parte de los ciudadanos al Estado de derecho, tuvo que replantear su forma de actuar, lo que significó una reorganización en su labor por preservar el orden y garantizar las condiciones de paz y tranquilidad en muchas regiones sin la presencia estatal. En ese replanteamiento hubo algo que nunca fue negociado por parte de cada uno de sus miembros: las ganas de servirle a la gente.
“Es la fuerza y la valentía de estos hombres de la Policía, que no solamente se enfrentaron en condiciones de inferioridad numérica ante más de 600 subversivos, sino que también demostraron un gran coraje, valor y arrojo por defender la institucionalidad y la población durante tantas horas. Hoy quiero decirles en nombre de este pueblo y de tantas personas que son anónimas, muchas gracias. El Estado les entregó un arma, y ese día, esa arma, la utilizaron en función de una misión que juraron algún día defender con mucha valentía y mucho orgullo”, así los recuerda el exalcalde del municipio de Granada.
De víctimas y victimarios
“Yo ingresé a las Farc en el año 1984, en la región del Urabá antioqueño. Directamente soy de un pueblito, un corregimiento de Currulao, en el municipio de Turbo. Me incorporé a las filas de la guerrilla a la edad de 16 años”. Esta es la presentación de Elda Neyis Mosquera, quien terminó su primaria a los 12 años y nunca más volvió a estudiar.
Para ese entonces vivía con su abuela materna, estudiaba y trabajaba para ayudar a costear los gastos de la casa. La abuela de Elda hacía arepas y ella se levantaba a venderlas a las cinco de la mañana, luego, a las ocho, se iba para el colegio, salía a las 11 y antes de medio día estaba vendiendo mazamorra por las calles de su pueblo. En la tarde volvía a la escuela, y a las cinco se ponía a vender frutas en un costal. Elda quería seguir estudiando, pero su papá no tuvo la oportunidad de costearle más estudio, y su abuela, que era la persona con quien vivía, tampoco quería seguir cuidando de ella. Por esta razón Elda tuvo que irse para la finca. Dice que su incursión en la guerrilla, más que una situación particular, tiene mucho que ver con el abandono del Estado en esa región del Urabá.
Alias Karina entró a las Farc, dice ella, no porque supiera lo que significaba la revolución o la toma del poder por las vías de las armas, o porque entendiera bien a qué se referían cuando le decían que debía enfrentar a las Fuerzas Militares, o simplemente por hacerle oposición al Gobierno de turno, no, ella entró a la guerrilla porque vio una opción de ganarse la vida. Ya en su adolescencia conoció a los movimientos de izquierda, al Partido Comunista y la Juventud Comunista.
“Cuando yo recuerdo todo el daño que hice, directa o indirectamente a la población civil, eso me parte el alma. Son cosas que no debían haber pasado, pero el conflicto armado en este país nos llevó a eso. De verdad. Uno no hacía en la guerrilla las cosas porque le nacieran del corazón, sino porque eran directrices de la organización. Espero que algún día me perdonen y podamos realmente reconciliarnos y construir un mejor país”, dice Elda Neyis Mosquera desde su lugar de reclusión.
Aunque hoy niega que hizo parte de la toma de Granada, las investigaciones han demostrado que ella sí estuvo allí, de hecho, muchos de los pobladores la recuerdan dando instrucciones de guerra en varias de las calles del municipio. “No sé cómo se planeó, porque no estuve dentro de la organización de la toma de Granada. Lo estoy aceptando dentro de Justicia y Paz, y lo acepté dentro de la Jurisdicción Ordinaria, pues participaron guerrilleros del frente 47, que era el que yo comandaba en ese momento. Lo acepto por línea del mando”, asegura la exguerrillera.
Elda Neyis confiesa que la operación fue planeada por el comandante principal alias Marcus, en el que participaron el comandante Danilo -quien ya está muerto- y los dos comandantes del frente 47, alias Noriel y alias Escobar. Su participación, según ella, fue de apoyo y reemplazo.
“Recuerdo muchas tomas, pero la de más contundencia fue esa. La magnitud de la destrucción y del daño que se hizo fue muy grande. No lo digo con orgullo, lo digo con tristeza, porque en el tiempo que uno estaba en la guerrilla creía que lo fundamental era atacar un puesto de Policía, sin tener en cuenta la destrucción que se le causaba a la población civil”, dice Elda Neyis.
Expresa además que cuando se enteró de lo sucedido en la toma de Granada a través de las noticias, tuvo emociones encontradas, no solo por la destrucción del pueblo, por la muerte de los policías y de las personas civiles, sino también por los guerrilleros muertos, entre ellos, siete combatientes de su entera confianza. “Por un lado estaba satisfecha por la toma, pero, por otro lado, estaba triste por los hombres que había perdido en combate. Uno como comandante de la organización ilegal también le duele los hombres que uno pierde en los enfrentamientos”, concluye.
En medio de una presión militar por capturarla, y por la insistencia de su hija –que tuvo en las filas de la guerrilla- y de su pareja, decidió entregarse en 2007. Ahora tuvo una conversión religiosa, diferentes encuentros cara a cara con sus víctimas durante los juicios y actualmente trabaja como promotora de la desmovilización. La que fuera una comandante insignia de la guerrilla, ahora recibe al coronel Niño en la sala de espera de la cárcel El Pedregal en Medellín.
El Salón del Nunca Más
En el artículo ‘Memoria, arte y duelo: el caso del Salón del Nunca Más‘, escrito por el investigador y académico Elkin Rubiano, se reseña que “después del periodo más crudo de violencia experimentado en el municipio, la comunidad conformó en 2004 un comité de reconciliación que articuló experiencias que se estaban gestando en otros municipios del oriente antioqueño, particularmente redes de apoyo psicosocial, que mediante talleres zonales de reconciliación, trabajaban con las víctimas tanto en la dimensión psicosocial (apoyo a los duelos y construcción de memoria), como en la sociopolítica (exigencia de verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición). De estos talleres surgió la idea de crear el Salón del Nunca Más”.
Según la crónica titulada: ‘Desde el Salón del Nunca Más: Crónicas de desplazamiento, desaparición y muerte‘, escrita por el granadino Hugo de Jesús Tamayo, “el Salón del Nunca Más está conformado principalmente por imágenes: un mural de fotografías de personas asesinadas y desaparecidas, unos álbumes conocidos como bitácoras, fotografías de los talleres realizados por la comunidad, fotografía documental e infografías del conflicto armado en la región. Sin embargo, el Salón es más que la suma de sus imágenes. Si bien la exposición de estas en la pared, o en algún escaparate, se asemeja a las formas de exposición museísticas, el lugar no es, propiamente, un museo: la relación de los visitantes con las imágenes allí expuestas no es ni distanciada ni desinteresada, es decir, no hay allí un tipo de disposición contemplativa con respecto a la “colección”; en lugar de distancia, proximidad con las imágenes: una suerte de “des-distanciamiento” que quiebra las reglas de la recepción museística y galerística, pues los visitantes no conforman un público sino una comunidad unida por la pérdida, el dolor y los duelos no resueltos”.
Más que un museo, el Salón del Nunca Más es la simbolización de un cementerio. Los familiares de las personas desaparecidas y asesinadas visitan el lugar de manera ritual: se comunican con sus muertos y se manifiesta públicamente el dolor.
Amanda del Socorro Suárez Quintero lleva toda la vida viviendo en Granada. Su esposo fue asesinado en la masacre paramilitar perpetrada el 3 de noviembre del año 2000. Todas las mañanas abre la puerta del Salón del Nunca Más que queda a uno de los costados de la Parroquia Santa Bárbara en Granada. Ella tiene su versión de la violencia, el perdón y la reconciliación:
“Todavía en Granada se siente mucho dolor, no es fácil, uno puede perdonar, pero no olvidar, y el perdón se entrega de manera personal. No es que estemos esperando el momento en que vengan a pedirnos perdón, no, la cuestión es ¿cuánto estamos dispuestos nosotros a perdonar? El que perdona se libera de muchas cargas, se cura de muchas enfermedades. El odio enferma. Cuando se pueda recordar, sin mucho dolor, se puede decir que hay perdón. Soy de las personas que dice –Que mi Dios se haga cargo de ellos, (victimarios) y nos ayude a nosotros–, no somos nadie para juzgar. Dios es el único que nos da la vida y la puede quitar”.
“A partir de 2007 no se ha vuelto a presentar ningún acto de violencia política, ni guerrillera ni paramilitar. La gente ha ido recuperando la confianza. La Administración Municipal organizó las Fiestas de la Vida y las Fiestas del Retorno. Eso ha hecho que la gente en los meses de enero de cada año vuelva, eso hace que el pueblo tenga los habitantes que tenía antes. Hay actividades culturales, de parranda, de trago y de fiesta, el problema es que no todos se quedan después a vivir acá. Por ahora”, dice el historiador y académico Mario Gómez Aristizábal, oriundo de Granada.
Paz y reconciliación
La cita fue en la cárcel El Pedregal en la ciudad de Medellín. Las autoridades carcelarias dispusieron de una sala con tres sillas perfectamente organizadas. Era una mañana soleada del mes de agosto de 2018. Elda Neyis estaba de paso, debía cumplir con algunos compromisos jurídicos en la capital antioqueña. Por la hora, las internas del patio en el que ella estaba, acababan de recibir una merienda. Todo estaba dispuesto para empezar el diálogo, ella sabía que éramos reporteros, pero desconocía quién era la persona que nos acompañaba.
Luego de un extenso recuento de historias y anécdotas de su vida guerrillera, el tema del ataque al municipio de Granada debía ponerse sobre la mesa. El coronel Niño se presentó, en su rostro había mucha nostalgia y algunas expresiones de dolor. “Después de esa toma me tomó muchos años conciliar el sueño. Han sido años y años de pensar cómo vengarme de ustedes, de saber por qué causaron tanto daño a mi vida y a la vida de mis policías. Fueron horas y horas de aguantar todo tipo de ataques ese día. Me resulta difícil olvidar las caras de los policías heridos y muertos en el combate. Yo dispuse una estrategia, que pienso, pudo dar resultado. Distribuí a los policías en puntos clave del pueblo, lo que nos permitió repeler al ataque y disminuir las posibilidades de que ustedes mataran a más policías”, le recuerda el coronel. Elda guarda silencio, agacha un poco la cara y logra finalmente verlo a los ojos.
“Yo ahora estoy en los caminos de Dios. He recapacitado mucho. Sé que en la guerrilla a uno le enseñan el odio y la venganza. En la guerrilla a uno nunca le hablan sobre el amor. Usted dice que perdió policías. Yo también perdí a muchas personas buenas. Mire, tal vez ustedes sabían cómo eran las familias de los policías, lo que les gustaba hacer y las cosas con las que se divertían. En la guerrilla los combatientes nunca trazaban planes a largo plazo, allí la vida era incierta. Uno no le conoce la familia a un combatiente, porque no se le permitía verla, porque un combatiente no podía hacerle una llamada a nadie. A veces creo que eso le crea al guerrillero mucho rencor y agresividad”, le contesta Elda Neyis.
“Sabe una cosa, coronel, en la guerrilla solo se les inculca a los combatientes el objetivo de llegar al poder, nada más, lo único importante era eso”, complementa. El coronel la mira, todavía siente que tiene varias preguntas para hacerle. “¿Por qué se fueron? Más de 20 horas después de haber iniciado el ataque, de tener varios heridos, de contar con muy poca munición y capacidad de respuesta, siempre me he preguntado ¿qué les pasó?, ¿por qué decidieron irse? Le confieso que estábamos a muy poco de rendirnos”, le dice con mucha nostalgia el coronel.
“En las Farc, cuando se cumplía con un objetivo, se decía: dominamos la situación. Pero cuando no se cumplía con el objetivo que estaba planeado, se decía: no pudimos dominar la situación. En Granada no se dominó la situación. Hubo, hasta donde tengo conocimiento, muchas fallas de inteligencia. También es cierto que no esperábamos una respuesta contundente por parte de la Policía. Además, sentían que el apoyo militar estaba muy cerca”, le responde con toda seguridad.
Según cifras oficiales, en 1997, en Granada había 18.000 habitantes, pero por el paso del ELN, el frente noveno de las Farc, los bloques Metro y Héroes de Granada de las AUC, en el 2001 quedaron solo 4.000 personas. Gracias al retorno, hoy hay casi 15.000. Granada se recupera lentamente. “En la década de los ochenta, a principios de los noventa, en la guerrilla nos decían: si hay 10 policías y 1 civil, no vale la pena el ataque, la vida de esos policías no vale la vida de un civil. Pero en los noventa y en los dos mil la cosa era al revés. La vida de un policía podría valer la vida de 10 civiles. La guerra lo dañó todo”, concluye la exguerrillera.
Con un acto simbólico, el pasado 23 de septiembre de 2017, en la iglesia del municipio de Granada, las Farc, ahora movimiento político, pidieron perdón a las víctimas del conflicto por el daño que les ocasionaron con sus acciones en el pasado. Pastor Alape fue el delegado del movimiento político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (Farc). Fueron las mismas víctimas las que solicitaron el acto de reconciliación y esa mañana lo hicieron realidad. Los habitantes declararon al municipio territorio de paz y se firmó un compromiso para vivir libres de violencia. “Yo he sido muy crítica con esos actos de perdón. A esas poblaciones no han ido las personas que tuvieron relación directa con los ataques y las tomas, porque una cosa es ir a pedir perdón sin tener nada que ver en la acción, pedir perdón frente a unas cámaras de televisión, y otra cosa, muy diferente, es ir los directamente responsables a pedir perdón frente a las víctimas que sufrieron el dolor”, sentencia Elda Neyis.
“Yo siento que tuve mi revancha”, le dice el coronel ya al final de la visita a Elda. “Después de muchos años de trabajar en la Policía Nacional, me asignaron a la Unidad Policial para la Edificación de la Paz (Unipep), que se formó luego de los diálogos en La Habana, en el proceso de paz con las Farc. Tuve la oportunidad de proteger a muchos miembros de esa guerrilla en su proceso de agrupamiento y de dejación de armas. Hice parte del mecanismo de monitoreo y verificación junto a las Naciones Unidas. Siento que luego de tantos años se ha cerrado un círculo, hoy la miro a los ojos y creo en sus palabras cuando me dice que la perdone. Esta guerra no merece que se extienda más, es hora de terminar con tanta barbarie y con tanta maldad. Es hora de dejar de matarnos. Esa fue mi venganza, demostrarles a los que quieren la guerra que el camino es la paz, el perdón y la reconciliación”, le dice con mucha seguridad el coronel.
Luego de algunos minutos ambos se abrazan, se dicen cosas al oído y terminan llorando. La escena es esperanzadora, si dos personas que se enfrentaron en el pasado se pudieron perdonar, ¿por qué nos cuesta tanto a los colombianos llegar a este mismo final?
Epílogo
Cárcel El Pedregal, 20 de agosto de 2018, Medellín-Antioquia. Elda Neyis se despide y le da la mano a cada persona que está en el salón. Antes de atravesar la reja que la conduce al patio, nos mira por un momento, extiende el brazo y hace una seña de adiós. Hay un silencio largo. El coronel Niño saca de su pantalón un pañuelo y se seca las últimas lágrimas. En ese momento recordamos lo que dicen los expertos sobre este tipo de experiencias: “La reconstrucción de los hechos ocurridos en el pasado, basados en sentimientos, contribuyen a la construcción de un futuro direccionado hacia la paz, el perdón y la reconciliación”. De eso fuimos testigos.
*Este texto hace parte del especial Granada: Relato de un perdón, una producción audiovisual realizada por Armadillo: New Media & Films y el CrossmediaLab de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con el apoyo de la Unidad Policial para la Edificación de la Paz (Unipep).
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