2019/06/27
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El pasado mayo, cuando las imágenes de la marcha mundial por el clima que convocó la activista sueca Greta Thunberg circulaban en redes sociales, vi una foto de una mujer sosteniendo un cartel que decía: “Las otras luchas no tienen sentido si esta se pierde”.
Esa frase es un llamado a la unidad para que los esfuerzos de movimientos políticos y sociales con causas distintas (la justicia social, la equidad de género, la defensa de los derechos de las comunidades lgbti, las minorías étnicas o los animales) converjan en un objetivo compartido: lograr una transformación radical que nos permita existir dentro de los límites del planeta, tras reconocer que esa es realmente la única manera de existir a largo plazo.
Aunque no es lo único relevante, la emergencia climática es el síntoma más claro de la interconexión entre sistemas de explotación y opresión que rigen nuestra cultura, y que se alimentan y se fortalecen entre sí.
Por eso mismo, la emergencia climática es también una invitación urgente a detenernos, y cuestionar esos sistemas y la manera en que se conectan. Y una crítica consciente de ellos implica comprometernos colectivamente, pensar y establecer alternativas que no pongan en riesgo la capacidad inherente de la naturaleza de generar, regenerar y sostener la vida en la Tierra.
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Sin embargo, comprender el contexto de esta crisis, o de esta red de crisis, es complejo porque las conexiones entre sus partes son múltiples y profundas, y porque los sistemas dominantes se caracterizan por prosperar en contextos o lógicas de fragmentación.
Es urgente que la acción se dé de manera coordinada y efectiva, y para eso es útil comprender o repensar cómo se relacionan los distintos sistemas de explotación que contribuyen a la crisis.
Es imposible abordarlos todos en este espacio. Por eso, el objetivo de este artículo es compartir una primera aproximación a la manera en que tres sistemas ideológicos –el capitalismo, el patriarcado y el especismo– alimentan las crisis ecosociales, y algunas alternativas que se vienen planteando hace décadas desde diferentes corrientes de pensamiento.
Todos perdemos
Irónicamente, nos resulta más fácil imaginar futuros posapocalípticos que imaginar alternativas al capitalismo, el sistema económico que nos rige y que se ancla en la acumulación de capital a través de una lógica de crecimiento perpetuo.
A una parte importante de la humanidad le cuesta mucho comprender, y sobre todo aceptar, el inevitable conflicto entre un sistema que busca el crecimiento infinito en un planeta finito. (También es muy difícil hacer consciencia de que el planeta es, en efecto, finito, pero eso es tal vez lo primero que debemos aceptar o entender a cabalidad).
Un sistema como este es inviable porque, como sostiene el escritor George Monbiot, es imposible que exista sin periferias y externalidades: “Siempre debe haber una zona de extracción, desde la cual se toman los materiales sin pago completo, y una zona de deposición, donde los costos se descargan en forma de desechos y contaminación”. El capitalismo, entonces, promueve o se sostiene en un modelo extractivista que es completamente insostenible.
Pero, además, el capitalismo ha tendido a acentuar las desigualdades sociales en el mundo, y esto tiene que ver con la crisis climática en tanto que, como dijo la onu en un informe de 2016, las personas más pobres son las que están expuestas de manera más cruda y directa a los efectos de la crisis climática, ya que tienen menos posibilidades, recursos y herramientas para adaptarse a inundaciones, sequías y otros desastres naturales, o para dejar los lugares en que esos desastres ya son frecuentes o permanentes.
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La crisis ecológica, además, agudiza las desigualdades ya existentes entre hombres y mujeres, pues, como también afirma la onu, la gran mayoría de las personas que viven en pobreza extrema en el mundo son niñas y mujeres.
Pero el patriarcado, aquel sistema de opresión y cosificación del cual las mujeres son las víctimas directas, perjudica igualmente a otros grupos humanos que no casan con el “ideal” masculino, cisgénero y heterosexual. Así que, de manera indirecta, afecta negativamente a todos los seres humanos, incluso a quienes aparentemente se benefician de él. Es un sistema en que, de una u otra manera, todos perdemos.
Por otra parte, las grandes decisiones políticas y económicas que han generado y exacerbado la crisis climática y las múltiples crisis ecosistémicas que a esta se conectan han sido tomadas por hombres (muy probablemente cisgénero, heterosexuales, de clase media-alta, de países del G8 y, en su gran mayoría, caucásicos). La oficina de onu Mujeres resalta la brecha de género que aún existe en la política: “A nivel mundial, solo el 23,5 % de los parlamentarios nacionales son mujeres, el 6 % de los jefes de Estado y el 6 % de los jefes de gobierno”. En Colombia, las mujeres representan solo el 19,7 % del Congreso, el 17 % en asambleas departamentales, el 18 % de los concejos municipales, el 12 % de las alcaldías y el 15 % de las gobernaciones.
Pero el panorama de desigualdad no solo se evidencia en el sector político: menos de un 5 % de la dirección ejecutiva de las empresas listadas en Fortune 500 está en manos de mujeres.
En enero de 2019 una tormenta de cinco días devastó los campamentos de miles de refugiados sirios en Líbano.
Esto quiere decir que, a pesar de los innegables avances en materia de equidad de género, siguen siendo los hombres quienes deciden y definen los límites, o la falta de ellos. Por lo tanto, no es exagerado asegurar que son ellos quienes tienen en sus manos, en gran medida, el destino de la humanidad y de los ecosistemas que sostienen la vida en el planeta.
A esto se suma el inquietante resultado de un estudio realizado por Aaron R. Brough y otros académicos que muestra la tendencia de los hombres a evitar comportamientos sostenibles, dado que les preocupa que los haga parecer femeninos. Según Brough, “irónicamente, aunque a menudo se considera que los hombres son menos sensibles que las mujeres, parecen ser particularmente sensibles cuando se trata de las percepciones de su identidad de género”.
Aun cuando mayoritariamente los hombres han tomado las decisiones que nos hunden en la crisis, muchas veces son las mujeres, a pesar de sus vulnerabilidades, quienes están contribuyendo a procesos de adaptación y mitigación en el mundo mediante soluciones locales creativas y apoyo a políticas proambientales. De modo que, si el panorama de desigualdad no fuera todavía tan dramático, tal vez podríamos estar viendo de manera más clara y contundente los efectos positivos de esas contribuciones.
Por último, a nuestras sociedades también las atraviesa el especismo, un sistema de creencias según el cual los seres humanos somos superiores a las otras especies de animales y, por lo tanto, podemos explotarlas, oprimirlas y usarlas sin límite para nuestro propio beneficio. Esa actitud se nutre del antropocentrismo, definido por el ecologista Jorge Riechmann como la “doctrina según la cual los intereses humanos son moralmente más importantes que los intereses de los animales o de la naturaleza en su conjunto”.
Esto es, aunque no nos guste aceptarlo, una falacia: las causas humanas –las más urgentes, según esa visión de mundo– existen en realidad dentro de ecosistemas complejos que generan y posibilitan vidas que no son solo nuestras, y que en todo caso son esenciales para las nuestras. Que veamos a otras especies como inferiores y que consideremos que nuestras causas son las únicas que importan nos pone, de manera irremediable, en conflicto con los ecosistemas que nos sostienen.
Los animales son considerados medios para nuestros fines, en lugar de fines en sí mismos, lo cual refuerza la idea de que la naturaleza es un banco de recursos dispuesto para nuestro consumo, y que en nuestra relación con ella no aplican consideraciones éticas ni morales. Pero, como dice la filósofa francesa Corine Pelluchon, al excluir de la esfera de nuestra consideración moral a otros seres sintientes (que sufren, desean vivir y desarrollarse, le temen a la muerte, y expresan placer y empatía), los seres humanos aprendemos a reprimir nuestra sensibilidad, y terminamos por acostumbrarnos a tratar con dureza a quienes no reconocemos como semejantes, sea por raza, género, nacionalidad o especie. Es decir, oprimir a otros animales bajo el supuesto de que somos superiores a ellos nutre la discriminación, y sienta las bases para que la opresión se extienda a cualquier ser (incluyendo a otros humanos) que consideremos inferiores por ser diferentes.
El efecto de resistencia
Los sistemas de explotación y opresión (sobre la naturaleza, las mujeres y los animales) comparten una raíz: la idea de que unos valemos más que otros, con base en una jerarquía de valores impuesta precisamente por quienes han tenido poder.
Y como afirma la escritora feminista Carol J. Adams, la dominación funciona mejor en una cultura de desconexiones y fragmentación como la actual. Por eso, nuestras sociedades terminan siendo el caldo de cultivo ideal para que prácticas de explotación y opresión se sostengan.
Una expresión de las conexiones entre esos sistemas de opresión es el auge de gobiernos de derecha, caracterizados por la represión de las luchas por la igualdad de género, los derechos reproductivos y de las comunidades lgbti, y a la vez por políticas de extractivismo agresivo permitidas por alianzas comerciales prácticamente sin regulación, que arrasan ecosistemas y sepultan los pactos alcanzados con comunidades indígenas y campesinas para la protección del territorio, e incluso acuerdos internacionales como el de la cop 21.
A pesar de ser evidentemente destructivos (incluso para quienes a primera vista parecen beneficiarse de ellos), esos gobiernos están siendo posibles gracias, precisamente, a la fragmentación, que afecta, entre otras cosas, el acceso a la información.
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Hay sectores importantes de la población mundial que piensan (porque se les ha hecho creer) que las políticas de autocontención, necesarias para una convivencia equilibrada entre la humanidad y los ecosistemas, son amenazas a su bienestar. Como dice la ecofeminista española Yayo Herrero, el ecologismo y el feminismo incomodan porque llaman a hacer cambios que en muchos casos van en contra de nuestros privilegios; por lo cual ante la acción organizada de grupos cada vez más numerosos que luchan por esas causas se genera un efecto de resistencia que lleva a muchos ciudadanos (particularmente hombres que sienten que están perdiendo poder tanto en la esfera pública como en sus entornos domésticos) a votar por candidatos que precisamente representan la resistencia más violenta a esos cambios.
Cuando se mira con detenimiento el panorama de la explotación al medio natural y la opresión de las mujeres, por ejemplo, se hace evidente que los dos problemas tienen el mismo origen. De acuerdo con Vandana Shiva y Maria Mies, ese origen consiste en interpretar la diferencia como jerarquía, perspectiva que moldea también nuestra relación con los otros animales que habitan el planeta.
Pero cuestionar nuestra relación con los animales es tal vez lo más difícil y molesto, incluso entre personas que defienden causas como el ecologismo y el feminismo. Reconocer que hemos asumido una posición de ventaja y de “competencia desleal” con seres que conviven con nosotros requiere una revisión profunda de nuestros hábitos, y en ese proceso encontraremos múltiples e incómodas incoherencias: se trata de darles un trato digno no solo a los animales que nos parecen carismáticos y con los que queremos compartir nuestros hogares, sino también a aquellos que no conocemos –y nunca conoceremos– y, sobre todo, a los que hemos despojado de cualquier dignidad, al usarlos como máquinas o transformarlos en alimento mediante procesos que, además, resultan supremamente dañinos para el medioambiente.
En palabras de Carol J. Adams, “no podemos trabajar por la justicia y desafiar la opresión de la naturaleza sin entender que la forma más frecuente en que interactuamos con la naturaleza es comiendo animales”. La ganadería, y en general la producción de alimentos de origen animal, es una de las principales causas de deforestación (corresponde al 91 % de destrucción de la selva amazónica), contaminación de fuentes de agua, zonas de hipoxia en el océano y extinción de especies. Según otro informe de la fao, titulado “La larga sombra del ganado”, la ganadería es una de las principales fuentes de gases de efecto invernadero que agudizan la crisis climática, al generar más impacto que todos los carros, motos, trenes, barcos y aviones combinados.
El especismo nos atraviesa, y nos convence de que el hecho de que sentenciemos a vidas miserables e innecesarias muertes a tantos animales es un asunto secundario, algo que podemos dejar para después de que la lucha social neutralice las injusticias entre humanos. Sin embargo, como señala la filósofa Catia Faria, esa jerarquización de causas no es nueva, y es una estrategia que con frecuencia resulta muy efectiva: “Si buscas desarticular un movimiento, trivializa sus demandas y clasifícalas de sibaritismo moral. O bien asócialo con rasgos socialmente menospreciados, como la sensibilidad extrema. En una palabra: feminízalo”.
La Alternativa contracultural
Uno de los paradigmas que está ocupándose de nombrar y repensar la crisis ambiental es el ecofeminismo, definido por Yayo Herrero como “una corriente diversa de pensamiento y movimientos sociales que denuncia que la economía, la cultura y la política hegemónicas se han desarrollado en contra de las bases materiales que sostienen la vida y propone formas alternativas de reorganización económica y política, de modo que se puedan recomponer los lazos rotos entre las personas y con la naturaleza”. Según Carol J. Adams, el ecofeminismo afirma que una perspectiva ambiental sin feminismo es inadecuada, y que una teoría feminista que no analiza la forma en que el medioambiente ha sufrido debido a las actitudes patriarcales es insuficiente.
La deforestación y la ganadería: dos fenómenos que contribuyen a la crisis medioambiental.
Jorge Riechmann, por su parte, propone un ecologismo consecuente (en lugar de un ambientalismo banal) que cuestione los supuestos básicos de la sociedad en que nos encontramos: el antropocentrismo, el extractivismo, el consumismo, el productivismo, la mercantilización expansiva, la cultura de la competitividad, la tecnolatría, incluso la hybris humana. Desde su perspectiva, “es el más contracultural de los movimientos sociales realmente existentes, cuando es consecuente. Por eso, también el más anticapitalista de estos movimientos”.
Estos son apenas dos ejemplos que muestran un esfuerzo por integrar disciplinas para encontrar nuevas maneras de ver y habitar el mundo, pero son muchos los frentes desde los que se proponen aproximaciones comprehensivas. Como dice George Monbiot, quizás nadie tenga una respuesta completa y definitiva sobre un mejor sistema, y por eso la tarea tal vez consista en identificar las mejores propuestas de corrientes diversas.
Las fricciones y contradicciones son inevitables, pero esto, más que un argumento contra una corriente u otra, es un argumento a favor del pensamiento crítico y abierto, y del compromiso frente a la construcción de nuevos modelos de pensamiento y acción basados en la interdisciplinariedad y la complejidad; modelos que no se limiten a tratar de ajustar aspectos superficiales de los sistemas que están generando y exacerbando las diversas crisis que enfrentamos. Como propone Laura Fernández, “el punto en que convergen las opresiones también debería ser el punto en que convergen las resistencias, y dichas resistencias serán más liberadoras y nos llevarán a puertos de una justicia social verdadera solo si tienen en cuenta las múltiples caras de la opresión, el carácter estructural de la misma y tienen como horizonte la liberación colectiva”.
Incluso a personas profundamente comprometidas con causas de justicia social la causa ambiental les parece lejana o secundaria. Pero los ecosistemas que sostienen la vida están en un nivel tal de fragilidad que hace falta que reconozcamos la urgencia de que diferentes luchas converjan en esta. La crisis climática debería ser leída como un llamado a la unión y a que hagamos transformaciones ambiciosas, radicales, profundas y sistémicas. De ahí la importancia de encontrar conexiones, de hacer el ejercicio consciente de salir de las estructuras de fragmentación y división que han marcado nuestra educación y nuestra experiencia individual y colectiva como especie.